jueves, 26 de enero de 2017

JESÚS ANTE PONCIO PILATOS (PRIMERA PARTE)

JUICIO A JESÚS DE NAZARET

Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo, mientras se dirigían al cuartel general romano (donde se encontraba Poncio Pilatos, el Procurador).

Se adentraron en las calles de la ciudad alta, al cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo sacerdote.

En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi irreconocible. Judas Iscariote se unió también a la comitiva. 
Hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, del año 30, Poncio Pilato apareció con  sus oficiales y se detuvieron en la «terraza». Al llegar  la comitiva al  pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su religión les impedía dar un solo paso más. 


Poncio, con un gesto de disgusto avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó:

-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?

Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos respondió:

-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído...Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras.

El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad. El Maestro permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda.

Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños.

El procurador había sido previamente informado de la  sesión matinal del  Sanedrín, así como de las discrepancias surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones.

 Una de las sirvientas y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:

-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?

Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que no  esperaban  semejante  resistencia  por  parte  de  Poncio.  Y,  visiblemente  nerviosos, respondieron:

-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante ti: Para que ratifiques esta decisión.

Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía suponer.

-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano, señalando a Jesús con su mano derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito - recalcó Poncio con énfasis-, las acusaciones...

Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador que escuchase las «acusaciones que había solicitado».

Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos cuando estaba  a  punto de  entrar en  su  residencia. Cada vez  más irritado por la  tenaz insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.

El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:

-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra nación, con base a las siguientes acusaciones:

1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.

2.ª Por impedir el pago del tributo al César.

3.ª Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación   de un nuevo reino.

Dicho texto -que nada tenía que ver con lo discutido en el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal.

Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.

Pilato comprendió al  momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz de  desafiar  la  autoridad  del  sumo  pontífice,  ridiculizando  a  las  castas  sacerdotales. Sabía que  el  complot contra  el  Nazareno tenía  unas  raíces  pura  y estrictamente religiosas.

Sin proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño, que Poncio Pilato se inclinase, desde un principio, no en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano.

(Era sumamente  importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del representante del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio hacia la  suprema autoridad judía que hacerles morder el  polvo, poniendo en  libertad al prisionero.)

Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los escalones por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.

Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear al Galileo por lo que consideró una falta de respeto; pero el procurador le detuvo. Aunque su confusión y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el escenario más idóneo para interrogar al prisionero.
La sola presencia de los sanedritas podía suponer un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.
El galileo, el soldado que  lo custodiaba, Juan Zebedeo y algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.
Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.

-Dime, Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la escalinata frontal-, ¿conoces a este mago?... ¿Crees que puede resultar un «zelota»?

Y respondí a su pregunta con otra pregunta:

-Tengo entendido que tus hombres fueron anoche hasta una finca en Getsemaní  con el propósito de registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos guerrilleros?

El procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se remontaban a años atrás, especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo aquel mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos, en Cafarnaúm.

 Poco a poco, Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para saber si aquel grupo que encabezaba el rabí, era o no peligroso desde el único punto que podía interesarle: El de la rebelión contra Roma.

Poncio sabía sobre el carácter «místico y visionario» -según expresión propia- del movimiento que encabezaba Jesús. Y, evidentemente,  quién era el Maestro.

Tercié con curiosidad-, ¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a Getsemaní?

El procurador volvió a sonreír maliciosamente. -Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones..., digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...

-Anás y ese carroñero que tiene por yerno, han hecho grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios... Te supongo enterado del descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de ese Jesús.  Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...

Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, Yo, discretamente, procuré unirme al jefe de los centuriones.

Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia tranquilidad, «no creía en la primera de las acusaciones».

-Sé de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me cuesta trabajo creer que seas un instigador político.

Jesús le observó con aire cansado.

-En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el tributo al César?

El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:

-Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.

El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó que tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los del César.

Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto con la mano, ordenándole que guardara silencio.

-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!

Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se recoge esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor sagrado  no  hace  siquiera  mención  de  su  presencia  en  dicho  diálogo.

Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:

-En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?

El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una débil sonrisa. Al hacerlo, una de las grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo reguerillo de sangre se precipitó entre los pelos de la barba.

-Pilato  -repuso  el  rabí-,  ¿haces  esa  pregunta por  ti  mismo o  la  has  recogido de  los acusadores?

El procurador abrió sus ojos indignado.

-¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han pedido tu pena de muerte...

Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus dientes de oro añadió:

-Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo que has hecho.  Por eso te preguntaré por segunda vez:

¿has dicho que eres el rey de los judíos y que intentas formar un nuevo reino?

El Galileo no se demoró en su respuesta:

-¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado para que no me entregaran a los judíos.

-Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos los hombres que mi reino es una dominación espiritual: La de la confraternidad de los hombres que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que para judíos.

Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir su sorpresa: -iPor consiguiente, tú eres rey!

-Sí -contestó el prisionero, mirando cara a cara al procurador-, soy un rey de este género y mi reino es la familia de los que creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para revelar a mi Padre a todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro que el amante de la verdad me oye.

El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y comentó para sí mismo:

-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?... ¿Quién la conoce?...

Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el interrogatorio.

Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus hombres que llevaran al Nazareno a la presencia de Caifás.

Cuando avanzábamos nuevamente por el corredor, Pilato se situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:

-Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé lo que predican:  «El hombre sabio es siempre un rey».

Después de aquel razonamiento, deduje que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al presentarse por segunda vez ante los judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.

Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono autoritario, sentenció:

-He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las acusaciones formuladas contra él. Por esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.

Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano de su espada. Pero el procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.

Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro escalones, increpó a Pilato con las siguientes frases:

-¡Este hombre incita al pueblo!... Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor de desórdenes y un malhechor. Si dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...

Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el desagradable tema, al menos temporalmente.


 El procurador se acercó entonces a su centurión- jefe, comunicándole:

 -Este hombre es un galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes... -¡Ah!, y en cuanto le haya interrogado, traedme sus conclusiones.



Fuente: CABALLO DE TROYA

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