martes, 24 de enero de 2017

JESÚS ANTE ANÁS (EXSUMO SACERDOTE)

JUICIO A JESÚS DE NAZARET

 Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás, muy cerca de la Puerta de Sión.  El suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas. Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle, ordenó: Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...

A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el jefe de los levitas, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Judas el traidor, acababa de llegar a la casa de Anás; pero al ver a Jesús y a Juan, permaneció tras las altas rejas, y a los pocos minutos se alejó. En su rostro, duro e impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario tuve la sensación que durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.

Pedro se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. Juan se dirigió hacia la mujer que permanecía en la puerta haciendo  guardia, rogándole que dejara pasar a su amigo, señalando al apóstol Pedro. Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en un tono cordial, accedía a la petición del Zebedeo.

Mientras tanto el jefe de los levitas conducía al Nazareno acompañado de Juan  al interior de la mansión. Pedro al verme, me abrazó sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No acertaba a entender lo que estaba pasando y por qué Jesús se había dejado prender tan fácilmente. «Él, capaz de resucitar a los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha movido un sólo dedo para impedir que le capturasen... Y lo que es peor -añadía con una rabia sorda- es que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»

Al poco  inesperadamente, la guardesa -sin perder aquella constante y maliciosa sonrisa, increpando a Pedro le dijo:  -¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?-
Los  policías  se  volvieron  hacia  Simón Pedro con  gesto  amenazante,  y  este sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo; casi tartamudeando respondió: “No lo soy”...

Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada, mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro, cuando se aproximó al corrillo una segunda mujer. Se situó junto a la portera musitándole al oído, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano. Y al llegar junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole: ¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo...?

La inesperada exclamación de la hebrea asustó a los levitas y a Pedro. Y el discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha. ¡No conozco a ese hombre!- gritó con más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno de sus discípulos...!

Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases, que las arterias del cuello se hincharon y su rostro se tornó púrpura.  Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus labios. La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar en dirección a la puerta de la casa. Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.

Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Simón, a pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro.

¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!.

Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. 

Simón cometió un nuevo error. Irritado por los comentarios y risotadas de los guardias, intervino, intentando aclarar a los presentes, que el rabí de Galilea era tan grande, que si así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a los inocentes...

«Petajía» -un sacerdote del templo que había captado al instante el duro acento galileico del apóstol- se encaró con él, -Tú tienes que ser uno de los seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de hablar te traiciona... Hablas como un verdadero galileo.

Antes  de  que  Simón  pudiera reaccionar, uno  de  los  sicarios del  Sanedrín refrendó el descubrimiento de «Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido: Tú, además, -exclamó alarmado- estabas en el camino del Olivete... Yo vi cómo herías a mi pariente... (Malco). Aquello podía arrastrar al apóstol a un fulminante arresto, como culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote. Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que empezó a brotar de su boca; aquella obscena y agria retahíla de imprecaciones, en la que el descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir a su propia madre y a sus hijos, frenó los ímpetus de los policías. 
Cuando finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del Templo, abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada, aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario lo era mucho más...)

Cuando Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto, dio media vuelta y muy despacio,  procurando no levantar nuevas sospechas, se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin fuerzas y con el ánimo duramente castigado, fue a sentarse  en las escalinatas de mármol de la puerta.
Durante unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.

Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había consumado... sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
Al poco, Pedro -que había ido recuperando la normalidad- me miró fijamente, expresando una idea que aún me dejó más confuso: 

-¿Has observado Jasón, con qué habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles esclavos del Templo? Pedro, en mi opinión, no tenía una conciencia muy clara de que había traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y aterrorizado era la amenaza de un posible encarcelamiento.


pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga.  -Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus lideres me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo? Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Justo en esos momentos, cuando la claridad del nuevo día apuntaba ya por el este,  en el umbral de la puerta apareció el Maestro. Seguía atado; Junto a él Juan, el legionario y otros dos sirvientes de Anás.

Jesús levantó lentamente la cabeza girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a su derecha y a poco más de dos metros.  A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió; pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del ex sumo  sacerdote.

  Y  Pedro,  al  recoger  aquel  intenso  mensaje,  empezó  a  valorar  en profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el silencio del alba con un canto largo y estridente. Y el amigo del Maestro palideció.
Desde ese instante y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras luces de aquel viernes, 7 de abril.
El pescador no cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto, hasta que no escuchó el canto de los gallos de la ciudad; sólo entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso de su infidelidad.

Hubiera dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que a partir del canto de aquel gallo, el  apóstol ya no fue el  mismo.

La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén. El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento de Jesús, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia del rabí ante el exsumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la estratagema urdida entre Caifás y su suegro Anás, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa, terminaran de comparecer ante el sumo sacerdote.

José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel enojoso asunto.  Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos; pero la inesperada postura de Jesús de Nazaret abortó sus planes...

Anás conocía al Maestro desde hacía varios años. Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y enseñanzas de Jesús. 
»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.

Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando al Maestro con gran curiosidad. «Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes términos:

-Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz y el orden de nuestro país.

El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios. «Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le exigió: »-¡Dime los nombres de tus discípulos...!
«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo reptil.

Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza... Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una condición.

Anás le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de Palestina... Pero el Maestro no se inmutó siquiera. Aquel nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote y golpeando los brazos de la silla, le gritó a Jesús:

-¿No estimas que soy muy bondadoso contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder? Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio...Al rato le preguntó de nuevo:

-¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?

El Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:

-Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas? ¿Por qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas-.

Antes de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole: 

-¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?

-No vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos; simplemente, se puso frente al siervo y con la misma transparencia y docilidad con que se había dirigido a Anás le manifestó.

-Amigo mío, si he hablado mal, testifica contra mi; pero, si es verdad, ¿por qué me maltratas? 

-Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su siervo al Maestro; pero su orgullo es tal que no le hizo ninguna observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de la estancia.

Pasadas dos horas...Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús reanudó el interrogatorio:

-¿Te consideras el Mesías, libertador de Israel?

Jesús levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:

-Anás, me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada menos que el delegado de mi Padre.  He sido enviado para todos los hombres: Tanto gentiles como judíos.

Pero el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta:

-He oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?

El Maestro esperó un poco antes de contestar.

 -¡Tú lo has dicho!-

Entonces fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Anás ordenó que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y abandonamos la casa...

Fuente: CABALLO DE TROYA.

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