Los ánimos de los judíos se
hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó de una
pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia
de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas
fechas en Jerusalén.
Este Herodes era hijo del
tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la matanza de los
niños menores de dos años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del carácter y
trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el
despreciativo de criado edomita.
Civilis, a la cabeza, cruzó
el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y formados en
dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de
jueces, Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.
A las puertas del palacio
de los antiguos Asmoneos -residencia provisional de Herodes Antipas durante sus
breves estancias en Jerusalén; nos salió al paso una parte de la guardia
personal de Antipas, integrada en su mayoría por mercenarios tracios (pueblo
indoeuropeos que creían en la inmortalidad), germanos y galos. (Herodes, a la
vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el interior
del palacio, debía temer por su seguridad personal.) A pesar de lo antiguo de
aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta límites
insospechados. Varios de los criados nos
fueron guiando hasta el piso superior. A los pies del trono, una veintena de
individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas.
Al vernos se hizo un gran silencio.
El Maestro fue situado por
el centurión frente a un sillón, de
madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del
tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.
Caifás rompió al fin aquel
violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el
pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente
recostado y semioculto entre los cojines. Al ponerse en pie apareció
ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era
el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un
pellejo esquelético, sembrado de costras
cenicientas y sucias, que los
romanos denominaban la enfermedad de «mentagra» Aquellas úlceras
-que hoy nos
harían pensar en
una posible sífilis-
se habían hecho especialmente prolíficas en sus manos,
cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la
frente, teñido de un rubio aparatoso.
Después de examinar el
pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se
deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido
contra aquel impostor, y sobre los deseos del procurador romano de que el
tetrarca procediera al interrogatorio del galileo.
Antipas arrojó el rollo a
los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del gobernador
de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el
pergamino. Y sin pronunciar una sola
palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al Nazareno. Al
final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos
no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de
mármol de la estancia. Herodes levantó entonces
sus brazos y las carcajadas cesaron al instante. Después, bajando sus manos
lentamente, comentó divertido:
-Así que, al final, este
milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...
El tetrarca,
evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases
pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».
Antipas esperó la respuesta
del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el pecho, no se dignó
mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el Grande
acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta.
Una de las principales preocupaciones de
Antipas -a juzgar
por sus preguntas-
se centraba en la
posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a
quien él había ejecutado tres años antes. Saltaba a la vista que los
remordimientos y el miedo habían hecho presa en el alma de aquel gobernante
despótico y cruel.
Decepcionado por el
silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de sus
leales, exclamó: -¡Manaén!... ¡Llama a Herodías! Y el viejo preceptor de
Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de audiencias, en busca de la
amante de su señor.
Herodes, lejos de irritarse
por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido. Le pregunté a
Civiles por aquella actitud tan extraña y el centurión me dijo: Todo Israel
sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista.
En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser
Juan. No sería de extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su
desequilibrada razón haya recobrado la calma.
De pronto, Antipas salió de
sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al estanque. Se
inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura
del rostro del Nazareno, le preguntó:
-Dime, galileo, ¿podrías
convertir la leche en vino?
Jesús, inmóvil, no
pestañeó. Su cara seguía baja.
Herodes se encogió de
hombros y regresó a su colchón de plumas. Antipas no se rendía y
trató de que el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios. Tomó una
bandeja de plata en la que se alineaban unas pequeñas tiras de carne y
presentándosela a Jesús, le increpó en los siguientes términos:
-Si tú has sido capaz de
multiplicar panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil hacer otro
tanto con estas lenguas de flamenco... ¿Serias tan amable?
El silencio fue la única
respuesta. Y Herodes, que había pasado de la burla a la cólera, levantó la
pieza de metal, dejando caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del
rabí. La ocurrencia fue respaldada al momento por las risas de sus acólitos.
Pero el Maestro no se conmovió.
La grotesca escena se vio
interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla, se apresuró
a acudir a su encuentro, tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús.
A pesar de haber cruzado la barrera de los cuarenta, la belleza de Herodías,
resultaba excitante.
Antipas se aproximó a Jesús
y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco que habían
quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que
aquel mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista.
Herodías observó
detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó del
Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la
expectación general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se
aproximara. Y tras
susurrarle algo, el
tetrarca, sonriendo maliciosamente, descendió
del entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el
filo de la túnica de Jesús, levantándola lentamente, de forma que Herodías y
sus cortesanos pudieran contemplar las piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta
descubrir la totalidad de los musculosos muslos del prisionero, así como el
taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí, se
abrieron con palpable admiración, al tiempo que una oleada de indignación
empezaba a quemarme las entrañas.
Civilis notó mi creciente
cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:
No te alarmes. La ley judía
le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su impotencia es tan
pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las
caballerizas... Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido
por el trono y por los testículos...
Las palabras del oficial
fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas que,
precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final...!
La humillante escena fue
zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero firmes
palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al
prisionero.
-¿Veredicto? -argumentó
Antipas, que hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no deseaba abrir
la boca.
- Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero
que Judea no entra dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.
Y dando media vuelta se
encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto de púrpura con
que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del
Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus
amigos y parientes.
Caifás y los sacerdotes,
tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta, mientras
Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús,
indicándole que la visita había terminado.
Al abandonar la sala aún
resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente complacida por
aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.
Nota. (Una vez más, el testimonio
de algunos exegetas no coincidía con la realidad.
Jesús no fue cubierto con
un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas
bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes
Antipas, considerándole como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto
que acompañaría ya a Jesús de Nazaret hasta el momento crítico de la
flagelación y fue el mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos.)
Fuente: CABALLO DE TROYA
No hay comentarios:
Publicar un comentario