lunes, 13 de febrero de 2017

MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS DE NAZARET

¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!

viernes, 7 de abril del año 30.  El fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente.
 -Ha muerto...El centurión pronunció aquellas dos palabras con cierta piedad.

Lo que vi me dejó perplejo. Por la puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Parecían nerviosos, muy excitados y, sobre todo, atemorizados.

Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Uno de los legionarios se disponía a arrojar agua sobre las llamas de la hoguera; pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el primer «tirón» del terreno le desequilibró y cayó sobre la roca.

Ésta primera onda sísmica tuvo una duración de 16 segundos, con una magnitud de 4,1 en la escala de Richter. Lo que más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a llorar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos. Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento. Y el oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles: -¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!; pero antes de descender regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló por el miedo: Un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el este y casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario.

Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir!.

Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo. Recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial. Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos.

 Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y más intenso sismo en una duración de 47 segundos con una  magnitud de 6,8 en la escala de Richter. Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse, y un silencio de muerte cayó sobre la peña y sus alrededores. Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Un sudor frío llenó mi cuerpo casi simultáneamente. Todo era  consecuencia del miedo... Longino permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como esperando una tercera sacudida. Pero el desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del segundo  sismo, el  módulo  entero  se estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían enmudecido.

¡Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue una onda expansiva! Y lo más increíble -viajando a razón de 300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: A unos 750 kilómetros al sur -sureste de Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual límite entre Jordania y Arabia y al sur de la actual población de Sakaka. Cuando se ultimaron las comprobaciones, nos vimos desbordados por los resultados: Aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea.  Sinceramente, quedamos mudos por la sorpresa...

A los diez o quince minutos del sismo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del Gólgota, reanudando la custodia de los crucificados. Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén. Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había paralizado.  Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor»,  se retirarían. ¡Qué equivocado estaba...!
 Al instante, la puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente enloquecida y vociferante, que al parecer huía de la ciudad, en busca de terreno abierto, ante la terrible posibilidad de un nuevo sismo. Muchos de ellos -cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados reforzaron la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad.

A pocos pasos de las cruces, en dirección Sur, el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy larga -de unos 25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del sísmo o  por el contrario, se acababa de abrir. Por mi parte, tampoco puedo dar fe de que la resquebrajadura en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que sí es cierto, es que la grieta no seguía la dirección de la estratificación natural del promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.

El centurión, sus hombres y yo mismo, respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de palomas gris- azuladas  hizo  un  alto  en  su  vuelo  de regreso  hacia las  murallas del templo de la ciudad  santa,  posándose  en  los  maderos transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo segundos más tarde.

Hacia las 15.35, la  calma  fue  restableciéndose  y  aquellas  gentes,  acampadas  en  los alrededores de Jerusalén, empezaron a deambular, indecisas y acosándose mutuamente preguntas. La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos -arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes- volvieron a insultar al Maestro, engrosando el número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca.  La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Traían órdenes expresas del procurador de rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la Géhenne, al sur de la ciudad. Según explicaron, poco antes del sísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: Que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, era el día de la preparación (de la pascua).  Longino no disimuló su extrañeza y advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro (Jesús) ya había muerto .

Los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero.  Un  cuarto legionario, espada en mano, completó el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del «zelota» más viejo. Los cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de la roca y, blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes sobre las piernas de los infelices.  A las 15.45, ambos dejaban de existir.

A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin pensarlo dos veces picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20 centímetros; pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma; sin embargo, la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la lanzada,  noté  que  había  entrado  entre  la  quinta  y  sexta  costillas,  con  una  trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez producido el óbito.  En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó.

En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras pulmonares. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad...Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido. Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común.

Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia; pero ninguno dijo nada. 

En esos momentos un reducido grupo de sanedritas, recién llegados a la base del Gólgota, estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...

Se trataba José, el de Arimatea, y Nicodemo, miembros del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su Maestro.  El  centurión desenrolló el  papiro y,  tras  leer  atentamente el  texto,  asintió, dando su conformidad. Pero los  miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces se movilizó de inmediato. Los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.

Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña. Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas en alto, dispuestos a masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas direcciones. Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y más numeroso cinturón de seguridad en torno a las cruces. Longino dio lectura a la orden de Poncio. A continuación, avanzando hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente: -Este cuerpo te pertenece. Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para que nadie se oponga a tu deseo.

El anciano, se arrodilló junto a la maltrecha cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el párpado derecho de Jesús. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante casi dos minutos. En este tiempo, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del Nazareno. Los dos ancianos con la ayuda del oficial, trasladaron el cadáver al lienzo que él de Arimatea había llevado. 

En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.

A las 16.30 horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del Hombre. Detrás, los tres soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma descarnada.
Nada más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso.  Casi de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que le cediera su puesto. José y Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Al contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima sensación de soledad.  Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado casi después del descendimiento por aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni siquiera podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos músicos de flauta y una plañidera.

A los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo, nos encontrábamos en el interior de la finca, frente una pared rocosa de  unos  tres  metros.  En el centro había una  diminuta  puerta cuadrangular de 90 centímetros de alto.  Una piedra redonda, muy parecida a una muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros de profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente pulida como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal manera que, para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta, bastaba con hacerla rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi matemáticamente. Mi metro y ochenta centímetros de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso como ingrato.  Al levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de 1,70 de altura aproximadamente. Me apresuré a colaborar en el definitivo y último izado del Nazareno. Los restos de Jesús reposaban finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo por 0,93 de ancho. A decir verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco Galileo. José se apresuró a destapar el cadáver. A la luz tambaleante de las teas, apareció de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del hasta hacía unas horas majestuoso Hijo del Hombre.

Cuando vi cómo Nicodemo introducía las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús comprendí sus intenciones. Si el presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de los plumones irritaba las mucosas, excitando así la respiración. El de Arimatea cada vez más nervioso ante el cercano final del viernes, se despojó del manto, comenzó a limpiar el maltrecho cuerpo del gigante,  con una serie de deficientes restregones. Seguidamente los dos ancianos prepararon una masa de mirra y aloe, embadurnando y cegando las brechas y orificios naturales del cuerpo.

 Nicodemo -más sereno que José- había soltado de su brazo derecho un largo pañuelo granate, Lo retorció hábilmente, rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.
Tal  y  como  marcaba  la  Ley  judía, Jesús fue atado  de pies y manos con vendas impregnadas de aloe; pero antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la precaución de depositarlas reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda sobre la derecha. 

Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea depositó sobre los párpados del Nazareno un par de moneditas de bronce y antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó.  Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso. Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio.

Al abandonar el huerto, las mujeres, manifestaron sus dudas a los ancianos sobre la pulcritud en aquel vertiginoso embalsamiento. Tanto Nicodemo como el anciano coincidieron en las apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que, nada más despuntar el domingo, procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo, incluso, les entregó los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían estar presentes, no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde tiempo inmemorial. 

A las seis de aquella tarde, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada.  Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. La inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y si lo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril del año 30…


Domingo 9 de abril del año 30

….Hacia la una de la madrugada ingresé a la finca de José de Arimatea. Me hallaba a unos ocho o diez metros del final del estrecho sendero, que conducía a las escalinatas del sepulcro. Con ayuda del hortelano de la finca me escondí en un palomar, y desde allí podía divisar la parte superior de la fachada del sepulcro. La guardia que custodiaba el sepulcro la formaba dos grupos: Diez legionarios romanos y diez levitas. 

Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.

Cuando vigilaba los movimientos de la guardia, noté algo raro... No sabría cómo explicarlo. Fue como una sacudida. No, quizá la palabra más exacta sería «vibración» ... Pero una vibración seca, casi instantánea, sin ruido. Cesó en cuestión de décimas de segundo. Dos o tres de los legionarios se habían levantado, pero, a excepción de esto, todo parecía tranquilo. No habían transcurrido ni dos minutos cuando una nueva sacudida o vibración o descarga - juro que no sé cómo calificarla-, azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los centinelas, el entorno del sepulcro. 
Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían encadenadas. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo peor, un zumbido agudísimo -infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me taladró los oídos, perforando mis tímpanos. Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó. Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía. Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado. A los siete u ocho minutos un silencio extraño y anormal -muy similar al que ya había sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del palomar, visiblemente asustadas. Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido. Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie. 

A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a cabeza.  Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra. Súbitamente, uno de los levitas se asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y tropezando los unos con los otros. -¡Las piedras! -gritaban en plena confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las piedras!. 

 Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas. De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable. Aquella «explosión» lumínica -no encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón.  En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero luminosa. En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados yacían por tierra, como muertos.

La hoguera continuaba flameando y de la tumba -de eso doy fe- no salió persona alguna.  Me deslicé como un loco por la portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino de palomas. Recuperé mi vara y corrí, corrí sin aliento hasta el borde de los escalones.  Los legionarios, con los ojos muy abiertos, continuaban en tierra. Y comencé a bajar los peldaños. Pero, hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico irracional que me erizó los cabellos. Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la lengua endurecida como el cartón. Pero, cuando me disponía a aventurarme por entre los árboles, sin rumbo fijo, algo me detuvo. Es posible que fuera el bamboleo de mi corazón, acelerado por encima de las 180 pulsaciones por minuto. Tomé aliento, me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté de pensar. ¡Tenía que volver! ¡Era preciso!... Pulsé la conexión auditiva y le rogué a Eliseo que no preguntara nada: -Sólo háblame, háblame sin parar hasta que yo te avisé.

 Tengo un libro entre mis manos –comentó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al oriente de tu corazón... Está saliendo un nuevo sol...

Mientras aquellos versos sonaban en mi cerebro como una mano mágica, desandé el camino, acercándome entre temblores al foso de la cripta. Uno, dos, tres, cuatro escalones... Sólo me faltaba uno. Empecé a sudar. Y colocándome en cuclillas, asomé la cabeza. Pero la oscuridad en el interior de la cripta era total; cerrada como boca de lobo. Regresé a lo alto, tomando uno de los leños llameantes de la fogata. Los soldados, aunque paralizados, vivían. Su pulso no ofrecía dudas.

Bajé las escalinatas y con el corazón al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de entrada. La luz rojiza del hacha inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco más y, al levantar la mirada, una sacudida desintegró mi alma. La tea cayó al suelo y yo quedé allí, de rodillas, con la boca abierta y los ojos fijos en aquel banco de piedra... ¡vacío! -… Y sin poder contenerme, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había desaparecido.

  ¡Jesús de Nazaret no estaba. Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi torturado corazón. Examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que Nicodemo había sujetado su maxilar inferior.

¡Era como si el cadáver hubiera sido absorbido con una jeringuilla! ¡Como si aquel cuerpo de 1,81 metros se hubiera evaporado! La posición de la sábana - «deshinchada» sobre si misma- no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado o trasladado el cadáver, los lienzos jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición.
Como anticipo puedo decir que la resurrección del Galileo -el hecho físico y milagroso de su resurrección- se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración» de sus restos mortales. Nada tuvo que ver una cosa con la otra. El cadáver se había esfumado, sí, pero ANTES, insisto, Jesús había hecho el gran prodigio…

…Eran  las 03.30 horas. Después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como mudos testigos de la más sensacional noticia: La Resurrección del Hijo del Hombre.

Y a las 05.42 horas de aquel domingo «de gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el módulo despegó con el sol. Y al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para siempre en aquel «tiempo» y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.



Fuente: CABALLO DE TROYA

martes, 7 de febrero de 2017

JESÚS CONDENADO A MUERTE POR PONCIO PILATOS

PONCIO PILATOS LIBERA  A BARRABÁS Y CONDENA A JESÚS  MUERTE


A las diez de la mañana, la escolta se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el retorno a la fortaleza Antonia. Al igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de hebreos siguió silencioso y vigilante a los legionarios que protegían al rabí.
En esos momentos, inesperadamente, Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba Caifás y me sorprendió con una pregunta...Al  principio titubeó.Miró a  su  alrededor con desconfianza y, finalmente, se decidió a hablarme.
 Judas  debía  pensar  que  mi  constante  presencia  cerca  del  Maestro  me  había convertido  en  uno  de  sus  seguidores; sin  embargo,  terminó  por  vencer  su  recelo  y apartándome del pelotón de escolta, me interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el palacio de Antipas. Le relaté lo sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio de Jesús, añadiendo: -¡Qué nueva oportunidad perdida...!

Le dije que no comprendía y el Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como discípulo del Bautista y de cómo jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en favor de la vida de Juan.

 Ahora -según el traidor-, Jesús tampoco había hecho nada por reivindicar la memoria de su amigo y primo hermano. Aquella confesión me sorprendió; por lo visto, el Iscariote se había unido al Nazareno a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar que  buena  parte  de  su  odio  hacia  el  rabí  venía  arrastrado  precisamente  por  aquellas circunstancias.
Me atreví a interrogarle sobre la causa por la que se había adelantado al grupo de soldados en la noche del prendimiento. Judas, aislado y humillado por unos y otros, sentía la necesidad de sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias...

-Sé que nadie me cree -se lamentó-, pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los soldados y levitas del templo fue para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento de la proximidad de la tropa que venía a prenderle.

Guardé silencio. Aquella manifestación, en efecto, resultaba difícil de  aceptar. Es posible que Judas, dada su cobardía, hubiera podido maquinar semejante «arreglo».  De esta forma, los discípulos quizá no habrían llegado a desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que realmente fueron éstas, se vieron truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en mitad del camino que conducía al huerto.

No hubo tiempo para más. Civilis y sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte de la Torre Antonia, dirigiéndose hacia las escalinatas del pretorio.
Según los textos evangélicos, «una gran muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser esto. Ningún hebreo podía traspasar el muro o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del cuartel general romano, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus oficiales.»

¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas de la residencia privada de Poncio?. Las maquinaciones de Caifás y sus hombres no cesaban...Anás, de mutuo acuerdo con los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno de los sobornados, los tres tesoreros oficiales habían impartido una consigna común:

«Clamar ante Poncio Pilato la muerte del impostor de Galilea»

Al llegar a la terraza donde se había celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me desconcertó la presencia de una tarima semicircular sobre la que había sido dispuesta una silla «curul», destinada generalmente para impartir justicia. El centurión dejó a Jesús al cuidado de sus hombres y entró en la residencia. El  resto  de  los  hebreos, con  el  sumo  sacerdote en  primera línea,  aguardó, como de costumbre, al pie de las escaleras. Esta vez, José de Arimatea si había entrado en el recinto de la Torre. Pilato no tardó en aparecer,  y dirigiéndose a Caifás y a los saduceos le dijo:

-Habéis traído a este hombre a mi presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el pago del tributo al César y de pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le creo culpable de tales imputaciones. En realidad no veo falta alguna... Le he enviado a Herodes, y el tetrarca ha debido llegar a las mismas conclusiones, ya que me lo ha enviado nuevamente...

-Con toda  seguridad, este hombre no  ha  cometido ningún delito que justifique su muerte. Si consideráis que debe ser castigado estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.

Juan, sin poder contener su alegría, dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea, pero, cuando todo parecía inclinarse a  favor del  Nazareno, el  patio existente entre la escalinata y el portalón de la muralla se vio súbitamente invadido por cientos de judíos. Irrumpieron tranquila y silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza. Aquella muchedumbre había acudido hasta la casa del procurador, deseosa de asistir al indulto de un reo. 

 Y es de gran importancia resaltar que, en el momento en que dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio -previa  autorización  de  la  guardia-,  ninguno  de  aquellos  israelitas  sabía  lo  que  estaba ocurriendo.

 Fue allí, a la vista de Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la hábil y oportuna intervención de Caifás y los saduceos.
Si el juicio contra Jesús se hubiera producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que el Sanedrín no se hubiera salido con la suya. 

Casualmente aquella misma mañana del viernes, víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de peregrinos, se hacían lenguas apostando por uno u otro candidato.

En esta ocasión, el nombre que sonaba con más fuerza entre los hebreos era el de «Barrabás».  Según José de Arimatea, un miembro activo del grupo revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y sanguinario, capturado por las fuerzas romanas en una revuelta». En conclusión: La ciudad santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de abril, sin la menor noticia del prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo sabían.

 En segundo término, la próxima e inminente manifestación de judíos ante la residencia de Pilato no tenía nada que ver con el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho preso, se habría celebrado de igual forma. Fueron, como digo, las malas artes del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y partidarios del Nazareno en dicha reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo, lo que desembocó en lo que todos ya conocemos.

Y tercero, Pilato sabía de la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras evacuar una serie de consultas con sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz, preguntó a la multitud el nombre del preso elegido.

«¡Barrabás!», respondió el pueblo como un solo hombre.

Hasta ese momento, ni Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que el procurador les pidiera silencio y les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su presencia y de qué le acusaban.

En suma: aquel gentío -aun no estando presente el rabí de Galilea-  hubiera clamado por Barrabás, el  «zelota». Pero, como ya  anuncié, la  oportuna intervención de Caifás y sus secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de judíos, mezclado estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza hacia el Sanedrín.

Cuando Poncio terminó de explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel tribunal, dejando bien claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha sentencia», formuló una segunda pregunta:

-¿A quién queréis que libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?

Por un instante, los cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta fulminante. Aquella gente, eso fue evidente, dudó. Caifás y los saduceos se dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y, adelantándose hacia Pilato, gritaron con fuerza:-¡Barrabás...! ¡Barrabás!

La iniciativa de los sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio se levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás.


Fue inútil que Juan Zebedeo se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro. Su voz quedó sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio.

En los ojos de Poncio había una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes inductores de una masa amorfa e ignorante. Lo que le encolerizaba era, precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera olímpicamente despreciada por la casta sacerdotal. Pero el error de Pilato, ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era susceptible  de  rectificación.  Y  tomando  nuevamente la  palabra  les  recriminó  su  alevosa conducta:

-¿Cómo es posible escoger la vida de un asesino, contra la de este galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos?

El resultado de aquellas palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato.

Los jueces se mostraron sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía nacional, instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del «zelota».

 Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores, mendigos, peregrinos desocupados y, por supuesto, levitas libres de servicio en el templo, levantaron de nuevo sus voces, exigiendo a Barrabás. Aquella súbita explosión popular hizo dudar al  procurador, quien, acompañado de sus oficiales, se retiró a deliberar.

Si Poncio no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección, seguramente no se habría visto comprometido ante los dignatarios sacerdotales. Jesús, entretanto, permanecía tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera - y los que siguieron- fueron decisivos para Caifás.

Aprovechando la momentánea ausencia del procurador se las ingenió para que sus compañeros de complot se desparramaran entre los allí congregados, incitándoles sin  cesar  a  pedir  la  suelta  del  popular  Barrabás. Era  triste  y decepcionante observar a aquellas gentes, muchos de los cuales conocían y habían admirado las palabras y valor del Galileo «limpiando», por ejemplo, la explanada de los Gentiles del sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio personal, se habían vuelto contra el indefenso Jesús.

Poncio retornó a su silla y observó al gentío, sosteniendo la cabeza sobre sus manos entrelazadas, en actitud reflexiva. El comandante en jefe de la legión acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si el orden se veía amenazado tenían autorización para desenvainar sus espadas.

Durante algunos minutos, el gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en espera de una decisión. Y en eso estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció en la terraza, entregando una misiva lacrada a Civilis, al tiempo que le comunicaba algo.

 El centurión inspeccionó la pequeña hoja de pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio de sus pensamientos. El procurador abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie.

 Caifás, los jueces y todos los allí reunidos quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Tras un par de cortos paseos la terraza y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había recibido una carta de su esposa, Claudia Prócula, y que deseaba leerla en público. El viento le obligó a sujetar el pergamino con ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su lectura:

-Te ruego no intervengas para nada en la condena del hombre íntegro e inocente que se llama Jesús. Esta noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él. Tras la lectura del mensaje de su esposa,  el   gobernador,  con  voz  temblorosa,  se   dirigió  nuevamente  a   la   multitud, preguntándole:

-¿Por qué queréis crucificarle...? ¿Qué daño os ha causado?

Los sacerdotes percibieron inmediatamente la creciente debilidad del representante del César y se ensañaron con él, vociferando sin descanso:

-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...!

El paroxismo de los judíos llegó a tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si fue oída:

-¿Quién quiere testimoniar contra él?

La muchedumbre sólo sabía repetir una única palabra: -¡Crucifícale!

En vista de aquel tumulto, Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su casco, se dispuso a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco, aquellos fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta:

-Os pido una vez más que me digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.

La respuesta fue igualmente monolítica y contundente:

-¡Entréganos a Barrabás!

Pilato quedó silencioso y moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió: 

-Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago con Jesús?

Aquel nuevo signo de debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido de violencia. Y la palabra «¡Crucifícale! » se levantó como un trueno. La turba, con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza: -¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!.

El vocerío impresionó tanto a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el interior de su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró a seguir al procurador. Y al rato, mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro, continuaba con su funesta petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de Pilato reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.

El centurión jefe asintió con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó silencio. Una vez hecho el silencio, Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron el corazón de José y Juan:

-La orden del procurador es ésta: El prisionero será azotado...

Y con el más absoluto de los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus hombres para que condujeran al reo al interior del pretorio. Sin pararme a pensarlo me lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el «hall» de la residencia.

Eran las diez y media de la mañana...

Aquella  vez,  Juan  Zebedeo  no  acompañó al  Maestro. Y  me  alegré  profundamente. El espectáculo que estaba a punto de presenciar hubiera terminado con su decaída moral.


El centurión, visiblemente disgustado por el curso que estaban tomando los acontecimientos, se lamentó de la debilidad del procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra aquel galileo habría concluido sin contemplaciones...Entre este visionario y un «zelota» asesino, Roma no hubiera dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de serpientes tiene el atrevimiento de desafiar la autoridad del César...

La noticia de la inminente flagelación de aquel judío -que se autocalificaba como «rey» de los hebreos- se había extendido rápidamente entre la guarnición, que, lógicamente, no quiso perderse el acontecimiento. Varias decenas de legionarios libres de servicio fueron aproximándose.

-Poncio quiere un castigo... especial -añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por Zeus que lo va a tener!

Las palabras del oficial me hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e inmóvil. 

De entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente fornidos. Ambos sostenían en sus manos sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos de cuero y metal de apenas 30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de unos 40 o 50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos de hierro de su plumbata, del que salían dos tiras de cuero, provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en cada punta.

A una señal del oficial en jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a uno de los cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías. 

Uno  de  los  legionarios intentó  soltar  las  ligaduras de  las  muñecas, pero  habían  sido dispuestas de tal forma que, tras varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada, cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las manos de Jesús aparecían tumefactas y con un tinte violáceo. Una vez desatado, los legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado Herodes Antipas en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de orín de las caballerías. Por último, le desataron las sandalias, descalzándole.

Y acto seguido, el  mismo soldado que había cortado las ligaduras se colocó frente al prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos de la maroma que acababa de sajar. Jesús, con una total y absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar. Aquella reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. A juzgar por las cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas y por las sucesivas y profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco. El Nazareno era perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó como el de cualquier individuo.

De un tirón, el legionario le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a sujetar la cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a separar las piernas, adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus facciones por completo.
De pronto, uno de los sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató con un golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.

La rotura de las cintas que sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los genitales de Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.

Al verle desnudo, los legionarios estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la soldadesca fueron zanjadas por la llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el procurador ordenó a los verdugos que procedieran.

En mitad de un silencio expectante, el legionario más alto, situado a la derecha del Maestro, levantó su flagrum de triple cola, lanzando un terrorífico latigazo sobre la espalda de Jesús, al tiempo que cantaba el primero de los golpes: -¡Unus!. La descarga fue tan brutal que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de caliza con un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe. -¡Tres...!-¡Quattour...!-iQuinque!

Jesús, totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un solo gemido. Los astrágalos y las piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada retirada algunas porciones de piel. Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían empezado  a  correr  por  el  cuerpo,  deslizándose hacia  los  costados  y  goteando  sobre  el pavimento. ¡Quadraginta! El latigazo número cuarenta llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio. Pero, lejos de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del Nazareno no reaccionó.

 Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se hallaba inerme, soltó la cabeza, que cayó desmayada entre el hueco de los brazos. El centurión apremió a sus hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la fuente, arrojándolo sobre la nuca del Nazareno.
Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua. La  hemorragia, generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado a ser preocupante. Aunque el suplicio había sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente con la fórmula judía de flagelación, la intención de Pilato -que seguía impasible y silencioso el desarrollo de la tortura- era que aquella masacre continuase.

Generalmente, los romanos designaban a sirios o samaritanos  cuando el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos contra los hebreos les convertía en ejecutores ejemplares...

El Maestro había ido recobrándose. Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas, tirando de él hacia arriba. Pero el peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al fin, lograron incorporarlo, otro soldado -con un cazo de latón entre las manos- se situó frente al destrozado Nazareno, mientras los sayones, sin ningún tipo de contemplaciones, jalaban de sus cabellos, obligando a Jesús a levantar el rostro. Y así lo mantuvieron hasta que el romano que portaba el cazo vació el contenido del mismo en la boca del Galileo. Aquel cazo contenía agua con sal.

Por  supuesto,  el  ejército  romano  conocía  muy  bien  los  graves  problemas que  podían derivarse de un castigo como aquél. En especial, el referido a la deshidratación.  Aunque Jesús había sido obligado en la sede del Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus profusas sudoraciones en el huerto de Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas a las importantes hemorragias que llevaba experimentadas tenían que haber mermado sus reservas o balance hídrico corporal, tanto intracelular como extracelular.

 Aquella agua con sal, por tanto, constituía un refuerzo decisivo, si es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no muriese durante los azotes. (También existía el peligro de que la excesiva concentración de cloruro sódico en el agua pudiera acarrear la aparición de edemas o hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo.) Las pretensiones del procurador eran machacar hasta el límite al reo, de tal forma que su lamentable estado pudiera satisfacer y conmover los agresivos ánimos de los saduceos.

Así que, una vez apurado el contenido del cazo, el centurión levantó su bastón y los legionarios recogieron los flagrum, prosiguiendo el castigo.

-¡Unus!  Aquel nuevo golpe y los que siguieron fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas, nalgas, vientre y parte de los brazos y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al margen. Las descargas de las correas, enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a una suprema contracción de los paquetes musculares, en especial de los situados en las caras posteriores de los muslos, que quedaron así sujetos a una mayor vulnerabilidad. Muy pronto, la piel fue abriéndose, provocando una hemorragia mucho más intensa que la de la espalda. -iDecem!

En un titánico esfuerzo por soportar el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla de la columna, levantando el rostro hasta donde le era posible. Los músculos de su cuello, tensos como la cuerda de un arco, contrastaban con las fosas supraclaviculares inundadas por un sudor frío que chorreaba sin cesar y que iba destiñendo el rojo encendido de la sangre. 

-¡Duo-de-viginti! El verdugo cantó el golpe número 18, lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las parejas de huesecillos de carnero debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo dolor  provocó un vertiginoso movimiento reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al tiempo que sus dientes -sólidamente apretados unos contra otros- se abrían, emitiendo un desgarrador gemido. Era el primer lamento del rabí. El tirón fue tan súbito y potente que las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y el cuerpo del Maestro se precipitó hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos a los verdugos y al resto de la tropa, que retrocedieron asustados.

El Nazareno cayó pesadamente sobre sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando un ancho reguero de sangre. Cuando los legionarios se precipitaron sobre él, levantándole pesadamente, la respiración de Jesús se había hecho sumamente agitada. Los soldados habían arrastrado al reo hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a la argolla. Y los verdugos reanudaron los azotes, sumamente irritados por aquel contratiempo.

Los golpes, cada vez más implacables, fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro, que terminó por doblar las rodillas, mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban por el dolor. A cada latigazo, Jesús había empezado a responder con un corto y apagado gemido.

Los  legionarios  habían  elegido  las  zonas  más  dolorosas,  pero  menos comprometidas, de  cara  a  una  posible  parada  cardíaca, que  hubiera  fulminado quizá  al Nazareno. Eligieron principalmente las partes delanteras de los muslos, pectorales y zonas internas de los músculos, evitando corazón, hígado, páncreas, bazo y arterias principales, como las del cuello.

¡Quadraginta! El golpe 40, que en realidad era el número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó sobre un  hombre prácticamente derrotado. El  Maestro, con  el  cuerpo deformado por los hematomas y  materialmente bañado  en  sangre,  apenas si  se  movía. Sus  imperceptibles lamentos se habían ido apagando y sólo resonaba ya en el patio el chasquido de los látigos al clavarse en  su  carne y  el  cada vez  más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente agotados.

Hacía tiempo que el Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte del tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas, hiriendo, incluso, las plantas de los pies. Algunos de  los  legionarios, aburridos o  conmovidos por  aquella salvaje paliza, habían empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres habituales.

Civilis,  que  venía  observando  el  progresivo  agotamiento de  los  verdugos,  dirigió  una significativa mirada a Lucilio, el gigantesco centurión. Este comprendió las intenciones del primus prior y, abriéndose paso a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el flagrum del legionario situado a la derecha del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo golpe.

La súbita presencia de aquella torre humana, empuñando el  látigo de triple cola, fue suficiente para que ambos verdugos se retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las losas del patio. Y la soldadesca, conocedora de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de aquel oso.

Lucilio acarició las correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un metro del costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos segundos. Pero, en medio de grandes temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas. Los legionarios acogieron aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose a cada latigazo: -¡Cedo alteram! Un segundo golpe, dirigido esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo que la soldadesca repetía entusiasmada: -¡Cedo alteram! El tercer, cuarto y quinto latigazos cayeron sobre los riñones... -¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram..!

La violencia de Lucilio era tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la carne, provocando en cada golpe una copiosa hemorragia. -¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...!

Las descargas sexta y séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de Jesús. Y casi instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo. -¡Cedo alteram!

El salvaje impacto sobre el vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma, cortando prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos más delicados del castigo.  Durante unos segundos que me parecieron interminables, la caja torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron, aliviando la tensión pulmonar. -¡Cedo alteram!

El noveno latigazo, propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y pienso que lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la congelada respiración del reo- emitió un sonido hueco: como si las tabas hubieran golpeado directamente sobre las costillas. El ímpetu del oficial, que había empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el cuerpo del Nazareno se desequilibró, cayendo sobre el lado izquierdo.

Es muy posible que en aquellos instantes, otro dolor -difuminado por el atroz calvario de la flagelación- estuviera golpeando el organismo del Galileo. Me refiero a la vejiga urinaria de Jesús. Su rebosamiento debía ser tal que, involuntariamente, los esfínteres de los uréteres se abrieron, provocando una abundante micción. La orina -aunque sumamente amarilla- no arrastraba sangre. Pero aquella descarga involuntaria de orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los romanos y un ataque mucho más violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un insulto personal.

Y levantando el látigo, lo dirigió con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas del flagrum tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa testicular. Jesús reaccionó ante el lacerante golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se aceleraban y un gemido desgarrador se confundía con el último: ¡Cedo alteram! El Maestro, palideciendo, perdió el conocimiento.

Civilis levantó su vara nuevamente, ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo. Después, aproximándose al procurador, le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el castigo?

Y antes de que Poncio tomara una decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada la situación del prisionero, lo mejor seria rematarle allí mismo. Pilato dirigió su mirada al cuerpo agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial que había ejecutado aquella última parte de la flagelación echó mano de su espada, convencido de que el buen sentido de Poncio se inclinaría por la solución que acababa de proponer.

Pero el agua que había sido baldeada nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el precario estado de Jesús, que, lentamente, fue recobrando el sentido. Aquella progresiva recuperación del Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de retirarse del patio porticado indicó a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su presencia en cuanto fuera posible.

Eran las once de la mañana.

Los legionarios soltaron las cuerdas y a duras penas apoyaron la espalda del prisionero contra la columna que había servido para la flagelación. El gigante, con las piernas extendidas sobre el pavimento, respiraba aún con dificultades, acusando con esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos. Aquellos temblores fueron haciéndose cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre hubiera hecho presa en el Maestro. No me equivocaba...

Otro legionario, siempre bajo la atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los labios del rabí, obligándole a beber una nueva dosis de agua con sal.

-¡Basta ya...! Ponedle en pie y vestidle.

Los soldados obligaron al Nazareno a dar algunos pasos, pero, cuando apenas había arrastrado   sus   pies   descalzos   sobre   el   pavimento,   las   fuerzas   le   abandonaron, desmoronándose. El centurión indicó a sus hombres que le sentaran en uno de los bancos de madera del pórtico.

Los temblores febriles seguían sacudiendo el cuerpo del Nazareno. Uno de los legionarios se acercó al prisionero, traía en sus manos  un «yelmo» trenzado a base de zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su base, formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de junco.

Según pude apreciar, el casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas muy flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros, aproximadamente. La ocurrencia fue recibida con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco» se inclinó, simulando una reverencia. Después levantó la «corona» a medio metro sobre el cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola en la cabeza del rabí.

Un alarido de satisfacción se escapó de las gargantas de la soldadesca, ahogando el gemido de Jesús, que, al contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose involuntariamente la región occipital contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco. Pero los soldados, no contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto púrpura que había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general:

 -¡Salve, rey de los judíos!

Las reverencias, imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno menudearon entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas. El jolgorio de la soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco Lucilio, atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados, guardaron silencio. Y  el  centurión, levantando su faldellín, comenzó a  orinarse sobre las piernas, pecho y rostro de Jesús de Nazaret.

Aquella nueva injuria arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su micción.

Mi corazón se sintió entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido hechas a mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo: ver aparecer a Civilis. El comandante de las fuerzas legionarias hizo su entrada en el patio central de la fortaleza Antonia, en el momento en que uno de aquellos desalmados arrancaba la caña de entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe sobre el «yelmo> de espinas.

Las risotadas y los legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis; quien visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, ordenó a los infantes que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel, arrastrando prácticamente su pierna izquierda.

Eran las 11.15 de la mañana...

El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle, la multitud que aguardaba frente a las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente sorprendida por el lamentable aspecto del reo. Poncio, al ver el casco de espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e indignado hacia Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del rabí.

Jesús -encorvado y con los dedos entrelazados, intentando dominar así la intensa tiritona que le consumía- percibió en seguida la cálida presencia del sol. Y muy despacio, como tratando de absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el rostro, hasta situarlo frente al disco solar.

Durante escasos segundos, sus profundas ojeras y la catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío; pero, al alzar la cabeza, las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.

Juan Zebedeo, paralizado ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y soltando el brazo de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los pies del rabí. Los legionarios interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al joven amigo del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran. Durante algunos minutos, tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el desconsolado llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.

El Maestro intentó por dos veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus temblorosas y ensangrentadas manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos y la rigidez del improvisado vendaje se lo impidieron. Aquel  nuevo gesto de  valentía del  discípulo y  el  derrotado semblante del  Nazareno conmovieron sin duda al procurador. Y levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el filo de la escalinata.

 Después, señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos, exclamó, tratando de mover la piedad de los acusadores:

¡Aquí tenéis al hombre...! De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún crimen... Después de castigarle, quiero darle la libertad.

Pilato, una vez más, se equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el sumo sacerdote y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».

Y poco a poco, la multitud fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando sin piedad: ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!

Una vez calmada  la  turba,  Poncio, habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de desaliento en sus palabras:

-Reconozco perfectamente que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué ha hecho para merecer su condena...? ¿Quién quiere declarar su crimen?

Caifás, congestionado por la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró con el gobernador, gritándole:

-Tenemos una ley sagrada por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre! Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.

El procurador miró a Jesús con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente, manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.

Caifás retornó con paso decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, ordenó a Civilis que llevara al galileo al interior de su residencia.

Me agaché sobre Juan, animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto. Después, pasando mi brazo sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al interior del Pretorio. Al  verme,  el  procurador interrumpió sus  nerviosos  pasos  y  dirigiéndose hacia    me interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle:

-Jasón, ¿tú crees de verdad que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como las divinidades del Olimpo?

Los ojos claros del romano chispeaban y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y cada vez más profundo. Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de alisarse el postizo dio media vuelta, acercándose al Maestro. Y con voz temblorosa le formuló las siguientes preguntas:

-¿De dónde vienes...? ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios...?

El Nazareno levantó su rostro levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel juez débil y acorralado por sus propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no llegaron a articular palabra alguna.

Pilato, cada vez más descompuesto, insistió:

-¿Es que te niegas a responder? ¿No comprendes que todavía tengo poder suficiente para liberarte o crucificarte?

Al escuchar aquellas amenazantes advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz: 

-No tendrías poder sobre mí, sin el permiso de arriba...

La extrema debilidad del Maestro hizo que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los oídos del procurador. Y éste, aproximándose cuanto le fue posible, le pidió que repitiese.

-¿Cómo dices?

-No puedes ejercer ninguna autoridad sobre el Hijo del Hombre a menos que el Padre celestial te lo consienta... -añadió Jesús haciendo un esfuerzo- 

Poncio se echó atrás, con los ojos desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no había terminado. 

-Pero  tú  no  eres  totalmente culpable, ya  que  ignoras  el  evangelio. Aquel  que  me  ha traicionado y entregado a ti ha cometido el mayor de los pecados.

El romano sabía de sobra a quién se refería el prisionero y aquella inesperada confesión, descargando  en  parte  a  Poncio  de  su  responsabilidad, pareció  aliviarle  sobremanera y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la terraza.

El Nazareno, dirigiéndose a Juan, colocó su mano sobre la cabeza del discípulo, haciéndole un último ruego: 

-Juan, no puedes hacer nada por mí... Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de que muera.

Civilis escuchó también aquellas dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a Juan Zebedeo para que cumpliera aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de tiempo. Solté al muchacho y disimulando mi angustia asentí con la cabeza, ratificando la noble intención del centurión.  Juan cruzó el umbral del Pretorio, perdiéndose entre la multitud. Previamente, el oficial ordenó a uno de sus hombres que acompañara al apóstol hasta las puertas de la muralla, ayudándole a franquear el paso. Al regresar a la terraza, Poncio -mucho más animado por las recientes frases del reo- había empezado a hablar a la muchedumbre. El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a Jesús.

El rostro de José de Arimatea volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que había sido uno de los pocos que no se había unido a los gritos de crucifixión, pareció aliviado por la decidida actitud del procurador.

Estoy convencido que este hombre -anunció Pilato- ha faltado solamente a la religión, por lo que debe ser detenido y sometido a vuestras propias leyes... ¿Por qué esperáis que le condene a muerte, por estar en conflicto con vuestras tradiciones?

El inesperado cambio del gobernador de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que formaron un corro, discutiendo acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la crispación general de los sacerdotes, se sentó en la silla transportable, haciendo un guiño a Civilis.

Caifás, pálido y con los ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a Poncio con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:

-¡Si sueltas a este hombre, tú no eres amigo del César...! Y trataré por todos los medios -de que el emperador tenga conocimiento de ello. 

Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio. El procurador conocía  la oleada de delaciones, arrestos y ejecuciones que se había cernido en aquellos últimos meses sobre el imperio, el fulminante ultimátum de Caifás terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del templo para la  construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas amonestaciones.

Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error político que precipitó su fin.

El  jefe  de  los  sacerdotes  sabía  que  el  gobernador  era  miembro  del  «orden  ecuestre», ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y Poncio lo sabía. Esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:

 -¡He aquí vuestro rey...!

Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato: 

-¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!

El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:

 -¿Voy a crucificar a vuestro rey?

Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del Pretorio:

-¡No tenemos más rey que a César!

Pilato era consciente de aquella hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a Civilis y, después de intercambiar unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su intención de soltar a Barrabás, el populacho aplaudió la decisión del gobernador.

Poncio, ajeno a este reconocimiento, pidió que le trajeran una jofaina con agua. El centurión, al oír a Poncio, mostró su extrañeza. Pero obedeció, ordenando a uno de los legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del procurador. Ninguno de los presentes sabía con qué intención había solicitado el romano aquel recipiente.

Jesús, con la cabeza inclinada y víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última parte del debate dialéctico entre los judíos y el representante del César.

Cuando el soldado regresó a la terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de agua, se situó frente a Poncio y esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el recipiente, frotándolas durante unos segundos. A continuación, ante la atónita mirada del centurión, de sus legionarios y de la multitud, ordenó al soldado que se retirara. Y levantando los brazos por encima de su cabeza, gritó de forma que todos pudieran oírle con nitidez:

-¡Soy inocente de la sangre de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien, por mi parte no le encuentro culpable... El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:

-¡Que su sangre caiga en nosotros y sobre nuestros hijos!

Y la multitud, coreó un solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las gravísimas horas que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las legiones de Tito. La Misná, en su «Orden Cuarto», especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso testigo hasta el fin del mundo». Pilato secó sus manos con la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la muchedumbre, saludó al Nazareno con el brazo en alto, era consciente que acababa de cometer un atropello. Volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole: Ocupaos de él. Urgió a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la ejecución.

El centurión cambió impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado Longino, un veterano soldado que, a juzgar por sus modales, era un hombre parco en palabras, de mirada cálida y directa y buen conocedor de aquellas gentes y de la tierra. En aquellos momentos -gracias a su valor y probada honestidad- había alcanzado el grado de quartus prínceps. Por su edad posiblemente rondaría los 55 o 60 años debía estar a punto de cesar en el servicio. En  total  fueron  nombrados  cuatro  legionarios  y  un  optio,  o  suboficial  como  patrulla encargada de la custodia y posterior ejecución.

Mi sorpresa fue considerable al comprobar que el optio o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el apresamiento del Nazareno en la falda del Olivete.

Longino encomendó a uno de sus hombres que procediera a la medición de la envergadura del reo. Pilato estaba ya a punto de retirarse, cuando Civilis le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por qué  no  aprovechar  aquella  oportunidad  para  crucificar  también  a  los  dos  terroristas, compañeros de Barrabás? El procurador dudó. Al parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada inicialmente para los días siguientes a la celebración de la Pascua. Poncio hizo un mohín de desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y como estaban las cosas-, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas».

El procurador escuchó en silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las manos displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con rapidez. Con un simple movimiento de cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del traslado de los «zelotas».  En ese momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los oficiales esperaban la llegada de los nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte, diciéndome:

-Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con detenimiento sobre ese augurio que pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo ordeno!

Irrumpió en el patio, el legionario que había medido la envergadura de Jesús, cargando un pesado madero; un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un orificio en su mitad, de unos 10 centímetros de diámetro, su longitud era casi de 1,90 mts. Su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros. Era, en definitiva, un sólido leño, con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos.

El optio y los legionarios habían conducido a los dos Zelotas, maniatados, hasta el procurador. Civilis ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el obligado castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos, casi un muchacho, se clavó de rodillas frente a Poncio, gimiendo e implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar media vuelta, alejándose del prisionero.  En ese instante, mientras los látigos chasqueaban nuevamente en mitad del recinto, Uno de los  legionarios regresó a la carrera, entregando a Longino una tablilla de madera de unos 60 x 20 centímetros, totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El centurión tomó la tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera dos nuevas planchas. A continuación llamó la atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de carbón, recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de los condenados y la naturaleza de sus crímenes.

La emoción volvió a sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI». También en este asunto, los cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el texto?

Marcos había dicho: «El Rey de los Judíos» (Mc. 15,26).

Mateo, por su parte, añade: «Este es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37).

Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el Rey de los Judíos» (Lc. 23,38).


Por último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos» (Jn. 19,19).


¿Quién tenía la razón?

Discretamente me asomé por encima del hombro del procurador y noté cómo su mano temblaba. Me di cuenta que miraba a Jesús de reojo. El Maestro, que no despegó los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su ritmo respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor proporción, seguía goteando por los bajos de su túnica, formando un cerco alrededor de sus pies.

Uno de los guerrilleros -el más adulto- se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo. El más joven, con las vestiduras igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo, tratando de cubrir la cabeza entre sus piernas.

De pronto, Pilato -cada vez más nervioso- comenzó a escribir con su característica letra cuadrada...«Jesús de Nazaret...»

Aquellas primeras palabras fueron trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos 30 milímetros de altura y ocupaban toda la parte superior de la tablilla. Poncio volvió a dudar. Parecía no saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la falsedad de aquellas acusaciones y, lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.

El «zelota» más joven levantó la cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a Jesús. Después, a pesar de los tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas hasta el rabí.  Y al llegar a sus pies, en medio de una lluvia de furiosos latigazos, hundió la cara en los goterones de sangre que se escapaban por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre sollozos:

-¡Maestro...! ¡Ten misericordia de nosotros...! ¡No nos dejes morir!

Jesús entreabrió sus inflamados y amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una infinita ternura. Pero, antes de que pudiera responderle, el soldado que sujetaba la cuerda de este reo, propinó al Maestro un violento empujón, haciéndole retroceder y tambalearse. Uno de los sayones dirigió entonces su flagrum hacia el nazareno, dispuesto a herirle, pero Civilis, se  interpuso, sosteniendo al  Nazareno  por  las  axilas  y  evitando  que  se desplomase. A continuación se volvió hacia el pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los judíos». -Este ha recibido ya su castigo -manifestó.

Los  verdugos  prosiguieron  su  despiadado  ataque,  abriendo  nuevas  heridas  sobre  las espaldas, piernas y costados de los «zelotas». Poncio, de espaldas a aquella sanguinaria escena, volvió a escribir: Rey de los Judíos en arameo, e inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» en griego (idioma universal) y, por último, en latín lengua natal de Poncio.

Juan,  por  tanto,  era  el  único  evangelista  que  había  sido  absolutamente  fiel  en  la transcripción del INRI («Jesus Nazarenus Rex Judaeorum »)

Y devolviendo la tablilla a Longino se sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de repugnancia. Y tras preguntar los nombres de los zelotas condenados, escribió sobre los  otros dos tableros: «Gistas. Bandido» y «Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas de uso común en aquellos tiempos en Palestina.

Los soldados se dirigieron al Maestro. Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los legionarios le golpearan o tiraran de sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia adelante, ofreciendo sus destrozados hombros. Pero la estatura del rabí rebasaba con mucho la de los verdugos y su voluntaria inclinación del tórax no fue suficiente. Así que uno de los infantes, ante la imposibilidad de empujar su cabeza, agarró sus barbas, tirando de ellas hacia el  suelo. Y  así  lo mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el patibulum sobre sus espaldas.

Otros dos legionarios extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se hicieron con el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la nuca del Galileo. Pero las múltiples ramificaciones del casco de espinas constituyeron un obstáculo: El espeso cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos trapecios, rodando por la espalda. Por tres veces, los romanos -cada vez más sofocados- golpearon el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó aún más, facilitando el depósito del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. Las púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un poco más en cada empeño, desgarrando el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el periostio craneal (lámina que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué clase de dolor produce la perforación de dicha lámina.)

Comprendiendo que todo esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció resignado. Su  respiración se  había  hecho  nuevamente agitada  y  temí  que,  en  cualquier momento,  aquel  esfuerzo  desembocara  en  un  nuevo  desfallecimiento.

Los  evangelistas, lógicamente, ya que ninguno se encontraba presente en aquel dramático momento de la carga del patibulum, no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante.  En cuestión de tres a cinco minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías que aún podían quedarle. Pero  un  nuevo hecho estaba  a  punto de  provocar otro desgarrador sufrimiento en  el organismo del gigante de Galilea.

Mientras Arsenius procedía a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de los Pilum, otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y éste, en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El infante se situó en cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue tan rápido como inesperado. El Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el patibulum se venciera y, tras golpear las losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de bruces contra el pavimento, quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz. Los soldados se apresuraron a levantarle observé que, afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado como protector, evitando que los huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la frente, sienes y mejillas habían perforado un poco más la carne, dejando al descubierto en algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas hemorragias.

A pesar de la violencia de la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos izaron el patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario terminaba de calzar a Jesús. Una vez concluida la desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió a acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba. En varias ocasiones, mientras duró aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario, observé cómo el Maestro forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.

Hacia la hora sexta, Longino dio la orden de emprender la marcha. A cada reo, por tanto, le había sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados de  su  vigilancia y  posterior crucifixión. Cuatro de los infantes situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus látigos, reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre antes de la ejecución. El Nazareno ocupaba el tercer y último lugar. 



Los cuatro legionarios que cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de preocupación, confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no estaba en condiciones de llegar al Gólgota. 

Los reos salvaron los 25 primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la puerta Oeste; de la fortaleza Antonia. Gistas aprovechando la penumbra y lo angosto del pasadizo, lanzó un salivazo sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos pudieran ponerle la mano encima arremetió con el filo del patibulum contra el legionario que caminaba a su derecha, dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás, precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En esta  ocasión, el  impacto hizo  que  el  Galileo se  desplomara de  espaldas. El  revuelo fue indescriptible. Varios miembros del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se ensañaron con el guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.

Jesús permanecía inmóvil, boca arriba e impotente para levantarse. Las espinas habían vuelto a herir la nuca y el Maestro, con un rictus de dolor, intentaba adelantar la cabeza, evitando así el contacto con la madera. Algunos de los legionarios que portaban los flagrum, cegados por la ira, se revolvieron también hacia el rabí y comenzaron a golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase.

En un desesperado intento por obedecer, el Nazareno llegó a doblar las piernas, tensando sus músculos; pero, a los pocos segundos, vencido y agotado, desistió. Otro de los romanos se inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba comenzó a tirar de él, en medio de un torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del verdugo era tal que, en uno de aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del legionario se despegaron del rostro de Jesús, llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la barba, el soldado arrancó también parte de la epidermis y del corión o capa interna de la piel, dejando al descubierto -entre borbotones de sangre- las bandas fibrosas del músculo cuadrado (en su zona derecha). Con un fuerte lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el patibulum, presa del insoportable dolor que suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas nerviosas.

El optio, con más sentido común que sus hombres, dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió su marcha, con dos revolucionarios masacrados a latigazos y golpes y con un Jesús de Nazaret irreconocible, consumido por la fiebre y con una debilidad galopante. La sorpresa o el susto del centinela fue tal que no volvió a agredir a Jesús.

Al pisar la cubierta metálica del puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la figura del Maestro. Las caídas habían abierto algunas de sus heridas, empapando nuevamente la túnica, que había perdido su color original. Varios regueros de sangre corrían sin descanso por sus tendones de Aquiles, encharcando las sandalias.
Arrastrando los pies, el Maestro fue aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia. Su respiración era cada vez más fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose centímetro a centímetro. Nada más abandonar la fortaleza fuimos sorprendidos por un viento racheado, procedente del este, llegaba cargado de polvo y arena. 

José de Arimatea me enteró, que una vez logrado el pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los sacerdotes salieron de  la  fortaleza, discutiendo y  preparando su  próxima acción: El  apresamiento y aniquilación de los discípulos de Jesús.

Los dirigentes judíos, al leer el «INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del optio y del pelotón y, airadamente, protestaron por la inscripción.  Longino trató de calmar los exaltados ánimos de los hebreos, haciéndoles ver que aquellas tablillas habían sido escritas de puño y letra por el propio procurador. Fue inútil. Los saduceos exigieron que el centurión cambiase el texto, retirando la expresión: «rey de los judíos». La tensión llegó al máximo cuando algunos de aquellos desarrapados tomaron piedras, arrojándolas contra los soldados. El centurión, sin perder los nervios, señalando el tercer tablero -el  correspondiente a Jesús Nazareno- recordó a los sanedritas que, si  deseaban cambiar la inscripción, volvieran a Antonia y discutieran el asunto con Poncio.  Aquellas palabras de  Longino  apaciguaron  la  cólera  de  los  judíos  y  tres  de  los  jueces  se  retiraron apresuradamente en dirección al Pretorio, dispuestos a negociar lo que consideraban un insulto a su nacionalismo.

Civilis me relató tiempo después aquel encuentro con los «despreciables sacerdotes. Al parecer, cuando los saduceos se convencieron de la dura e intransigente postura del romano, le sugirieron que, al menos, modificase el texto, cambiándolo por otro que dijese: «Ha dicho: soy el Rey de los  Judíos. » La respuesta de Poncio fue idéntica a las anteriores: « Lo que he escrito, escrito está por mí.»  Y la representación del Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes amenazar al gobernador con un sinfín de maldiciones y castigos divinos...

Los ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas de la ciudad alta de Jerusalén, tratando así de ejemplarizar a las masas. Longino, hombre de gran experiencia, varió el camino con el fin de evitar complicaciones para sus hombres y para él. En esta ocasión, el centurión se decidió por un camino mucho más corto.

 "Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una « vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea y que discurría casi paralelamente al valle del Tyropeón".

Fue precisamente al bajar por aquella corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos, cuando el  renqueante y  humillado cuerpo del  Nazareno perdió nuevamente el  equilibrio, cayendo en tierra entre una nube de polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que fueron a estrellarse entre las piedras.

La  tercera  caída  del  prisionero  obligó  a  detener  la  comitiva.  Dos  de  los  verdugos retrocedieron y, a latigazos, intentaron que el Maestro se incorporase. Con la boca abierta, resoplando y en mitad de una nueva elevación del ritmo cardíaco, el gigante -que había quedado de rodillas- logró al fin elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el flagrum, no respondió. El Hijo del Hombre apretó los dientes con todas sus fuerzas. Los músculos  del  cuello  volvieron  a  tensarse,  produciéndose  una  peligrosa  contractura  del esternocleidomastoideo. Sus ojos cerrados reflejaban un firme deseo de vencer el peso del madero, pero el agotamiento, la sed y el cada vez más preocupante descenso de la volemia (en aquellos momentos era muy posible que el rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre), pudieron  más  que  su  voluntad y,  a  pesar de  los  latigazos, el  cuerpo del  reo,  lejos  de recuperarse, fue inclinándose más y más, hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha.

En ese crítico instante, la voz del centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por otros dos soldados, se encargó de empujar el patibulum, aliviando así la recuperación del prisionero. Una vez en pie, la comitiva continuó, y partir de allí, hasta el Gólgota, el camino fue mucho más dramático; en continua pendiente...El Nazareno tambaleándose y respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar de metros. Aquello sumaba alrededor de 250 desde nuestra salida de Antonia. De pronto se detuvo. El leño osciló nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus rodillas, presa de convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la áspera pendiente. 

No pude evitar un sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era capaz de continuar -del modo que fuera- hacia su propio fin...El agotamiento físico, y estimo que mental, estaba rozando nuevamente el estado de shock. Las puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una tonalidad violácea, señal inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores, fruto del agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos momentos, era más que seguro que sus brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización, sumando con ello un nuevo y punzante dolor, (Este proceso de tetanización sería uno de los más arduos suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros minutos de la crucifixión.)

Con la cabeza y el tronco flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno, envuelto en oleadas de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas de polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos, barba y rostro.
La respiración fue haciéndose más y más rápida y, cuando había ganado otros cincuenta escasos metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús avanzaba  ya  con movimientos  muy  bruscos,  casi  a  sacudidas,  con  una  típica  marcha «espástica», consecuencia de la rigidez muscular. De pronto le vi levantar el rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin que nadie pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.

Antes de que el centurión tuviera tiempo de intervenir, los soldados la emprendieron a patadas con el inerme cuerpo del Nazareno.  Los catorce clavos en forma de «5» de las suelas, fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las áreas donde descargaron los puntapiés: Riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.


Allí, cuando faltaban escasos metros para coronar la pendiente, las fuerzas habían abandonado definitivamente al reo. El Maestro había perdido el conocimiento. La llegada de Longino zanjó aquella estéril paliza. Reprochó a los soldados aquel absurdo comportamiento. Se agachó y colocando sus dedos en la arteria carótida comprobó el pulso. -Aún vive -exclamó aliviado. Los cuatro guardianes que le habían sido adjudicados procedieron a levantar el patibulum. Pero Jesús quedó materialmente colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho. Dos de los verdugos depositaron los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así con el cuerpo desmayado prisionero. El pelotón reanudó la  marcha. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100 metros, fueron arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas, ulcerando aún más los tejidos. Una vez junto a la muralla, los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del alto muro. Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús. Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados y su cabeza quedó inclinada sobre el tórax. Los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.

El tropel de curiosos no tardó en asomar, el tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y la mayor parte, tras echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos llegaron a reconocer al Nazareno.

El  centurión  y  su  lugarteniente  volvieron  a  examinar  a  Jesús.  Ambos  se  mostraban seriamente preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de cuero extrajo de éste un cántaro de barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas y, protegiéndolo del polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto color verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús que, al contacto con lo que en un principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al fijarme aprecié cómo los labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en sus bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje.  Al terminar, su boca quedó entreabierta, con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente sensación de frío.  Entonces, al reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis dedos el labio inferior descubrí la dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido y el segundo presentaba sólo una parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber ocurrido en alguna de las cuatro caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.

Al notar la suave presión de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo sus ojos. El izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la ceja. Mi mirada debió ser tan intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en aquella pupila. La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en la gravísima deshidratación que padecía. La temperatura del labio era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el delicado estado del reo.

Longino se incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al camino, observando a los transeúntes. Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de la escolta. Después comprendí por qué se había alejado del pelotón.

Mientras observaba cómo el Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta mujeres apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con su lanza.  Las mujeres rompieron a llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas. El Galileo giró entonces su cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente. Después, ante la sorpresa general, exclamó con una voz ronca:

-¡Hijas de Jerusalén...! No lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los vuestros...

El viento golpeaba los mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una breve pausa, añadió:

-Mi misión está casi cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles males para Jerusalén no ha hecho más que empezar...

Los escalofríos arreciaron y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:

-Veréis llegar días en los que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no amamantaron a sus pequeños...» En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras para libraros del terror de vuestras tribulaciones.

Aquellas mujeres habían sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro. A excepción de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría pocos minutos después-; el resto no había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro, ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por ello dirigió aquellas palabras al puñado de seguidoras.

El soldado, sujetando el pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una de ellas, en lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la mujer en su otra mano la dejó pasar.

 La hebrea, a quien yo había visto en las faenas domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas! ¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos preferidos de Jesús...La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la boca del Maestro.

No hubo tiempo para más. El mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar. 
Conmovido por aquel postrer gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino.  Junto a él se hallaba un hombre corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los hebreos, por unos pantalones de color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad de la pierna. Por lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del centurión cargó el  patibulum de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus latigazos sobre las espaldas de los «zelotas».

Longino ordenó a dos de sus hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes colgaron sus escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas. 
La comitiva con Arsenius abriendo el cortejo, detrás, a cosa de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos, sosteniendo al rabí. E inmediatamente, cerrando el pelotón,  el llamado Simón, natural de Cirene, un país situado entonces en el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.

Aquel cireneo, fue elegido por el centurión por su fuerza física. Había acudido a la fiesta de la Pascua y, al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de las murallas. De ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del campo». Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos, se dirigía por la ruta de Jaffa, hacia el Templo. Por supuesto, en aquel tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús.   Algo había  oído,  sí,  sobre  sus  prodigios  y  curaciones,  pero,  al  menos  en  aquellos  históricos momentos, la tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura curiosidad.

Años más tarde, sin embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en eficaces propagadores del evangelio en el norte de África.

Los hombres que ayudaban al Nazareno habían pasado los brazos de éste por encima de sus respectivos hombros, sujetando al reo por la cintura y por ambas muñecas. Y así, inválido, arqueando la pierna derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada, aquel despojo humano fue socorrido y trasladado hasta el pie del Gólgota.

 De acuerdo con mi cómputo, la «vía dolorosa»  -nunca mejor empleado el calificativo- había supuesto un total de 480 metros, aproximadamente.

Eran las 12.30 horas del viernes, 7 de abril.

Me encontraba ya al pie del «Rás» o «Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota. Las ráfagas de viento, más que silbar, ululaban. Sólo había seis «árboles» mutilados, desnudos, mostrando aquí y allá las «cicatrices», firmemente hundidos en las fisuras de la roca. ¡Eran los stipes, palus o staticulum. Durante unos minutos que me parecieron interminables, tanto los «bandidos» como Jesús permanecieron con la vista fija en aquellos troncos. El silencio, quebrado por la tempestad, fue dramáticamente significativo.

Gistas, el zelota mas viejo fue el primero en crucificar, y antes de izar el patibulum con Dismas surgió la duda ¿En  cuál  de  los  dos  maderos libres  debían  crucificarlo? Los legionarios preguntaron al oficial y éste se encogió de hombros. Fue el encargado de los clavos quien aportó una solución, bien recibida por todos.

-Dejemos al «rey» en el centro...-comentó divertido. Y así se hizo. Fue ésta la razón por la que los llamados «ladrones» quedaron a derecha e izquierda del Maestro.

Eran las 13 horas...

Concluida  la  crucifixión  de  los dos zelotas, los  soldados  clavaron sus ojos en Jesús de Nazaret. Mi corazón volvió a estremecerse al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de los rostros de los romanos. El Maestro fue levantado sin más dilaciones. Le fue retirado el manto púrpura que aún conservaba sobre los hombros, amarrado a la altura del cuello, tocándole después el turno al ropón.

Cuando uno de los soldados se disponía a retirar la túnica, otro de los guardianes reparó en el trenzado de púas, haciendo notar que, o desgarraban la prenda o había que retirar primero el yelmo. El optio, al apreciar que se trataba de una túnica sin costura, ordenó a los verdugos que le despojaran de la «corona. Al  parecer era costumbre «no oficial » que los verdugos se repartieran la ropa del ajusticiado. Así que uno de los romanos se situó frente a Jesús, introduciendo lentamente sus dedos por dos de los huecos del casco. Cuando las manos habían agarrado el haz de juncos a la altura de las orejas dio un violento tirón hacia arriba. El Galileo se estremeció. Pero el yelmo de espinas no terminó de desprenderse. Algunas de las largas y afiladas púas estaban sólidamente incrustadas en la carne y aquel primer intento sólo consiguió desgarrar aún más los tejidos, provocando el nacimiento de nuevos hilos de sangre.

El Nazareno apretó los labios y esperó el segundo tirón. Al jalar hacia los lados, en efecto, muchas de las espinas de las áreas parietales y frontal se desprendieron. Y el verdugo repitió la maniobra. El empuje vertical fue tan violento que el yelmo saltó, pero las púas ubicadas sobre las mejillas y nuca arañaron la piel y dos de las espinas -clavadas en el tumefacto pómulo derecho y en el músculo elevador izquierdo- se partieron, quedando alojadas en ambas regiones del rostro. Un  gemido  acompañó aquella  brutal  retirada  y  los  saduceos, pendientes del  Maestro, acogieron la maniobra con aplausos y aclamaciones. Antes de que el rabí tuviera ocasión de recuperarse de los nuevos y agudos dolores, dos de los soldados levantaron sus brazos, mientras un tercero procedía a desnudarle, recogiendo la túnica desde el filo inferior. Al descubrir las piernas sentí cómo mi corazón aceleraba su ritmo.

Se hallaban cruzadas y recorridas en todos los sentidos por regueros de sangre, coágulos, hematomas azulados o reventados y una miríada de pequeños círculos, la mayoría abiertos por los clavos de las sandalias  romanas. En  cuanto  a  las  rodillas,  la  izquierda  presentaba  una  considerable hinchazón. La derecha, aunque menos deformada, se hallaba abierta en la cara anterior de la rótula, con desgarros múltiples y pérdida del tejido celular subcutáneo, pudiendo apreciarse incluso, parte del  periostio del  hueso. El legionario, al comprobar que el tejido se hallaba pegado a las brechas, no lo dudó. Giró la cabeza y, sonriendo maliciosamente a sus compañeros, fue elevando la túnica con lentitud.  El lino fue desgajándose de las heridas, arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira.

Al fin, cuando la túnica estuvo replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados bajaron los brazos y la cabeza del rabí, retirando su última vestimenta. Y el Hijo del Hombre quedó totalmente desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas hemorragias. Al ver aquella espalda, Longino quedó perplejo. El madero había erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas de la paletilla derecha y la piel situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». Los codos se hallaban también prácticamente destruidos por los golpes y caídas.

 En cuanto al antebrazo izquierdo, la fricción con la corteza del patibulum había deshilachado el plano muscular, con pérdida de sustancia y amplias áreas amoratadas. Pero la visión más terrorífica la ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos de los hematomas y masacrado muchas de las fibras musculares vitales en la función respiratoria.

Los curiosos y transeúntes que habían ido engordando el grupo inicial de testigos rompieron aquellos dramáticos momentos, burlándose y acogiendo con largas risotadas la desnudez del Galileo. Los sacerdotes, sobre todo, fueron los más corrosivos. Algunos, incluso, llegaron a saltar sobre las peñas inferiores del Gólgota, gesticulando e imitando a Jesús, quien, humillado y con la cabeza baja, ocultaba con ambas manos su región pubiana.

Libres de  la  tenaza del  yelmo de  espinas, sus cabellos empezaron a  flotar al  viento, descubriendo las huellas de los latigazos de Lucilio sobre sus orejas.
El  Maestro  seguía temblando de frío. La fiebre, en lugar de ceder, seguía acosándole. Como era costumbre, Longino se dirigió al grupo de mujeres y les invitó a que repitieran con el rabí el suministro del brebaje (Consistía básicamente en un vino aguardentoso al que se le añadía el contenido de una o varías vejigas biliares de buey recién sacrificado). “Libro de los Proverbios -dad bebidas fuertes al que va a perecer y vino al alma amargada-”

Cuando aquella piadosa « asociación »de mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto de hiel de buey en un vino o aguardiente de elevada graduación alcohólica.  La fulminante acción metabólica de la bilis «liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida y notable embriaguez que embotaba su cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos y enervando o debilitando sobre todo su consciencia.

Las hebreas, con paso presuroso, se dirigieron hacia el Maestro, ofreciendo a Jesús el apestoso líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco, animándole para que bebiera; Pero el encorvado gigante  no  se  decidía. Sus  manos  no  se  habían  movido  de  sus  genitales. Y respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando el recipiente de forma que pudiera apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro entreabrió la  boca. Nada más gustarlo y  percatarse de su naturaleza,  retiró la cara, negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a las hebreas y al centurión. Aquéllas miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros, dando por finalizado el asunto. -Es la hora -advirtió el centurión- Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por los brazos. De espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron hacia tierra, al tiempo que un tercer legionario repetía la zancadilla. En esta ocasión, la extrema debilidad del reo fue más que suficiente para acelerar su caída. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar seguía  aullando,  convulsionándose a  ratos.  Pero  los  soldados  no  le  prestaban  la  menor atención.

Una vez con las paletillas sobre el madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro sobre el patibulum, al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro con las rodillas.  Las palmas quedaron hacia arriba, con las puntas de los dedos levemente flexionadas, temblorosas y -como el resto de los brazos y antebrazos- salpicadas de sangre reseca.  La pierna izquierda, inflamada a la altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el encargado de la cadena se ocupó de estirarla, bajándola con un seco palmetazo sobre la rótula. El Galileo acusó el dolor, abriendo la boca; pero no emitió gemido alguno. Longino, en su rutinario puesto -junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.


Los ayudantes del verdugo principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta izquierda del tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del Maestro.  Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior al  patibulum. Si  el  prisionero intentaba forcejear, al  aferrarse al  filo  se  hubiera cortado irremisiblemente. El  grado de crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener límites...El soldado que se disponía a martillear el clavo - sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros, rubricando su sorpresa con un significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente atónitos, respondieron con idéntica mueca.

Longino, cansado de sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe con otro leve movimiento de cabeza. Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la altura del conglomerado de huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La punta, algo roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de sangre.

La punta del clavo, al abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de comprender. Instantáneamente, los brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto, permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos segundos, se abrieron, y el reo, cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó a inhalar aire con una respiración corta y anhelante. Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de su asombro.

Al fin, derrotado por el dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la roca. Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo derecho, acelerando el ritmo respiratorio. Jesús sólo tomaba aire por la boca. El verdugo cambió de posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta segunda perforación iba a presentar complicaciones... Arsenius y el oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar problemas, había empezado a despertar una profunda admiración en Longino y en su lugarteniente.

El segundo mazazo fue tan preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente, apuntando con su cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera del patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco. En este segundo enclavamiento, el rabí no levantó siquiera la cabeza. Se limitó a abrir la boca al máximo, emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.

-¿Qué sucede? -preguntó el centurión al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros por encima de la muñeca derecha. El verdugo despegó el brazo y examinó la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de los dedos sobre la corteza movió la cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que había dado con un nudo. Sentí cómo me ardían las entrañas. Sin  perder la  calma, el  legionario depositó nuevamente la  taladrada muñeca sobre el patibulum y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y pulgar se dispuso a vencer la resistencia del inoportuno obstáculo con un nuevo golpe. El  impacto fue tan  terrorífico que la  sección piramidal del  clavo se quebró a escasos centímetros de la ensangrentada piel del reo. El nuevo contratiempo llegó aparejado con una soez imprecación del legionario.

Arrojó el mazo a un lado y ordenó a sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después, aprisionando como pudo el extremo del metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del clavo. Fue en vano. La punta había conseguido perforar el nudo y el metal se resistió. Entre nuevas maldiciones, el enojado infante se incorporó. Pisó la zona cúbito-radial de Jesús con su sandalia izquierda y comenzó a remover el clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro. Hasta Longino palideció a la vista de aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo, buscando la liberación del metal, ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos e inundando de sangre sus propios dedos, el patibulum y la roca.

A cada movimiento pendular del soldado, en su afán por extraer la pieza, Jesús de Nazaret respondió con un lamento. Cinco, seis..., ocho sacudidas y otros tantos gemidos, acompañados de algunos resoplidos y de varios movimientos de cabeza. Pero aquel gigante no estalló; no protestó... Al fin, después de una eternidad, el verdugo separó la punta del tronco. Y tras sacar la enrojecida y goteante barrita metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su interior. Al volver junto al Nazareno observé que traía una especie de barrena corta, con una manija de madera. Retiró el brazo del Galileo y tras escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero, limpió con la mano la zona donde se ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca en espiral en el orificio practicado por el clavo. Y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la manija, hizo girar el vástago de hierro, taladrando la casi pétrea rugosidad con movimientos lentos pero firmes.

Cuando el soldado consideró que había barrenado el patibulum suficientemente, buscó en su cinto y se hizo con otro clavo. Antes examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el antebrazo del reo a la posición inicial. Sin embargo, en contra de lo que suponía, antes de tomar el mazo, atravesó la muñeca por el holgado orificio. Cuando la punta amaneció por la cara dorsal, el verdugo la introdujo en el agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió el martillazo. Salvado el nudo, el clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe, el brazo derecho del Maestro quedó definitivamente fijado.

Ayudados por el optio, izaron el patibulum. Las fuertes ráfagas de viento, acuchillando el cuerpo del Nazareno con sucesivas cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades el levantamiento. El centurión reclamó a gritos la presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad del Gólgota, distribuyéndolos al pie de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba desde lo alto. En uno de aquellos tirones, tras inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó fugazmente la cabeza y dirigiendo la mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:

 -¡Padre!..., ¡perdónales!... ¡No saben lo que hacen!

Los infantes, al escuchar la quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en arameo.
 Creo que, salvo uno o dos legionarios, el resto no le entendió. La pareja que sí había comprendido se miró, y antes de traducir las frases del reo, uno de los soldados cruzó el rostro de Jesús con una bofetada.

-¡Maldito hebreo! -masculló el que le había abofeteado-... ¡Ni muertos ni vivos son dignos de piedad! La versión del traductor fue correcta, pero los incultos legionarios interpretaron sus frases erróneamente.

-Así que no sabemos lo que hacemos... -le gritó el que había practicado las perforaciones-. ¡Pues espera y verás! Y dirigiéndose al centro del Calvario recogió del suelo el yelmo de espinas, regresando en el acto ante el Galileo. El verdugo separó el cráneo del Maestro del patibulum y de un golpe le encasquetó el capacete de púas en la cabeza.   La multitud, que en aquellos momentos debía oscilar alrededor de las 2.000 o 3.000 personas, aulló de placer al ver el gesto del romano. El Maestro permaneció con la cabeza baja y sus torturadores continuaron con el izado del tronco.

El gentío -cada vez más excitado- se unió a las interjecciones de los legionarios. animándoles con sus «¡ey!» «¡Ey!... ¡ey!...»

El cuerpo del Galileo se despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora «cuenta atrás» hacia una escalofriante agonía.

En varias ocasiones, acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y, sobre todo, un punto de apoyo. Esos puntos sólo podían ser los clavos que le atravesaban los carpos. Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital, haciendo desistir al Maestro.

Estas sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno fueron transformando su respiración en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada vez menos efectivo.  El fantasma de la asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del Hombre... Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por minuto!.
 Mientras remataba el ajuste del palo transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la pierna derecha de Jesús, forzando el abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las nalgas del madero. Su rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se disponía a clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo, hasta que ésta -completamente plana- tocó la stipe. Y un tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue de flexión.

A pesar de los horribles dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo! Aquella inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa fase de progresiva asfixia.  Sus inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas, cortas y a todas luces insuficientes para llenar y ventilar los pulmones.
El verdugo situó el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo. La dobló violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.

Al ver consumada la crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando la macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre todo, mostraban una especial satisfacción. 

Eran  las 13.30 horas de aquel viernes, 7  de abril.

Algunos de los saduceos comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:

-¡Ha salvado a los demás, pero no puede salvarse a sí mismo!
-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz? Tú, que querías destruir el Templo y reconstruirlo en tres días..., ¡sálvate a ti mismo!
-Si tú eres el Rey de los Judíos -interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos...
-Se ha confiado a Dios -bendito sea- para que le liberara y ha llegado a pretender ser su Hijo... ¡Miradle ahora!: crucificado entre dos bandidos.

El oficial hizo inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio».

A uno le correspondía la capa de púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par de sandalias y el último se vio recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba la túnica.

¿Qué hacer con ella? Algunos insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se opuso. A pesar de su deplorable aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el agua y la orina de Lucilio, sucia del polvo del camino y con algunos deshilachados a la altura de las rodillas-, aquella prenda, tejida a mano, merecía un final más honorable que el de romperla en tiras y fajar las piernas de los romanos, para protegersen de la tormenta de arena. La solución fueron los dados. Formaron un cerrado círculo y, uno tras otro, fueron arrojando los pequeños cubos de madera: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para el segundo jugador); 1-3-5- (en el tercero) y 1-5-3 en la última jugada. El ganador plegó cuidadosamente «su» túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban frases hirientes contra el Maestro.

De pronto, entre berrido y berrido, Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su cabeza hacia la izquierda, gritándole al Maestro:

-Si eres el Hijo de Dios... ¿por qué no aseguras tu salvación y la nuestra?

Pero el Maestro no respondió. Si lo hizo en cambio el otro guerrillero. Y con voz balbuceante le reprochó a su amigo:

-¿No temes tú mismo a Dios?... ¿No ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros actos?...Dismas hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó: ¡Pero... este hombre sufre injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de nuestros pecados... y la salvación... de nuestras... almas?.

Y la boca del Nazareno se abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la inspiración del aire polvoriento que nos azotaba. Al  observar el  titánico esfuerzo de Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a hablarle:

-iSeñor! -le dijo con voz suplicante-. ¡Acuérdate de mí... cuando entres en tu reino!

Y al tiempo que expulsaba parte del aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las arterias del cuello tensas como tablas, acertó a responderle:

-De verdad... hoy te digo... que algún día estarás junto a mi... en el paraíso...

y a las 14.05 horas, tras finalizar aquel terrible “siroco” (tormenta de arena), los guerrilleros y Jesús de Nazaret que se encontraban ya sin conocimiento; sucedió algo que nos dejó perplejos.

Al principio como un punto brillante. Después, conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna llena», de un color mate. Los soldados no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan perplejo como yo. Aquella «cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. 

Sus dimensiones: ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente superior a la de toda la ciudad santa... Un  pánico irracional se había enroscado entre los soldados y el medio centenar de curiosos que permanecía junto al Gólgota.

A las 14 horas y 8 minutos, el objeto osciló ligeramente - como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel (18000 pies) volvió a hacer estacionario. En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén.

Esta interposición con el sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes gobernaban aquel inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación quisieron que el «eclipse» pudiera ser observado paso a paso.

A los pocos minutos de iniciarse las «tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se destacó una veintena de personas. Eran el joven Juan, Le acompañaba Judas hermano de Jesús y unas 18 mujeres, todas ellas semiocultas por sus ropones.

Con voz temblorosa el joven  dirigió a Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante, permitiera a la madre de Jesús de Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo primogénito. Longino autorizó con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de que la permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible. A los pocos segundos tuve ante mi a la madre terrenal de aquel Gigante...

Aquella hebrea de rostro extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba clavado su hijo. Juan  rompió  a  llorar,  aferrándose  al  brazo  de  la  Señora. Sin embargo, ante mi sorpresa, María no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de manos, reflejaba su aflicción.

El oficial, en otro gesto que decía mucho en su favor, aproximó una improvisada antorcha al cuerpo del Maestro, con el fin de que su madre pudiera contemplarle mejor, el Galileo, alertado quizá por el resplandor rojizo del fuego, despegó la barbilla del pecho, descubriendo a su familia.

 Su respiración volvió a agitarse y su ojo derecho se abrió al máximo. La mujer, al igual que Juan y Judas  o Jude el hermano carnal de Jesús, no despegaron ya sus miradas del rostro del crucificado. El Nazareno, en un titánico esfuerzo por hablar, contrajo los músculos abdominales y, casi al unísono, la agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar, buscando la energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo. María,  al  contemplar el  desesperado esfuerzo de  su  hijo,  bajó  la  cara  y  sus  piernas flaquearon. Pero Juan y Judas la sostuvieron. 

-¡Mujer...! 

La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el semblante de aquella hebrea se iluminó.

-¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu hijo! 

Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin acertar a comprender. Después, desviando el rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas: 

-¡Hijo mío..., he aquí a tu madre!

La menguada inhalación del crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y apurando sus últimas posibilidades, ordenó entre jadeos:

-Deseo..., que abandonéis este... lugar.

Los hombres hicieron intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en silencio, avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla derecha  de  Jesús. Después, ocultando su  rostro  entre  las  manos, abandonó el  peñasco, prácticamente sostenida por Juan y su hijo.  

Juan y Judas la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén; pero el resto de las mujeres continuó a corta distancia, pendiente del agonizante crucificado. Allí estaban, entre otras seguidoras y creyentes, Ruth, su hermana carnal. Salomé, la madre de Juan; Mirián, esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca y María, la de Magdala.

Algunos de los infantes, tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba, empezaron a gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto, se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:

-¡Salud y suerte al rey de los judíos! La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo. Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración, exclamó:

-¡Tengo sed!

El optio consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que cerraba la cántara con el agua avinagrada. Jesús abrió la boca, mordiendo ansiosamente el corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza.


-14.40 horas...

El Maestro, con las costillas tensas como ballestas y las arterias pulsando sin descanso, despegó la barbilla del tórax. Su ojo derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o desviación divergente. Frunció las cejas y con un gemido suplicante exclamó:

-¡Tengo sed!

Longino repitió la maniobra pero, en esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron el cierre esponjoso de la cántara. El centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de la cara del Galileo, con lentos movimientos de derecha a izquierda. Pero la pupila, muy dilatada, no llegó a moverse. ¡Jesús había empezado a perder visión!

El oficial examinó detenidamente el rostro del rabí. Éste -comentó Longino con cierto desaliento- está listo.

-14.45 horas...

Izándose de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que sería su penúltima bocanada de aire. A partir de esos instantes, presa de una taquicardia mucho más agresiva, el Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar lo que me parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi ininteligible. El Maestro no trataba de decirnos nada. Simplemente, ¡estaba rezando!

Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano descubrirá a todos mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» Este último (salmo 22,2) dice exactamente: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la salvación mis rugidos.»

Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía querer atrapar la vida, que ya se le iba...La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:

-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!

Hacia las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en coma. El fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes, 7 de abril del año 30.

-Ha muerto...El centurión pronunció aquellas dos palabras con cierta piedad.

y con una sincronización que aún me aterra, aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la misma lentitud con que había cubierto el sol, así fue desplazándose hacia el Este, devolviéndonos la transparente luminosidad de aquel viernes. Fue entonces, cuando el centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció: 

-¡Ciertamente era un hombre integro...! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios...




Fuente: CABALLO DE TROYA