JUICIO A JESÚS DE NAZARET
Hacia
las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de
Anás, muy cerca de la Puerta de Sión. El
suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas. Pero
antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos
oírle, ordenó: Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten
sin el consentimiento de Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este
galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté permitido acompañarle en todo
momento. Observa bien cuanto suceda...
A
los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el jefe de los
levitas, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Judas el traidor, acababa
de llegar a la casa de Anás; pero al ver a Jesús y a Juan, permaneció tras las
altas rejas, y a los pocos minutos se alejó. En su rostro, duro e impasible, no
aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario tuve la sensación que
durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el
fondo, su venganza contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús
empezaba a fructificar.
Pedro
se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. Juan se dirigió hacia la mujer
que permanecía en la puerta haciendo
guardia, rogándole que dejara pasar a su amigo, señalando al apóstol
Pedro. Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear
siquiera y en un tono cordial, accedía a la petición del Zebedeo.
Mientras
tanto el jefe de los levitas conducía al Nazareno acompañado de Juan al interior de la mansión. Pedro al verme, me
abrazó sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No acertaba a entender
lo que estaba pasando y por qué Jesús se había dejado prender tan fácilmente.
«Él, capaz de resucitar a los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha
movido un sólo dedo para impedir que le capturasen... Y lo que es peor -añadía
con una rabia sorda- es que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad
de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»
Al
poco inesperadamente, la guardesa -sin
perder aquella constante y maliciosa sonrisa, increpando a Pedro le dijo: -¿No eres tú también uno de los discípulos de
este hombre?-
Los policías
se volvieron hacia
Simón Pedro con gesto amenazante,
y este sin poder dar crédito a lo
que estaba sucediendo; casi tartamudeando respondió: “No lo soy”...
Cuando
dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada,
mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto.
Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro, cuando se
aproximó al corrillo una segunda mujer. Se situó junto a la portera musitándole
al oído, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano. Y al llegar junto al apóstol
retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole: ¿No
eres tú uno de los fieles de ese galileo...?
La
inesperada exclamación de la hebrea asustó a los levitas y a Pedro. Y el
discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la
muchacha. ¡No conozco a ese hombre!- gritó con más fuerza que su inquisidora-
¡Y tampoco soy uno de sus discípulos...!
Pedro
había puesto tanta vehemencia en sus frases, que las arterias del cuello se
hincharon y su rostro se tornó púrpura.
Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus
órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura
izquierda de sus labios. La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta
retrocedió asustada, escapando del lugar en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista
clavada en el desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta,
separándose del fuego.
Creí
que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él.
Simón, a pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro.
¡Qué
poco y qué pobremente se ha escrito sobre la tortura interna de este primitivo
galileo, consciente de sus errores, dominado por el instinto de la supervivencia
y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!.
Apoyado
sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra
vez su cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos
cabezazos, secos y continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle
una cierta serenidad.
Simón
cometió un nuevo error. Irritado por los comentarios y risotadas de los
guardias, intervino, intentando aclarar a los presentes, que el rabí de Galilea
era tan grande, que si así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y
arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a los inocentes...
«Petajía»
-un sacerdote del templo que había captado al instante el duro acento galileico
del apóstol- se encaró con él, -Tú tienes que ser uno de los seguidores del
detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de hablar te traiciona... Hablas
como un verdadero galileo.
Antes de
que Simón pudiera reaccionar, uno de
los sicarios del Sanedrín refrendó el descubrimiento de
«Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado
inadvertido: Tú, además, -exclamó alarmado- estabas en el camino del Olivete...
Yo vi cómo herías a mi pariente... (Malco). Aquello
podía arrastrar al apóstol a un fulminante arresto, como culpable de agresión a
uno de los esbirros del sumo sacerdote. Pedro, de no haber sido por el torrente
de juramentos que empezó a brotar de su boca; aquella obscena y agria retahíla
de imprecaciones, en la que el descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir
a su propia madre y a sus hijos, frenó los ímpetus de los policías.
Cuando
finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del Templo,
abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada,
aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por
testigo al Templo era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario
lo era mucho más...)
Cuando
Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto, dio media vuelta y muy
despacio, procurando no levantar nuevas
sospechas, se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin fuerzas y con
el ánimo duramente castigado, fue a sentarse
en las escalinatas de mármol de la puerta.
Durante
unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había
enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su
evidente desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de
su cuerpo.
Eran
las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había consumado...
sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
Al
poco, Pedro -que había ido recuperando la normalidad- me miró fijamente,
expresando una idea que aún me dejó más confuso:
-¿Has observado Jasón, con qué
habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles esclavos del Templo?
Pedro, en mi opinión, no tenía una conciencia muy clara de que había
traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y aterrorizado era la
amenaza de un posible encarcelamiento.
pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que habían
comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la
carga. -Estoy segura de que eres uno de
los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus lideres me pidió que te
dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el Templo
con ese hombre... ¿A qué negarlo? Y por cuarta vez,
Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta
oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Justo en esos momentos,
cuando la claridad del nuevo día apuntaba ya por el este, en el umbral de la puerta apareció el
Maestro. Seguía atado; Junto a él Juan, el legionario y otros dos sirvientes de
Anás.
Jesús
levantó lentamente la cabeza girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a
su derecha y a poco más de dos metros. A
la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la mirada del Galileo se clavó
única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió; pero de sus
ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel
gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las
palabras sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi
tres horas en el patio del ex sumo
sacerdote.
Y
Pedro, al recoger
aquel intenso mensaje,
empezó a valorar
en profundidad la gravedad de su culpa.
En
esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le
empujó violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las
proximidades rasgó el silencio del alba con un canto largo y estridente. Y el
amigo del Maestro palideció.
Desde
ese instante y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las
primeras luces de aquel viernes, 7 de abril.
El
pescador no cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto,
hasta que no escuchó el canto de los gallos de la ciudad; sólo entonces recordó
la profecía del Maestro y asumió todo el peso de su infidelidad.
Hubiera
dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que a partir del canto de
aquel gallo, el apóstol ya no fue
el mismo.
La
comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén. El pelotón tiraba con prisas
del Maestro. Según
el testimonio de Juan, que no se apartó un momento de Jesús, Anás se tomó el encuentro
con el Galileo con una lentitud muy extraña. La
presencia del rabí ante el exsumo sacerdote carecía prácticamente de sentido,
de no haber sido por la estratagema urdida entre Caifás y su suegro Anás, a fin
de retenerle en un lugar seguro hasta que los saduceos, escribas y fariseos
comprometidos en la trampa, terminaran de comparecer ante el sumo sacerdote.
José
de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido
quedarse con Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan,
explicándome que el hábil suegro de Caifás tenía, desde un primer momento, la
secreta intención de liquidar allí mismo aquel enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento
e impulsivo de su yerno, no deseaba que la causa contra el Maestro cayera en
sus manos; pero la inesperada postura de Jesús de Nazaret abortó sus planes...
Anás
conocía al Maestro desde hacía varios años. Como todo el mundo en Israel,
también él había oído hablar de las señales, prodigios y enseñanzas de Jesús.
»Al
recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante
del optio y de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se
trataba de una orden del procurador. Como sabes, las relaciones de ese
corrompido sacerdote con los romanos son excelentes y, finalmente, tuvo que
resignarse.
Se
sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra,
observando al Maestro con gran curiosidad. «Después,
con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los
siguientes términos:
-Ya
sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando
la paz y el orden de nuestro país.
El
Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios. «Aquello
no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia
le exigió: »-¡Dime los nombres de tus discípulos...!
«Pero
el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los
del viejo reptil.
Te
juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro
de nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y
a pesar de estar amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera
grandeza... Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el
joven Zebedeo-, Anás cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba
dispuesto a olvidarlo todo, con una condición.
Anás
le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de Palestina... Pero el
Maestro no se inmutó siquiera. Aquel
nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote y golpeando los brazos de
la silla, le gritó a Jesús:
-¿No
estimas que soy muy bondadoso contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi
poder? Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio...Al rato
le preguntó de nuevo:
-¿Qué
intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?
El
Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran
firmeza:
-Muy
bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas
muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado.
No he dicho nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me
interrogas sobre mis enseñanzas? ¿Por
qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha
oído. Y tú también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas-.
Antes
de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia
el Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole:
-¿Cómo te atreves a
contestar así al sumo sacerdote?
-No
vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos; simplemente, se puso
frente al siervo y con la misma transparencia y docilidad con que se había
dirigido a Anás le manifestó.
-Amigo
mío, si he hablado mal, testifica contra mi; pero, si es verdad, ¿por qué me
maltratas?
-Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su
siervo al Maestro; pero su orgullo es tal que no le hizo ninguna observación.
Se limitó a levantarse de su asiento y salió de la estancia.
Pasadas
dos horas...Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús reanudó el
interrogatorio:
-¿Te
consideras el Mesías, libertador de Israel?
Jesús
levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:
-Anás,
me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada menos
que el delegado de mi Padre. He sido enviado para todos los hombres: Tanto
gentiles como judíos.
Pero
el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta:
-He
oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?
El
Maestro esperó un poco antes de contestar.
-¡Tú lo has dicho!-
Entonces
fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Anás ordenó que
condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y abandonamos la casa...
Fuente: CABALLO DE TROYA.
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