JUICIO A JESÚS DE NAZARET
Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo, mientras se dirigían al cuartel general romano (donde se encontraba Poncio Pilatos, el Procurador).
Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo, mientras se dirigían al cuartel general romano (donde se encontraba Poncio Pilatos, el Procurador).
Se adentraron en las calles de la ciudad alta, al cruzar
frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al
sumo sacerdote.
En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó
a reconocer a Jesús. Los hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían
deformado su rostro hasta hacerle casi irreconocible. Judas Iscariote se unió también a la comitiva.
Hacia las
ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, del año 30, Poncio Pilato
apareció con sus oficiales y se detuvieron
en la «terraza». Al llegar la comitiva al pie de la escalinata, los saduceos se
detuvieron, advirtiendo al procurador que su religión les impedía dar un solo
paso más.
Poncio, con un gesto de disgusto avanzó hasta situarse en el filo mismo
de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó:
-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este
hombre?
Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de
Caifás, uno de los saduceos respondió:
-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo
hubiéramos traído...Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a
descender las escaleras.
El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús,
observándole con curiosidad. El Maestro permanecía con la cabeza baja y las
manos atadas a la espalda.
Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno.
Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de
repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños.
El procurador había sido previamente informado de
la sesión matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias
surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones.
Una de las
sirvientas y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían
las enseñanzas de Jesús de Nazaret, habiendo informado al procurador de los
prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato
se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo con los hebreos,
diciéndoles:
-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por
qué no lleváis a este hombre para que sea juzgado de conformidad con vuestras
propias leyes?
Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de
agua fría sobre los sanedritas, que no
esperaban semejante resistencia
por parte de
Poncio. Y, visiblemente
nerviosos, respondieron:
-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y
este perturbador de nuestra nación merece la muerte por cuanto ha dicho y
hecho. Esta es la razón por la que venimos ante ti: Para que ratifiques esta
decisión.
Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público
reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia
de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había llenado de
satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía
suponer.
-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano,
señalando a Jesús con su mano derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le
interroguen hasta no recibir, por escrito - recalcó Poncio con énfasis-, las
acusaciones...
Sin embargo, el procurador había subestimado a los
sanedritas. Y cuando Pilato consideraba que el asunto había quedado zanjado,
suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno de los dos rollos que
portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador que
escuchase las «acusaciones que había solicitado».
Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más
remedio que detener sus pasos cuando estaba
a punto de entrar en
su residencia. Cada vez más irritado por la tenaz insistencia de Caifás y los saduceos,
se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.
El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne,
procedió a su lectura:
-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un
malhechor y un perturbador de nuestra nación, con base a las siguientes
acusaciones:
1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la
rebelión.
2.ª Por impedir el pago del tributo al César.
3.ª Por
considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo reino.
Dicho texto -que nada tenía que ver con lo discutido en
el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del Consejo
en su segunda entrada en la sala del Tribunal.
Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas
tres acusaciones, de forma que el procurador romano se viera inevitablemente
involucrado en el proceso.
Pilato comprendió al
momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes obedecía
únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido
capaz de desafiar la
autoridad del sumo
pontífice, ridiculizando a
las castas sacerdotales. Sabía que el
complot contra el Nazareno tenía unas
raíces pura y estrictamente religiosas.
Sin proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido
con aquel engaño, que Poncio Pilato se inclinase, desde un principio, no en
favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en contra de aquella
«ralea de mala madre», según palabras del propio romano.
(Era sumamente
importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los
sucesivos intentos del representante del emperador por liberar al Maestro. Nada
hubiera satisfecho más su desprecio hacia la
suprema autoridad judía que hacerles morder el polvo, poniendo en libertad al prisionero.)
Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio
a los jueces y descendiendo los escalones por segunda vez se abrió paso hasta
el Galileo. Una vez allí, ante la expectación general, preguntó al Maestro qué
tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.
Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó
el bastón de vid, dispuesto a golpear al Galileo por lo que consideró una falta
de respeto; pero el procurador le detuvo. Aunque su confusión y disgusto eran
cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el escenario más idóneo
para interrogar al prisionero.
La sola presencia de los sanedritas podía suponer un
freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión
dio las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.
El galileo, el soldado que lo custodiaba, Juan Zebedeo y algunos de los
domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.
Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto,
invitándome a que le acompañase.
-Dime, Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos
el «hall» en dirección a la escalinata frontal-, ¿conoces a este mago?...
¿Crees que puede resultar un «zelota»?
Y respondí a su pregunta con otra pregunta:
-Tengo entendido que tus hombres fueron anoche hasta una
finca en Getsemaní con el propósito de
registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos guerrilleros?
El procurador me confesó entonces que sus informes sobre
el tal Jesús de Nazaret se remontaban a años atrás, especialmente desde que uno
de sus centuriones le confesó cómo aquel mago había curado a uno de sus
sirvientes más queridos, en Cafarnaúm.
Poco a poco,
Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para
saber si aquel grupo que encabezaba el rabí, era o no peligroso desde el único
punto que podía interesarle: El de la rebelión contra Roma.
Poncio sabía sobre el carácter «místico y visionario»
-según expresión propia- del movimiento que encabezaba Jesús. Y,
evidentemente, quién era el Maestro.
Tercié con curiosidad-, ¿por qué accediste a enviar un
pelotón de soldados a Getsemaní?
El procurador volvió a sonreír maliciosamente. -Tú no
conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones..., digamos «comerciales», con
Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la procuraduría recibe
importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...
-Anás y ese carroñero que tiene por yerno, han hecho
grandes riquezas a expensas del pueblo y del tráfico de monedas y de animales
para los sacrificios... Te supongo enterado del descalabro sufrido por los
cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente a causa de
ese Jesús. Pues bien, mis
«intereses» en ese negocio me obligaban en parte a salvar las apariencias y
ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...
Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al
Nazareno a que se sentara en la silla. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, Yo, discretamente,
procuré unirme al jefe de los centuriones.
Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al
rabí que, para empezar y para su propia tranquilidad, «no creía en la primera
de las acusaciones».
-Sé de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me
cuesta trabajo creer que seas un instigador político.
Jesús le observó con aire cansado.
-En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado
alguna vez que no debe pagarse el tributo al César?
El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:
-Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.
El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y
Juan, atropelladamente, le explicó que tanto su Maestro como el resto del grupo
pagaban siempre los impuestos del Templo y los del César.
Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras
enseñanzas, Pilato hizo un gesto con la mano, ordenándole que guardara
silencio.
-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a
nadie de lo que has hablado conmigo!
Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito
por Juan muchos años más tarde se recoge esta parte de la entrevista del
procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor sagrado no
hace siquiera mención
de su presencia
en dicho diálogo.
Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:
-En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones,
dime, ¿eres tú el rey de los judíos?
El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue
mi impresión. Y el Maestro esbozó una débil sonrisa. Al hacerlo, una de las
grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo reguerillo de sangre
se precipitó entre los pelos de la barba.
-Pilato
-repuso el rabí-,
¿haces esa pregunta por
ti mismo o la has recogido de
los acusadores?
El procurador abrió sus ojos indignado.
-¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado
y los principales sacerdotes me han pedido tu pena de muerte...
Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus
dientes de oro añadió:
-Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de
descubrir por mí mismo qué es lo que has hecho. Por eso te
preguntaré por segunda vez:
¿has dicho que eres el rey de los judíos y que intentas
formar un nuevo reino?
El Galileo no se demoró en su respuesta:
-¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así
fuera, mis discípulos hubieran luchado para que no me entregaran a los judíos.
-Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos
los hombres que mi reino es una dominación espiritual: La de la confraternidad
de los hombres que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este
ofrecimiento es igual para gentiles que para judíos.
Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su
mano, exclamó sin poder reprimir su sorpresa: -iPor consiguiente, tú eres rey!
-Sí -contestó el prisionero, mirando cara a cara al
procurador-, soy un rey de este género y mi reino es la familia de los que
creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para revelar a mi Padre a
todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro que el
amante de la verdad me oye.
El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y
comentó para sí mismo:
-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?... ¿Quién la
conoce?...
Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis,
dando por concluido el interrogatorio.
Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio
abrió la puerta, ordenando a sus hombres que llevaran al Nazareno a la
presencia de Caifás.
Cuando avanzábamos nuevamente por el corredor, Pilato se
situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:
-Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé
lo que predican: «El hombre sabio
es siempre un rey».
Después de aquel razonamiento, deduje que el romano
estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al presentarse por segunda vez ante los
judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.
Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba
a la terraza y, adoptando un tono autoritario, sentenció:
-He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad
alguna. No le considero culpable de las acusaciones formuladas contra él. Por
esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.
Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al
instante, reaccionaron, gritando y haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó
a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano de su espada. Pero el
procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó
precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.
Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo
y ascendiendo tres o cuatro escalones, increpó a Pilato con las siguientes
frases:
-¡Este hombre incita al pueblo!... Empezó por Galilea y
ha continuado hasta Judea. Es autor de desórdenes y un malhechor. Si dejas
libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...
Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a
Pilato un motivo para esquivar el desagradable tema, al menos temporalmente.
El procurador se
acercó entonces a su centurión- jefe, comunicándole:
-Este hombre es un
galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes... -¡Ah!, y en cuanto le haya
interrogado, traedme sus conclusiones.
Fuente: CABALLO DE TROYA
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