jueves, 26 de enero de 2017

JESÚS ANTE HERODES

JUICIO A JESÚS DE NAZARET


Los ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.

Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno.  Una masacre muy propia del carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo de criado edomita.

Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces, Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.

A las puertas del palacio de los antiguos Asmoneos -residencia provisional de Herodes Antipas durante sus breves estancias en Jerusalén; nos salió al paso una parte de la guardia personal de Antipas, integrada en su mayoría por mercenarios tracios (pueblo indoeuropeos que creían en la inmortalidad), germanos y galos. (Herodes, a la vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el interior del palacio, debía temer por su seguridad personal.) A pesar de lo antiguo de aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta límites insospechados. Varios de los criados nos fueron guiando hasta el piso superior. A los pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio.

El Maestro fue situado por el centurión frente a un  sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.
Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente recostado y semioculto entre los cojines. Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo esquelético, sembrado de  costras cenicientas y  sucias, que  los  romanos denominaban la enfermedad de «mentagra» Aquellas  úlceras  -que  hoy  nos  harían  pensar  en  una  posible  sífilis-  se  habían  hecho especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso.

Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido contra aquel impostor, y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera al interrogatorio del galileo.

Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del gobernador de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el pergamino. Y sin pronunciar una sola palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al Nazareno. Al final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de mármol de la estancia. Herodes levantó entonces sus brazos y las carcajadas cesaron al instante. Después, bajando sus manos lentamente, comentó divertido:

-Así que, al final, este milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...

El tetrarca, evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».

Antipas esperó la respuesta del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el pecho, no se dignó mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el Grande acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta.

Una de las principales  preocupaciones  de  Antipas  -a  juzgar  por  sus  preguntas-  se  centraba  en  la posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había ejecutado tres años antes. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo habían hecho presa en el alma de aquel gobernante despótico y cruel.

Decepcionado por el silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de sus leales, exclamó: -¡Manaén!... ¡Llama a Herodías! Y el viejo preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de audiencias, en busca de la amante de su señor.

Herodes, lejos de irritarse por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido. Le pregunté a Civiles por aquella actitud tan extraña y el centurión me dijo: Todo Israel sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista. En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la calma.

De pronto, Antipas salió de sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al estanque. Se inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del rostro del Nazareno, le preguntó:

-Dime, galileo, ¿podrías convertir la leche en vino?

Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara seguía baja.

Herodes se encogió de hombros y regresó a su colchón de plumas. Antipas no se rendía y trató de que el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios. Tomó una bandeja de plata en la que se alineaban unas pequeñas tiras de carne y presentándosela a Jesús, le increpó en los siguientes términos:

-Si tú has sido capaz de multiplicar panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil hacer otro tanto con estas lenguas de flamenco... ¿Serias tan amable?

El silencio fue la única respuesta. Y Herodes, que había pasado de la burla a la cólera, levantó la pieza de metal, dejando caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del rabí. La ocurrencia fue respaldada al momento por las risas de sus acólitos. Pero el Maestro no se conmovió.
La grotesca escena se vio interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla, se apresuró a acudir a su encuentro, tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús. A pesar de haber cruzado la barrera de los cuarenta, la belleza de Herodías, resultaba excitante.

Antipas se aproximó a Jesús y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco que habían quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista.

Herodías observó detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó del Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se aproximara. Y  tras  susurrarle  algo,  el  tetrarca,  sonriendo  maliciosamente,  descendió  del entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús, levantándola lentamente, de forma que Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos del prisionero, así como el taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí, se abrieron con palpable admiración, al tiempo que una oleada de indignación empezaba a quemarme las entrañas.

Civilis notó mi creciente cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:

No te alarmes. La ley judía le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su impotencia es tan pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las caballerizas... Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos...

Las palabras del oficial fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas que, precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final...!

La humillante escena fue zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero firmes palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al prisionero.

-¿Veredicto? -argumentó Antipas, que hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no deseaba abrir la boca.

- Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.

Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto de púrpura con que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y parientes. 
Caifás y los sacerdotes, tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta, mientras Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole que la visita había terminado.

Al abandonar la sala aún resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente complacida por aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.

Nota. (Una vez más, el testimonio de algunos exegetas no coincidía con la realidad.

Jesús no fue cubierto con un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de Nazaret hasta el momento crítico de la flagelación y fue el mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos.)

Fuente: CABALLO DE TROYA

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