jueves, 26 de enero de 2017

JESÚS ANTE HERODES

JUICIO A JESÚS DE NAZARET


Los ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.

Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno.  Una masacre muy propia del carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo de criado edomita.

Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces, Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.

A las puertas del palacio de los antiguos Asmoneos -residencia provisional de Herodes Antipas durante sus breves estancias en Jerusalén; nos salió al paso una parte de la guardia personal de Antipas, integrada en su mayoría por mercenarios tracios (pueblo indoeuropeos que creían en la inmortalidad), germanos y galos. (Herodes, a la vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el interior del palacio, debía temer por su seguridad personal.) A pesar de lo antiguo de aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta límites insospechados. Varios de los criados nos fueron guiando hasta el piso superior. A los pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio.

El Maestro fue situado por el centurión frente a un  sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.
Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente recostado y semioculto entre los cojines. Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo esquelético, sembrado de  costras cenicientas y  sucias, que  los  romanos denominaban la enfermedad de «mentagra» Aquellas  úlceras  -que  hoy  nos  harían  pensar  en  una  posible  sífilis-  se  habían  hecho especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso.

Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido contra aquel impostor, y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera al interrogatorio del galileo.

Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del gobernador de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el pergamino. Y sin pronunciar una sola palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al Nazareno. Al final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de mármol de la estancia. Herodes levantó entonces sus brazos y las carcajadas cesaron al instante. Después, bajando sus manos lentamente, comentó divertido:

-Así que, al final, este milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...

El tetrarca, evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».

Antipas esperó la respuesta del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el pecho, no se dignó mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el Grande acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta.

Una de las principales  preocupaciones  de  Antipas  -a  juzgar  por  sus  preguntas-  se  centraba  en  la posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había ejecutado tres años antes. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo habían hecho presa en el alma de aquel gobernante despótico y cruel.

Decepcionado por el silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de sus leales, exclamó: -¡Manaén!... ¡Llama a Herodías! Y el viejo preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de audiencias, en busca de la amante de su señor.

Herodes, lejos de irritarse por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido. Le pregunté a Civiles por aquella actitud tan extraña y el centurión me dijo: Todo Israel sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista. En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la calma.

De pronto, Antipas salió de sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al estanque. Se inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del rostro del Nazareno, le preguntó:

-Dime, galileo, ¿podrías convertir la leche en vino?

Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara seguía baja.

Herodes se encogió de hombros y regresó a su colchón de plumas. Antipas no se rendía y trató de que el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios. Tomó una bandeja de plata en la que se alineaban unas pequeñas tiras de carne y presentándosela a Jesús, le increpó en los siguientes términos:

-Si tú has sido capaz de multiplicar panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil hacer otro tanto con estas lenguas de flamenco... ¿Serias tan amable?

El silencio fue la única respuesta. Y Herodes, que había pasado de la burla a la cólera, levantó la pieza de metal, dejando caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del rabí. La ocurrencia fue respaldada al momento por las risas de sus acólitos. Pero el Maestro no se conmovió.
La grotesca escena se vio interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla, se apresuró a acudir a su encuentro, tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús. A pesar de haber cruzado la barrera de los cuarenta, la belleza de Herodías, resultaba excitante.

Antipas se aproximó a Jesús y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco que habían quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista.

Herodías observó detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó del Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se aproximara. Y  tras  susurrarle  algo,  el  tetrarca,  sonriendo  maliciosamente,  descendió  del entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús, levantándola lentamente, de forma que Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos del prisionero, así como el taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí, se abrieron con palpable admiración, al tiempo que una oleada de indignación empezaba a quemarme las entrañas.

Civilis notó mi creciente cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:

No te alarmes. La ley judía le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su impotencia es tan pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las caballerizas... Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos...

Las palabras del oficial fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas que, precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final...!

La humillante escena fue zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero firmes palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al prisionero.

-¿Veredicto? -argumentó Antipas, que hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no deseaba abrir la boca.

- Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.

Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto de púrpura con que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y parientes. 
Caifás y los sacerdotes, tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta, mientras Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole que la visita había terminado.

Al abandonar la sala aún resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente complacida por aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.

Nota. (Una vez más, el testimonio de algunos exegetas no coincidía con la realidad.

Jesús no fue cubierto con un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de Nazaret hasta el momento crítico de la flagelación y fue el mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos.)

Fuente: CABALLO DE TROYA

JESÚS ANTE PONCIO PILATOS (PRIMERA PARTE)

JUICIO A JESÚS DE NAZARET

Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo, mientras se dirigían al cuartel general romano (donde se encontraba Poncio Pilatos, el Procurador).

Se adentraron en las calles de la ciudad alta, al cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo sacerdote.

En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi irreconocible. Judas Iscariote se unió también a la comitiva. 
Hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, del año 30, Poncio Pilato apareció con  sus oficiales y se detuvieron en la «terraza». Al llegar  la comitiva al  pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su religión les impedía dar un solo paso más. 


Poncio, con un gesto de disgusto avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó:

-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?

Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos respondió:

-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído...Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras.

El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad. El Maestro permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda.

Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños.

El procurador había sido previamente informado de la  sesión matinal del  Sanedrín, así como de las discrepancias surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones.

 Una de las sirvientas y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:

-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?

Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que no  esperaban  semejante  resistencia  por  parte  de  Poncio.  Y,  visiblemente  nerviosos, respondieron:

-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante ti: Para que ratifiques esta decisión.

Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía suponer.

-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano, señalando a Jesús con su mano derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito - recalcó Poncio con énfasis-, las acusaciones...

Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador que escuchase las «acusaciones que había solicitado».

Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos cuando estaba  a  punto de  entrar en  su  residencia. Cada vez  más irritado por la  tenaz insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.

El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:

-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra nación, con base a las siguientes acusaciones:

1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.

2.ª Por impedir el pago del tributo al César.

3.ª Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación   de un nuevo reino.

Dicho texto -que nada tenía que ver con lo discutido en el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal.

Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.

Pilato comprendió al  momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz de  desafiar  la  autoridad  del  sumo  pontífice,  ridiculizando  a  las  castas  sacerdotales. Sabía que  el  complot contra  el  Nazareno tenía  unas  raíces  pura  y estrictamente religiosas.

Sin proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño, que Poncio Pilato se inclinase, desde un principio, no en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano.

(Era sumamente  importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del representante del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio hacia la  suprema autoridad judía que hacerles morder el  polvo, poniendo en  libertad al prisionero.)

Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los escalones por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.

Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear al Galileo por lo que consideró una falta de respeto; pero el procurador le detuvo. Aunque su confusión y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el escenario más idóneo para interrogar al prisionero.
La sola presencia de los sanedritas podía suponer un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.
El galileo, el soldado que  lo custodiaba, Juan Zebedeo y algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.
Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.

-Dime, Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la escalinata frontal-, ¿conoces a este mago?... ¿Crees que puede resultar un «zelota»?

Y respondí a su pregunta con otra pregunta:

-Tengo entendido que tus hombres fueron anoche hasta una finca en Getsemaní  con el propósito de registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos guerrilleros?

El procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se remontaban a años atrás, especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo aquel mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos, en Cafarnaúm.

 Poco a poco, Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para saber si aquel grupo que encabezaba el rabí, era o no peligroso desde el único punto que podía interesarle: El de la rebelión contra Roma.

Poncio sabía sobre el carácter «místico y visionario» -según expresión propia- del movimiento que encabezaba Jesús. Y, evidentemente,  quién era el Maestro.

Tercié con curiosidad-, ¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a Getsemaní?

El procurador volvió a sonreír maliciosamente. -Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones..., digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...

-Anás y ese carroñero que tiene por yerno, han hecho grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios... Te supongo enterado del descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de ese Jesús.  Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...

Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, Yo, discretamente, procuré unirme al jefe de los centuriones.

Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia tranquilidad, «no creía en la primera de las acusaciones».

-Sé de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me cuesta trabajo creer que seas un instigador político.

Jesús le observó con aire cansado.

-En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el tributo al César?

El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:

-Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.

El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó que tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los del César.

Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto con la mano, ordenándole que guardara silencio.

-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!

Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se recoge esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor sagrado  no  hace  siquiera  mención  de  su  presencia  en  dicho  diálogo.

Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:

-En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?

El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una débil sonrisa. Al hacerlo, una de las grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo reguerillo de sangre se precipitó entre los pelos de la barba.

-Pilato  -repuso  el  rabí-,  ¿haces  esa  pregunta por  ti  mismo o  la  has  recogido de  los acusadores?

El procurador abrió sus ojos indignado.

-¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han pedido tu pena de muerte...

Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus dientes de oro añadió:

-Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo que has hecho.  Por eso te preguntaré por segunda vez:

¿has dicho que eres el rey de los judíos y que intentas formar un nuevo reino?

El Galileo no se demoró en su respuesta:

-¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado para que no me entregaran a los judíos.

-Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos los hombres que mi reino es una dominación espiritual: La de la confraternidad de los hombres que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que para judíos.

Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir su sorpresa: -iPor consiguiente, tú eres rey!

-Sí -contestó el prisionero, mirando cara a cara al procurador-, soy un rey de este género y mi reino es la familia de los que creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para revelar a mi Padre a todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro que el amante de la verdad me oye.

El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y comentó para sí mismo:

-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?... ¿Quién la conoce?...

Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el interrogatorio.

Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus hombres que llevaran al Nazareno a la presencia de Caifás.

Cuando avanzábamos nuevamente por el corredor, Pilato se situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:

-Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé lo que predican:  «El hombre sabio es siempre un rey».

Después de aquel razonamiento, deduje que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al presentarse por segunda vez ante los judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.

Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono autoritario, sentenció:

-He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las acusaciones formuladas contra él. Por esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.

Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano de su espada. Pero el procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.

Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro escalones, increpó a Pilato con las siguientes frases:

-¡Este hombre incita al pueblo!... Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor de desórdenes y un malhechor. Si dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...

Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el desagradable tema, al menos temporalmente.


 El procurador se acercó entonces a su centurión- jefe, comunicándole:

 -Este hombre es un galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes... -¡Ah!, y en cuanto le haya interrogado, traedme sus conclusiones.



Fuente: CABALLO DE TROYA

martes, 24 de enero de 2017

JESÚS ANTE CAIFÁS

JUICIO A JESÚS DE NAZARET

Poco antes de las seis de la mañana, el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un caserón   muy   rústico,   situado   a   escasa   distancia   del   gran   rectángulo  del   Templo.

Aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor», formado única y exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y, en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial. Frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo, se hallaban dos escribas «judiciales».

Jesús,  siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus muñecas, fue obligado a situarse de cara a los jueces. En los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban alrededor de los 60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una honda impresión.  Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus cuchicheos. Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo. 



Aquellos «testigos» comenzaron a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de las leyes mosaicas que -según ellos- había cometido Jesús y su «grupo de desarrapados galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa.  El desfile de falsos testigos llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se revolvían nerviosos y violentos en sus asientos. El  Maestro,  que  en  esta  ocasión    había  levantado  su  rostro,  permanecía impasible, sobresaliendo sobre sus acusadores, no  sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte majestuoso.

 Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.

Este profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la multiplicación de los panes y peces. De acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo con sus actos. Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban...Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.

-Según el Levítico -argumentó otro de los hebreos-el reo adquirió impureza por contacto con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro...Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo.  La momentánea tensión entre los jueces se vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar».

-Aquel dato me hizo pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó hasta que aquél volvió a la vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos-.

La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -cada vez más descompuesto-  apremió a los siguientes testigos para que continuaran; pero las siguientes alegaciones no fueron más brillantes...Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al tribunal otro de los «delitos» de Jesús: «No haber comido el obligado cordero pascual...»

Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de testigos, aunque  en  ningún  momento llegó  a  testificar. (Las  normas de  aquellas gentes prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo.)
 La ley mosaica, establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo IV suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el  lugar donde no sea costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores, aludiendo a otra de las leyes judías, llegó a acusar al Nazareno de «homicidio frustrado».  Su endeble e irrisorio argumento, se basaba en otra norma que decretaba la culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase muerto.
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de los saduceos, el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala. Se trataba de Anás. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal, era en realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia de Parkinson.

Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos», ocupó el asiento ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de los jueces volvió a acomodarse y Caifás indicó a los testigos que prosiguieran. A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás conservaba  unos  ojos  de  rapaz  nocturna,  grandes  y  vertiginosos.  Nada  más  sentarse recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó. Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno, pareció olvidarse del Galileo.

Este hombre –proclamó el testigo- afirmó que destruiría el templo y que en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los  jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo suficientemente sólido.  Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al decisivo  gesto  del  rabí  cuando,  al  tiempo  que  pronunciaba  aquellas  proféticas  palabras, señalaba hacia su cuerpo con el dedo.

Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de acuerdo.
Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los sacerdotes jefes fue general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad. Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su rostro. Y el silencio se restableció poco a poco.
En esos momentos, Anás hizo una señal a su yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído.  Al terminar, ambos tenían los ojos fijos en Jesús.
Jesús seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había logrado alterar su ánimo. -¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el  resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus labios. Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente presa de un «tic» nervioso.

Lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de que hacía constante gala el Maestro.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo, anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo, era razón más que suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...» Y con voz premiosa y vacilante, dio lectura a los cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.

»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo sagrado y, además, puede destruirlo.

»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología. La prueba de que prometa edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»

Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz: la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con los falsos testigos. Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar. Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo, Jesús no movió un solo músculo. El  anciano,  visiblemente  contrariado,  se  dejó  caer  sobre  el  banco  y  aquel  denso  y amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.

En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!-

Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír su potente voz: 

“Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales”.

Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados de sangre, al igual que su cara y cuello.
Y fuera de sí, exclamó -¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué creen y cómo hemos de proceder con este violador?

La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie, vociferando a coro: -¡Merece la muerte...!  ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!-

La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás, demostraban que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras, volvió a encararse con el Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús, que hirieron el pómulo. Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los testigos.

El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando: «¡Muerte...! ¡Muerte...!»

Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación. Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.

Anás que permaneció sentado y en silencio, solicitó calma y  dirigiéndose al alterado Consejo, sugirió que se buscaran nuevas acusaciones; especialmente, cargos que pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Les dio a entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen rato discutieron acaloradamente. No deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:

Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los trabajos debían concluir antes del mediodía.

Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara Jerusalém, regresando a Cesárea.

Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron, abandonando la sala; pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá a partes iguales.

Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada; el joven discípulo volvió su cara, impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los rincones de la sala.

De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de aquel «juicio».  Eran las seis y media de la madrugada... Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret, iba a ser en realidad una nueva y grotesca caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las 24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30 escasos minutos.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan, muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior, tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.

 Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín central del edificio.

Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de muebles y  sin  ventilación alguna. Dos  de  los  domésticos del  Sanedrín sostenían sendas antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre las paredes o sentándose en el duro suelo. Cuando  apenas  habían transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea.
Después de un breve cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel policía.

Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas ojeadas al preso. Algo tramaban...En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin, se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación.
 Aquella señal fue tajante. Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez, echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta.
 En los ojos del Nazareno había una fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar. El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada. Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no tardaría en averiguarlo...Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.

En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza, hundiéndose en sus pensamientos.

Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y comenzó a interrogarle:

-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?

 Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.

-Conocemos a Judas, también a Simón el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!

El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.

-… Así que te niegas a responder.

Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió, abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de Jesús se tambaleó. Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez, tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del Nazareno, restregándola sobre la tela.

Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los ángulos de la sala. Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del Maestro.

De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...

-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el mando...?

Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.

En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.

El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus agresiones. Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua, sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser humano. Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos. Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que puso punto final a la tortura.

Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)

El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero. Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.

-¡Estúpidos!- intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es que pretendéis acabar con él...?

El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre la nuca del Nazareno.

Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.

Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia del  encontronazo  con  el  suelo.  Su  nariz,  aunque  con  algunos  hematomas,  no  parecía gravemente lastimada por  la  caída. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.

Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue recuperándose,  aunque  su  rostro  no  guardaba  semejanza  alguna  con  aquel  semblante majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín. La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la túnica. Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:

-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?

Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole. Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando en aquel juego despiadado.

Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe, el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:

-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!.

Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro, la sangre se me heló en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido reconocerle.  El  bastonazo  -supongo  que  el  primero-,  y  a  pesar  de  que  el  tejido  había «acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba. Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos. Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal.

 Y ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas. Hubo «algo» interno que me empujo a tomar semejante decisión...Los  policías  accedieron  un  tanto  aliviados,  pero  sugirieron  que  fuera  diligente  en  el «arreglo». El Consejo esperaba.
Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. En cuanto a la nariz, me dejo con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos huesos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo. Al palpar el área del cartílago nasal, el rabí retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel punto de su nariz multiplicó su dolor. Hubo un especial detalle que, con la debida reserva, me inclinó a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse hundidos.

(Entiendo, además, que la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado» bien pudo referirse a los huesos «largos).

En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia la salida.

El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el dolor  y  el  cansancio  después  de  aquella  paliza  habían  empezado  a  hacer  mella  en  su organismo.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo.

 Su aspecto, a pesar del rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir la sorpresa.
Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión.
 Para el ex sumo sacerdote, la acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces. Y con los ojos húmedos me explicó que, durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio, «aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: Ejecutar a Jesús».

Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de la sentencia, redactado por el propio Caifás. El sacerdote nunca leyó las acusaciones.
Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel «simulacro» de juicio, tres de los fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso»; Los sanedritas habían infringido, al menos, doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la pena capital.

Aunque se mostraron  conformes con  dar  muerte  al  rabí,  su  tradicional  sentido  de  la  «pureza»  les aconsejaba  según manifestaron públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad, «a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué había sido condenado».






Fuente: CABALLO DE TROYA