jueves, 12 de enero de 2017

APREHENSIÓN DE JESÚS DE NAZARET



 Hacia las 22.30 horas de aquel jueves, 6 de abril del año 30, "LA ULTIMA CENA" había concluido.

  Se despidieron de la familia de los Marcos y emprendieron el camino de regreso al campamento.

Las mujeres y los cuarenta o cincuenta discípulos que aguardaban en el campamento recibieron al Maestro y a sus apóstoles con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría en venirse abajo. La causa, una vez más, fue Judas.
Al cerciorarse de que el Iscariote tampoco había hecho acto de presencia en Getsemaní, algunos de los hombres del Nazareno empezaron a sospechar que la alusión del Maestro durante la cena, sobre una inminente traición, tenía mucho que ver con el desaparecido. El desaliento cundió rápidamente. El Maestro  al ver el tenso ambiente que reinaba, llamando a sus hombres le dijo:
 "Amigos y hermanos. No me queda mucho tiempo para estar entre vosotros. Desearía  que nos aisláramos con el fin de pedirle a nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora  y seguir así la obra que, en su nombre, debemos realizar".

Los discípulos y los griegos le siguieron. Allí pidió que se arrodillaran a su alrededor. Jesús bañado por la luz de la luna, levantó los ojos hacia las estrellas y con su voz de trueno exclamó:



“!Padre, ha llegado mi hora!...Glorifica a tu Hijo para que el Hijo pueda glorificarte. Sé que me has dado plena autoridad sobre todas las criaturas vivientes de mi reino y daré la vida eterna a todos aquellos que, por la fe sean hijos de Dios. La vida Eterna es que mis criaturas te reconozcan como el único y verdadero Dios y Padre de todos. Que crean en aquel a quien has enviado a este mundo. Padre, te he exaltado en esta tierra y cumplido la obra que me encomendaste. Casi he terminado mi efusión sobre los hijos de nuestra propia creación. Solamente me resta sacrificar mi vida carnal. Ahora Padre, glorifícame con la Gloria que tenía antes de que este mundo existiera y recíbeme una vez más a tu derecha.
Te he puesto de manifiesto ante los hombres que has escogido en el mundo y que me has dado, son tuyos, como toda la vida entre tus manos. He vivido con ellos enseñándoles las normas de la vida, y ellos han creído.
 Estos hombres saben que todo lo que tengo proviene de ti y que la encarnación de mi vida está destinada a dar a conocer a mi Padre en el mundo. Les he revelado la verdad que me has dado y ellos -mis amigos y mis embajadores- han querido sinceramente recibir tu palabra. Les he dicho que soy descendiente tuyo, que me has enviado a esta tierra y que estoy dispuesto a volver hacia ti... Padre, ruego por todos estos hombres escogidos.

 Ruego por ellos, no como lo haría por el mundo, sino como hombres a los que he elegido para representarme después que haya vuelto junto a ti. Estos hombres son míos. Tú me los has dado. No puedo permanecer más tiempo en este mundo. Voy a volver a la obra que me has encargado. Es preciso que deje a estos compañeros tras de mí para que nos representen y representen nuestro reino entre los hombres. Padre, preserva su fidelidad mientras me preparo para abandonar esta vida encarnada.
 Ayúdales a estar unidos en espíritu como tú y yo lo estamos. Son mis amigos. «Durante mi estancia entre ellos podía velar y guiarles, pero ahora voy a partir. Padre, permanece junto a ellos hasta que podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y reconforte. Me has dado a doce hombres y he guardado a todos menos a uno, que no ha querido mantener su comunión con nosotros. Estos hombres son débiles y frágiles, pero sé que puedo contar con ellos. Los he probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que padecer mucho por mi culpa, deseo que estén ilusionados. «El mundo puede odiarles como me ha odiado a mí. Pero no pido que les retires del mundo; solamente que les libres del mal que existe en este mundo. Santifícales en la verdad. Tu palabra es la verdad. Lo mismo que me has enviado a este mundo, así voy a enviarles a ellos por el mundo.

 Por ellos he vivido entre los hombres y consagrado mi vida a tu servicio, con el fin de inspirarles para que se purifiquen en la verdad y en el amor que les he mostrado. Bien sé, Padre mío, que no necesito rogarte que veles por ellos después de mi marcha. Y también sé que les amas tanto como yo. Hago esto para que comprendan mejor que el Padre ama a los mortales lo mismo que el Hijo. Deseo demostrar fervientemente a mis hermanos terrestres la gloria que disfrutaba a tu lado antes de la creación de este mundo que se conoce tan poco... ¡Oh, Padre justo!, pero yo te conozco y te he dado a conocer a estos creyentes, que divulgarán tu nombre a otras generaciones.
 De momento les prometo que estarás cerca de ellos en el mundo, de la misma manera que has estado conmigo. 

Y levantando sus largos brazos hacia el cielo, concluyó:

 Yo soy el pan de la vida... Yo soy el agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo de todas las edades... Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la vida sin fin... Yo soy el buen pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy el Padre infinito de mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los sarmientos... Yo soy la esperanza de todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el puente vivo que une un mundo con otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...

 Tras unos minutos de silencio, el Galileo pidió a sus hombres que se alzaran y -uno por uno fue abrazándoles.
A partir de aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual buen humor del rabí desapareció. Y con palabras entrecortadas por una profunda emoción, el Maestro rogó a sus discípulos que se retirasen a dormir; pero antes, y mientras el Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a Pedro que «permanecieran un poco más con él», Simón el Zelotes se dirigió con gran sigilo hacia uno de los laterales de la tienda de los hombres, abriendo un gran fardo. ¡Eran espadas!. Los ocho apóstoles restantes acudieron a la llamada del Zelotes y se enfundaron las armas. Todos menos uno: Bartolomé. Este, rechazando el equipo de combate, exclamó: -Hermanos míos, el Maestro nos ha dicho muchas veces que su reino no es de este mundo y que sus discípulos no deben combatir con la espada para establecerlo.  A mi juicio, creo y pienso que el Maestro no precisa que empleemos las armas para defenderlo. Todos hemos sido testigos de su poder y sabemos que puede defenderse de sus enemigos si lo desea. Si no quiere resistir es porque esta línea de conducta representa su intento por cumplir la voluntad de su Padre. Por mi parte rezaré, pero no sacaré mi espada. Al escuchar a Bartolomé, Andrés devolvió su espada. En total eran nueve los apóstoles que ceñían un arma en aquellos momentos. Todos menos Bartolomé, Andrés y Juan.

 Agotados, los apóstoles y discípulos se retiraron, estableciendo un riguroso turno de vigilancia, consistente en dos hombres armados a las puertas del campamento. Por lo que pude deducir, el grupo estaba persuadido de que la detención del Maestro por parte de los jefes de los sacerdotes no se llevaría a cabo hasta la mañana siguiente. Y se durmieron con la intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo peor. Juan, Pedro y Santiago se habían sentado en torno a la hoguera y esperaban a Jesús.
Este había llamado a David Zebedeo, pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal Jacobo, que había desempeñado la función de «correo» nocturno entre Jerusalén y Beth-Saida. Y el Nazareno le dijo: -Vete enseguida a casa de Abner, en Filadelfia, y dile lo siguiente:

 "El Maestro te envía sus deseos de paz. Dile también que ha llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y que seré muerto... -El emisario palideció, pero Jesús prosiguió sin inmutarse- Dile igualmente que resucitaré de entre los muertos y que me apareceré a él antes de regresar junto a mi Padre. Entonces le daré instrucciones sobre el momento en que el nuevo instructor vendrá a morar en vuestros corazones".

Jesús rogó entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez satisfecho, le despidió con estas palabras: -No temas. Esta noche, un mensajero invisible correrá a tu lado-. 

Jesús se dirigió luego a los griegos que acampaban junto a la cuba de piedra de la almazara y se despidió de ellos. Yo permanecí sentado muy cerca de Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus esfuerzos, comenzaron a bajar los párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó hasta la fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el interior del olivar, David le retuvo unos instantes. Con la voz trémula y los ojos húmedos acertó al fin a decirle:

 -Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar para ti. Mis hermanos son tus apóstoles, pero me alegro de haberte servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo corazón tu partida... Las lágrimas terminaron por rodar por sus curtidas mejillas, y  el Galileo, sin poder contener su amor hacia aquel hombre prudente y eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole: 

-"David, hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu propio corazón el que ha respondido y servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi lado en el reino eterno".

Y antes de separarse definitivamente del Maestro, David le confesó que había dado órdenes para que su madre y su familia se trasladasen a Jerusalén.  El Nazareno le miró y respondió: -David, que así sea. Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban al pie del olivar, se perdió en la oscuridad de la noche. La gran tragedia estaba a punto de comenzar...

Los discípulos se habían sentado en tierra, acomodándose con sus mantos a poco más de treinta pasos del punto donde permanecía el Nazareno en pie y con la cabeza baja, casi clavada sobre el pecho.  De repente un misterioso «visitante».  Un objeto volante  se  había  inmovilizado  y  así permaneció durante un buen rato.

Aún  no  me  había  recuperado de  la  sorpresa producida por  la  aproximación de  aquel misterioso objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra. Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto que cubría sus hombros y pecho. Después, muy lentamente fue elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El viento había empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro exclamó con voz apagada y suplicante: “ABBA!”…”ABBA!”



-¡Abbá! -murmuró de nuevo-. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he hecho... Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero desearía saber si es tu voluntad que beba esta copa...Dame la seguridad de que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en vida.

Sus manos, abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro -tenuemente iluminado por la Luna- no se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna señal.

Mientras tanto, el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi cómo se incorporaban parcialmente. Al poco, Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves minutos, terminando por recostarse nuevamente.

Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse. Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e inmóvil. Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso silencio y sin levantar el rostro.

Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente, todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.

El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los estremecimientos se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló materialmente por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente. 
-¡Abbá!... ¡Abbá!...

 Aquélla fue la única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un grito contenido de angustia y terror. Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando sus manos y rostro. Al verle quedé petrificado... Toda su cara, frente, cuello, así como las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina película inicial de sudor se había convertido en sangre...inundado también sus cabellos.

Desde el  cuero  cabelludo, unas  gruesas gotas  sanguinolentas fueron resbalando sobre aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos y rodando después por las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos en las comisuras de la boca, convirtiéndose después en hilos de sangre que caían aparatosamente sobre los haces musculares del cuello. En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios destellos de su pelo. La sangre había inundado también sus cabellos.

   Aquel  sudor  sanguinolento  o «hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había podido apreciar- se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que  le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas,  que forzaron la ruptura de los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
Las convulsiones cesaron y también el flujo de sangre. Jesús levantó de nuevo los ojos hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, dijo:

-"Padre..., muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo..."

De pronto, por mi izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz que se desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente horizontal al suelo. Estaba atónito. En décimas de segundo, la «luz» efectuó una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros sobre el calvero. Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa -de más de cincuenta metros de  diámetro- hacía estacionario sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del «disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas...en el instante mismo que el «cilindro» de luz blanca tocó el calvero, una figura humana surgió sobre la laja de piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que Jesús. Posiblemente alcanzase poco mas de dos metros. Tenía un cabello blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Su indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho más ajustado y de un brillo intensamente metalizado.

Aunque el silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser, dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de rodillas...Al cabo de cuatro a cinco minutos aproximadamente, la figura de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron instantáneamente. No hubo -o, al menos, yo no pude apreciarlo- elevación de aquel ser hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o desaparecer por el olivar... Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz» experimentó unos suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo), el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose en el infinito.

 Por un instante pensé que todo había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la película sanguinolenta y los reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido! Su semblante, todavía pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del reciente fenómeno de «hematohidrosis».

El  Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió. Después, con paso firme, se incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la súbita presencia de aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista- «y el ángel le reconfortó»- no podía ser más apropiada.

El Nazareno debió encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con ellos,  volvió  sobre  sus  pasos,  arrodillándose por  tercera  vez  al  borde  de  la  piedra.  Era asombroso. Ninguno de los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido. Probablemente, se hallaban dormidos.
Una vez allí, ya con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija en lo alto:

-Padre, ves a mis apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el espíritu está presto, pero la carne es débil...

Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos, dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:

-Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad y no la mía...

Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el Maestro después de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.  Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco después, los cuatro se internaban en el olivar, de regreso al campamento.

Cuando,  al  fin,  nos  asomamos al  campamento, todo  seguía  más  o  menos  igual.  Los discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de suceder a pocos metros de las carpas. Coincidiendo con nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban también en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien les señaló el lugar donde montaba guardia. El Maestro, entre tanto, había aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a dormir. Pero los apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos sueños que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación, interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se dirigían hacia allí.

 Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino, ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles, interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.

Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó. Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo...

En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado el mensajero del Zebedeo.

El Maestro se había sentado sobre un murete de piedra y de cara a la dirección que traía el cada vez más cercano y oscilante enjambre de luces amarillentas.

No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento de la zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo de que su encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabia que muchos de los discípulos y de los griegos disponían dé armas y probablemente quiso evitar el más que seguro riesgo de un choque armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía haber en aquellos momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que cualquiera de ellos -Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para provocar un sangriento combate.

Era la una y quince minutos de la madrugada. De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera, siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del camino. El presuroso caminante -a quien en un primer momento no acerté a identificar- descubrió enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al momento.  Pero,  tras  unos  segundos  de  indecisión,  prosiguió  su  avance,  esta  vez  sin demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el pelotón que portaba las antorchas. El número de individuos rebasaba el medio centenar.

Conforme fueron acercándose pude distinguir, alrededor de treinta soldados romanos armados con  espadas, algunas lanzas y  escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas, diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.

  
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido despertados.

Jesús -en medio- seguía pendiente de aquel hombre que se había destacado de la turba procedente de la ciudad santa. Cuando faltaban apenas unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la luna hizo resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!

Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:

- ¿Qué buscas aquí?


El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada (situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego, respondió:

-¡A Jesús de Nazaret!

El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:

-Soy yo...

Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando una serie de grotescas caídas. Rodaron por el suelo como consecuencia de un movimiento mal calculado. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.

Judas se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente de Jesús, al tiempo que le decía:

-¡Salud, Maestro e Instructor!


Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió: 
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre con un beso?

Antes  de  que  Judas  pudiera  reaccionar,  el  Maestro  se  zafó  del  abrazo  del  traidor, encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de la tropa.

-¿Qué buscan?

-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.

-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a seguirte...

El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda. Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del responsable del prendimiento.

Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en alto- cayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.

Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad recriminó su acción:
-¡Pedro, envaina tu espada...! Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.
¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las manos de los hombres?

Los discípulos -y especialmente Pedro- quedaron aturdidos. No entendían las palabras del Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.

Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor, cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el hombro. El galileo había detenido la copiosa hemorragia y «congelado» prácticamente el dolor de aquel desdichado.

La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella humillación, se dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler cualquier otro ataque, contemplaban la escena:

-¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he estado con vosotros en el templo, educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que hicierais nada para detenerme...

Pero nadie respondió.

Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla no reaccionó a tiempo y Pedro y sus compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas contra los romanos.

El Maestro, fuertemente escoltado, a la cabeza del cortejo marchaban los dos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el tropel de levitas y siervos del Sanedrín.

Eran las dos menos diez de la madrugada...
  
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a la altura del Maestro.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo. El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que prendieran y ataran también a  Juan.
Arsenius intervino de nuevo. Se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:
-¡Que nadie ponga sus manos sobre él...! La ley romana concede a todos los prisioneros el privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este galileo permanezca al lado del reo.

 Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás, muy cerca de la Puerta de Sión.  El suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas. Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle, ordenó: Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...continúa




 Fuente: Caballo de Troya

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