Hacia las 22.30 horas de aquel jueves, 6 de
abril del año 30, "LA ULTIMA CENA" había concluido.
Se despidieron de la familia de los Marcos y
emprendieron el camino de regreso al campamento.
Las mujeres y los
cuarenta o cincuenta discípulos que aguardaban en el campamento recibieron al
Maestro y a sus apóstoles con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría
en venirse abajo. La causa, una vez más, fue Judas.
Al cerciorarse de
que el Iscariote tampoco había hecho acto de presencia en Getsemaní, algunos de
los hombres del Nazareno empezaron a sospechar que la alusión del Maestro
durante la cena, sobre una inminente traición, tenía mucho que ver con el
desaparecido. El desaliento cundió rápidamente. El Maestro al ver el tenso ambiente que reinaba,
llamando a sus hombres le dijo:
"Amigos y
hermanos. No me queda mucho tiempo para estar entre vosotros. Desearía que nos aisláramos con el fin de pedirle a
nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora y seguir así la obra que, en su nombre,
debemos realizar".
Los discípulos y
los griegos le siguieron. Allí pidió que se arrodillaran a su alrededor. Jesús
bañado por la luz de la luna, levantó los ojos hacia las estrellas y con su voz
de trueno exclamó:
“!Padre, ha
llegado mi hora!...Glorifica a tu Hijo para que el Hijo pueda glorificarte. Sé
que me has dado plena autoridad sobre todas las criaturas vivientes de mi reino
y daré la vida eterna a todos aquellos que, por la fe sean hijos de Dios. La
vida Eterna es que mis criaturas te reconozcan como el único y verdadero Dios y
Padre de todos. Que crean en aquel a quien has enviado a este mundo. Padre, te
he exaltado en esta tierra y cumplido la obra que me encomendaste. Casi he
terminado mi efusión sobre los hijos de nuestra propia creación. Solamente me
resta sacrificar mi vida carnal. Ahora Padre, glorifícame con la Gloria que
tenía antes de que este mundo existiera y recíbeme una vez más a tu derecha.
Te he puesto de
manifiesto ante los hombres que has escogido en el mundo y que me has dado, son
tuyos, como toda la vida entre tus manos. He vivido con ellos enseñándoles las
normas de la vida, y ellos han creído.
Estos hombres saben que todo lo que tengo
proviene de ti y que la encarnación de mi vida está destinada a dar a conocer a
mi Padre en el mundo. Les he revelado la verdad que me has dado y ellos -mis
amigos y mis embajadores- han querido sinceramente recibir tu palabra. Les he
dicho que soy descendiente tuyo, que me has enviado a esta tierra y que estoy
dispuesto a volver hacia ti... Padre, ruego por todos estos hombres escogidos.
Ruego por ellos, no como lo haría por el
mundo, sino como hombres a los que he elegido para representarme después que
haya vuelto junto a ti. Estos hombres son míos. Tú me los has dado. No puedo
permanecer más tiempo en este mundo. Voy a volver a la obra que me has
encargado. Es preciso que deje a estos compañeros tras de mí para que nos
representen y representen nuestro reino entre los hombres. Padre, preserva su
fidelidad mientras me preparo para abandonar esta vida encarnada.
Ayúdales a estar unidos en espíritu como tú y
yo lo estamos. Son mis amigos. «Durante mi estancia entre ellos podía velar y
guiarles, pero ahora voy a partir. Padre, permanece junto a ellos hasta que
podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y reconforte. Me has dado a
doce hombres y he guardado a todos menos a uno, que no ha querido mantener su
comunión con nosotros. Estos hombres son débiles y frágiles, pero sé que puedo
contar con ellos. Los he probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que
padecer mucho por mi culpa, deseo que estén ilusionados. «El mundo puede
odiarles como me ha odiado a mí. Pero no pido que les retires del mundo;
solamente que les libres del mal que existe en este mundo. Santifícales en la
verdad. Tu palabra es la verdad. Lo mismo que me has enviado a este mundo, así
voy a enviarles a ellos por el mundo.
Por ellos he vivido entre los hombres y
consagrado mi vida a tu servicio, con el fin de inspirarles para que se
purifiquen en la verdad y en el amor que les he mostrado. Bien sé, Padre mío,
que no necesito rogarte que veles por ellos después de mi marcha. Y también sé
que les amas tanto como yo. Hago esto para que comprendan mejor que el Padre
ama a los mortales lo mismo que el Hijo. Deseo demostrar fervientemente a mis
hermanos terrestres la gloria que disfrutaba a tu lado antes de la creación de
este mundo que se conoce tan poco... ¡Oh, Padre justo!, pero yo te conozco y te
he dado a conocer a estos creyentes, que divulgarán tu nombre a otras
generaciones.
De momento les prometo que estarás cerca de
ellos en el mundo, de la misma manera que has estado conmigo.
Y levantando sus largos brazos hacia el cielo, concluyó:
Yo soy el pan de la vida... Yo soy el agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo de todas las edades... Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la vida sin fin... Yo soy el buen pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy el Padre infinito de mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los sarmientos... Yo soy la esperanza de todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el puente vivo que une un mundo con otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...
Y levantando sus largos brazos hacia el cielo, concluyó:
Yo soy el pan de la vida... Yo soy el agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo de todas las edades... Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la vida sin fin... Yo soy el buen pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la resurrección y la vida... Yo soy el secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la vida... Yo soy el Padre infinito de mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los sarmientos... Yo soy la esperanza de todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el puente vivo que une un mundo con otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...
Tras unos minutos de silencio, el Galileo
pidió a sus hombres que se alzaran y -uno por uno fue abrazándoles.
A partir de
aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual buen humor del rabí
desapareció. Y con palabras entrecortadas por una profunda emoción, el Maestro
rogó a sus discípulos que se retirasen a dormir; pero antes, y mientras el
Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a Pedro que «permanecieran un poco más con
él», Simón el Zelotes se dirigió con gran sigilo hacia uno de los laterales de
la tienda de los hombres, abriendo un gran fardo. ¡Eran espadas!. Los ocho
apóstoles restantes acudieron a la llamada del Zelotes y se enfundaron las armas.
Todos menos uno: Bartolomé. Este, rechazando el equipo de combate, exclamó:
-Hermanos míos, el Maestro nos ha dicho muchas veces que su reino no es de este
mundo y que sus discípulos no deben combatir con la espada para establecerlo. A mi juicio, creo y pienso que el Maestro no
precisa que empleemos las armas para defenderlo. Todos hemos sido testigos de
su poder y sabemos que puede defenderse de sus enemigos si lo desea. Si no
quiere resistir es porque esta línea de conducta representa su intento por
cumplir la voluntad de su Padre. Por mi parte rezaré, pero no sacaré mi espada.
Al escuchar a Bartolomé, Andrés devolvió su espada. En total eran nueve los
apóstoles que ceñían un arma en aquellos momentos. Todos menos Bartolomé,
Andrés y Juan.
Agotados, los apóstoles y discípulos se
retiraron, estableciendo un riguroso turno de vigilancia, consistente en dos
hombres armados a las puertas del campamento. Por lo que pude deducir, el grupo
estaba persuadido de que la detención del Maestro por parte de los jefes de los
sacerdotes no se llevaría a cabo hasta la mañana siguiente. Y se durmieron con
la intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo peor. Juan, Pedro y
Santiago se habían sentado en torno a la hoguera y esperaban a Jesús.
Este había llamado
a David Zebedeo, pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal
Jacobo, que había desempeñado la función de «correo» nocturno entre Jerusalén y
Beth-Saida. Y el Nazareno le dijo: -Vete enseguida a casa de Abner, en
Filadelfia, y dile lo siguiente:
"El Maestro te envía sus deseos de paz.
Dile también que ha llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y que
seré muerto... -El emisario palideció, pero Jesús prosiguió sin inmutarse- Dile
igualmente que resucitaré de entre los muertos y que me apareceré a él antes de
regresar junto a mi Padre. Entonces le daré instrucciones sobre el momento en
que el nuevo instructor vendrá a morar en vuestros corazones".
Jesús rogó entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez
satisfecho, le despidió con estas palabras: -No temas. Esta noche, un mensajero
invisible correrá a tu lado-.
Jesús se dirigió luego a los griegos que acampaban junto a la cuba de
piedra de la almazara y se despidió de ellos. Yo permanecí sentado muy cerca de
Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus esfuerzos, comenzaron a
bajar los párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó hasta la
fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el interior del
olivar, David le retuvo unos instantes. Con la voz trémula y los ojos húmedos
acertó al fin a decirle:
-Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar
para ti. Mis hermanos son tus apóstoles, pero me alegro de haberte servido en
las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo corazón tu partida... Las lágrimas
terminaron por rodar por sus curtidas mejillas, y el Galileo, sin poder contener su amor hacia
aquel hombre prudente y eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole:
-"David,
hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu
propio corazón el que ha respondido y servido con devoción. Tú también vendrás
un día a servir a mi lado en el reino eterno".
Y antes de
separarse definitivamente del Maestro, David le confesó que había dado órdenes
para que su madre y su familia se trasladasen a Jerusalén. El Nazareno le miró y
respondió: -David, que así sea. Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban
al pie del olivar, se perdió en la oscuridad de la noche. La gran tragedia
estaba a punto de comenzar...
Los discípulos se
habían sentado en tierra, acomodándose con sus mantos a poco más de treinta
pasos del punto donde permanecía el Nazareno en pie y con la cabeza baja, casi
clavada sobre el pecho. De repente un
misterioso «visitante». Un objeto
volante se había
inmovilizado y así permaneció durante un buen rato.
Aún no
me había recuperado de
la sorpresa producida por la
aproximación de aquel misterioso
objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en
tierra. Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los
pliegues del manto que cubría sus hombros y pecho. Después, muy lentamente fue
elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El viento había
empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro
exclamó con voz apagada y suplicante: “ABBA!”…”ABBA!”
-¡Abbá! -murmuró
de nuevo-. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he hecho...
Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero
desearía saber si es tu voluntad que beba esta copa...Dame la seguridad de que
con mi muerte te satisfago como lo he hecho en vida.
Sus manos,
abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro
-tenuemente iluminado por la Luna- no se movió. Y sin saber por qué, yo también
miré hacia la legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna
señal.
Mientras tanto,
el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los
discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé
cómo se inclinaba sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos
que yacían se despertaron y vi cómo se incorporaban parcialmente. Al poco,
Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves
minutos, terminando por recostarse nuevamente.
Conforme fue
aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos eran
indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse. Nada más llegar junto a la
laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se había desmayado.
Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e inmóvil.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien
kilos, así fue incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza
hundida, el Galileo terminó por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un
buen rato, de rodillas, en un angustioso silencio y sin levantar el rostro.
Jesús levantó el
rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus pómulos
y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una
mezcla de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y,
casi inmediatamente, todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones
cortas. Muy rápidas y casi imperceptibles. Como si un viento helado estuviera
azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó
sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los costados,
como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su
frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los estremecimientos
se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló materialmente
por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente.
-¡Abbá!...
¡Abbá!...
Aquélla fue la
única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un grito
contenido de angustia y terror. Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un
arranque, el Maestro se echó atrás, elevando sus manos y rostro. Al verle quedé
petrificado... Toda su cara, frente, cuello, así como las palmas de las manos,
habían enrojecido. La fina película inicial de sudor se había convertido en
sangre...inundado también sus cabellos.
Desde el cuero
cabelludo, unas gruesas
gotas sanguinolentas fueron resbalando
sobre aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos
y rodando después por las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba.
Algunos goterones permanecían segundos en las comisuras de la boca,
convirtiéndose después en hilos de sangre que caían aparatosamente sobre los
haces musculares del cuello. En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un
poco su cabeza y la luna arrancó varios destellos de su pelo. La sangre había inundado
también sus cabellos.
Aquel
sudor sanguinolento o «hematohidrosis» había sido provocado por
un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había podido apreciar- se vio
sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una explosiva mezcla
de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas
que le aguardaban. Esta violenta tensión
emocional, según los especialistas, había conducido a la liberación de
determinados «elementos» existentes en el páncreas, que forzaron la ruptura de los capilares,
encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la
sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
Las convulsiones
cesaron y también el flujo de sangre. Jesús levantó de nuevo los ojos hacia el firmamento
y, con una voz algo más serena, dijo:
-"Padre..., muy
bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he
venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es
tu deseo..."
De pronto, por mi
izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz que se
desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra
posición y con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente
horizontal al suelo. Estaba atónito. En décimas de segundo, la «luz» efectuó
una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros sobre el
calvero. Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa -de más de cincuenta
metros de diámetro- hacía estacionario
sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del
«disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio
aproximado de cinco o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no
parecía alarmado. Y siguió de rodillas...en el instante mismo que el «cilindro»
de luz blanca tocó el calvero, una figura humana surgió sobre la laja de
piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. la figura de aquel ser. Era muy
alto. Mucho más que Jesús. Posiblemente alcanzase poco mas de dos metros. Tenía
un cabello blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Su
indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un
buzo mucho más ajustado y de un brillo intensamente metalizado.
Aunque el
silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo
conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de
aquel ser, dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de
rodillas...Al cabo de cuatro a cinco minutos aproximadamente, la figura de
aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron instantáneamente. No hubo
-o, al menos, yo no pude apreciarlo- elevación de aquel ser hacia el disco
luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o desaparecer por el olivar...
Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz» experimentó unos
suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio
vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar
dicho pestañeo), el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose
en el infinito.
Por un instante
pensé que todo había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el
Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la película sanguinolenta y los reguerillos
que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido! Su semblante, todavía
pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del reciente
fenómeno de «hematohidrosis».
El Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente
su vista hacia los cielos y sonrió. Después, con paso firme, se incorporó,
dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la súbita presencia de
aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido
decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista- «y
el ángel le reconfortó»- no podía ser más apropiada.
El Nazareno debió
encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con
ellos, volvió sobre
sus pasos, arrodillándose por tercera
vez al borde de la
piedra. Era asombroso. Ninguno de
los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido. Probablemente, se
hallaban dormidos.
Una vez allí, ya
con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija
en lo alto:
-Padre, ves a mis
apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el
espíritu está presto, pero la carne es débil...
Jesús guardó
silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos,
dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:
-Y ahora, Padre
mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad y
no la mía...
Debían ser casi
la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el Maestro después
de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez,
acudiendo al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo
un profundo sueño. Pero, en esta
ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco
después, los cuatro se internaban en el olivar, de regreso al campamento.
Cuando, al
fin, nos asomamos al
campamento, todo seguía más
o menos igual.
Los discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a
cuanto acababa de suceder a pocos metros de las carpas. Coincidiendo con
nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban también
en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos
quien les señaló el lugar donde montaba guardia. El Maestro, entre tanto, había
aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a dormir. Pero los
apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos sueños
que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos
ante la súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin
poder resistir la tentación, interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el
hombre, acorralado por las preguntas de Simón, terminó por declararle que una
partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se dirigían hacia allí.
Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las
tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su
camino, ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan
rotunda que los discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que
acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada
irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los
tres apóstoles, interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su
habitual calma, les rogó que se tranquilizaran y
que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes
se movió de donde estaba.
El Nazareno
comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se
alejó del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.
Aquella
inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me
desconcertó. Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el
llamado prendimiento debería llevarse a cabo en el referido huerto. Sin
embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo...
En ese momento, y
justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento de un
nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se
dirigía hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de
los que había hablado el mensajero del Zebedeo.
El Maestro se había sentado sobre un murete de piedra y de cara a la
dirección que traía el cada vez más cercano y oscilante enjambre de luces
amarillentas.
No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento
de la zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo
de que su encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los
discípulos. El sabia que muchos de los discípulos y de los griegos disponían dé
armas y probablemente quiso evitar el más que seguro riesgo de un choque
armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía haber en aquellos
momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que cualquiera de
ellos -Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para
provocar un sangriento combate.
Era la una y quince minutos de la madrugada. De pronto, y cuando el
racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara sobre la
que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la
carrera, siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en
pie, saliendo al centro del camino. El presuroso caminante -a quien en un
primer momento no acerté a identificar- descubrió enseguida la alta figura del
Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La inesperada presencia del
Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al momento. Pero,
tras unos segundos
de indecisión, prosiguió
su avance, esta
vez sin demasiadas prisas. El
misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos
treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió
en escena el pelotón que portaba las antorchas. El número de individuos
rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude distinguir, alrededor de treinta
soldados romanos armados con espadas,
algunas lanzas y escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40
o 50 levitas o policías del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas
con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras
antorchas, diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero
zigzagueaban a gran velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la
dirección que traían supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío
volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos bandos llegaban a enfrentarse quién
sabe lo que podía ocurrir.
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se
detuvo, los seguidores de Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron
bastante más cerca del Maestro. Quizá a veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él,
Juan, Santiago y una veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la
vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni tampoco al resto de los apóstoles y
discípulos. Aquello significaba que no habían sido despertados.
Jesús -en medio- seguía pendiente de aquel hombre que se había
destacado de la turba procedente de la ciudad santa. Cuando faltaban apenas
unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la luna hizo
resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!
Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al
llegar a su altura, se desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando
al traidor. El Iscariote, perplejo, se revolvió al momento. El Maestro había continuado
en dirección a la soldadesca, deteniendo sus pasos a pocos metros del grupo. Y
desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
- ¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas
rojas y su espada (situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se
adelantó a su vez y, en griego, respondió:
-¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran
solemnidad exclamó:
-Soy yo...
Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los
cinco o seis legionarios que ocupaban la primera línea retrocedieron
bruscamente. Este súbito movimiento hizo que algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente
detrás, provocando una serie de grotescas caídas. Rodaron por el suelo como
consecuencia de un movimiento mal calculado. El oficial, indignado, retrocedió
hasta el grupo de cabeza y comenzó a golpear a los torpes y vacilantes soldados
con el bastón que llevaba en su mano derecha.
Judas se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente
-de forma que todos pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus
sandalias, estampando un beso en la frente de Jesús, al tiempo que le decía:
-¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres
traicionar al Hijo del Hombre con un beso?
Antes de que
Judas pudiera reaccionar,
el Maestro se
zafó del abrazo
del traidor, encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de la
tropa.
-¿Qué buscan?
-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.
-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que
buscas es a mí, deja a los demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a
seguirte...
El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su
lado y, cuando se disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del
Sanedrín salió del pelotón abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una
cuerda. Y a pesar de que el jefe de la patrulla romana no había dado tal orden,
aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o Malco, se apresuró a sujetar
los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda. Al verlo, el oficial
levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la
fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los
propósitos del responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto
-indignados por la acción de Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y
algunos de los griegos habían desenfundado sus espadas y, lanzando todo tipo de
imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro
-espada en alto- cayó sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando
un violento mandoble sobre su cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse
a un lado, evitando así que la potente izquierda de Simón le abriera la cabeza.
El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha de su cara,
rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.
Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad
recriminó su acción:
-¡Pedro, envaina tu espada...! Quienquiera que desenvaine la espada,
morirá por la espada.
¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No
sabéis que ahora mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus
compañeros me librarían de las manos de los hombres?
Los discípulos -y especialmente Pedro- quedaron aturdidos. No entendían
las palabras del Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.
Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor, cuando Jesús se inclinó
sobre él. Con una gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído,
colocando la palma de su diestra sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron,
haciéndose cada vez más espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la
operación, depositando su mano sobre el hombro. El galileo había detenido la
copiosa hemorragia y «congelado» prácticamente el dolor de aquel desdichado.
La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para
empeorar las cosas. El oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto
humanitario de Jesús para con Malco y ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus
muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella
humillación, se dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones
dispuestos para repeler cualquier otro ataque, contemplaban la escena:
-¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un
ladrón? Todos los días he estado con vosotros en el templo, educando y
enseñando públicamente al pueblo, sin que hicierais nada para detenerme...
Pero nadie respondió.
Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus
hombres, ordenando que prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según
sus propias palabras. Pero la patrulla no reaccionó a tiempo y Pedro y sus
compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas contra los romanos.
El Maestro, fuertemente escoltado, a la cabeza del cortejo marchaban los
dos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e inmediatamente detrás, la patrulla
romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el tropel de levitas y
siervos del Sanedrín.
Eran las dos menos diez de la madrugada...
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha,
adelantándose hasta llegar a la altura del Maestro.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe
la presencia del galileo. El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los
levitas ordenó a sus hombres que prendieran y ataran también a Juan.
Arsenius intervino de nuevo. Se interpuso entre el apóstol y los
levitas, exclamando:
-¡Que nadie ponga sus manos sobre él...! La ley romana concede a todos
los prisioneros el privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal.
Nadie impedirá, por tanto, que este galileo permanezca al lado del reo.
Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la
residencia de Anás, muy cerca de la Puerta de Sión. El suboficial romano cedió oficialmente al
prisionero al jefe de los levitas. Pero antes, dirigiéndose a uno de los
legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle, ordenó: Acompaña al preso y
vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de Poncio.
Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan-
le esté permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...continúa
Fuente: Caballo de Troya
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