JUICIO A JESÚS DE NAZARET
Poco
antes de las seis de la mañana, el pelotón que conducía a Jesús se detuvo
frente a un caserón muy rústico,
situado a escasa
distancia del gran
rectángulo del Templo.
Aquel
lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor», formado única y exclusivamente
por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y, en
consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial. Frente a
cada uno de los dos extremos del semicírculo, se hallaban dos escribas
«judiciales».
Jesús, siempre en compañía del legionario que
controlaba la cuerda que amarraba sus muñecas, fue obligado a situarse de cara
a los jueces. En
los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban
alrededor de los 60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del
Nazareno debió causarles una honda impresión.
Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en
sus cuchicheos. Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de
los policías invitaron al grupo de judíos que aguardaba en la sala contigua a
que se aproximara al consejo.
Aquellos «testigos» comenzaron a declarar contra
las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como
desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del
sábado y de las leyes mosaicas que -según ellos- había cometido Jesús y su
«grupo de desarrapados galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de
forma precipitada por el Sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo
la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos llegó a ser tan
lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se
revolvían nerviosos y violentos en sus asientos. El Maestro,
que en esta
ocasión sí había
levantado su rostro,
permanecía impasible, sobresaliendo sobre sus acusadores, no sólo por su talla sino, sobre todo, por su
porte majestuoso.
Aquel talante sereno, sin la más débil sombra
de orgullo o engreimiento, exasperó aún más a Caifás y a sus cómplices, que no
entendían cómo un hombre podía guardar semejante calma cuando todo apuntaba
hacia una posible sentencia de muerte.
Este
profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que
consta que fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es
reo de exterminio...Otro
de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala
la multiplicación de los panes y peces. De
acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al
pueblo con sus actos. Muchos
pudimos ver entonces cómo este enviado del Príncipe de los demonios llevaba a
cabo el acto y sus discípulos le secundaban...Un murmullo de aprobación se
extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.
-Según
el Levítico -argumentó otro de los hebreos-el reo adquirió impureza por
contacto con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a
violar la sagrada creencia de la resurrección de los muertos, sacando de la
tumba a Lázaro...Algunos
de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los
muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. La momentánea tensión entre los jueces se vio
disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico»
de haber levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del
sofar».
-Aquel
dato me hizo pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los
levitas del templo nunca se prolongaba más allá de los 15 segundos, la
resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó hasta que aquél volvió a la
vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos-.
La
acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo
sacerdote -cada vez más descompuesto-
apremió a los siguientes testigos para que continuaran; pero las
siguientes alegaciones no fueron más brillantes...Varios
de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al
tribunal otro de los «delitos» de Jesús: «No
haber comido el obligado cordero pascual...»
Aquella
información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que
había llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía
detrás del grupo de testigos, aunque en ningún
momento llegó a testificar. (Las normas de
aquellas gentes prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al
Consejo.)
La ley mosaica, establecía que todos los
israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la
Pascua. Sólo
años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo
IV suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea costumbre comer carne, no
se coma».
Uno
de los últimos acusadores, aludiendo a otra de las leyes judías, llegó a acusar
al Nazareno de «homicidio frustrado». Su
endeble e irrisorio argumento, se basaba en otra norma que decretaba la
culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal
que resultase muerto.
El
aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una
adúltera, salvada del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la
muchedumbre, invitó a que «aquel que estuviera libre de pecado arrojase la
primera piedra».
Para
el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al
asesinato...La
grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y
el resto de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En
la sala se hizo un espeso silencio y uno de los saduceos, el que se sentaba a
la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar a un individuo
menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala. Se trataba de Anás. El
poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal, era en
realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una
avanzada dolencia de Parkinson.
Como
sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos», ocupó el asiento ubicado a
la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente,
el resto de los jueces volvió a acomodarse y Caifás indicó a los testigos que
prosiguieran. A
pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás conservaba unos
ojos de rapaz
nocturna, grandes y
vertiginosos. Nada más
sentarse recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el
temblor de sus manos se acentuó. Jesús
sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos
bajo el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el
inquisidor de turno, pareció olvidarse del Galileo.
Este
hombre –proclamó el testigo- afirmó que destruiría el templo y que en tres días
edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los jefes del templo habían encontrado, al fin,
un argumento condenatorio lo suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había
dicho Jesús. Además, ni este testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había
dicho su compañero, hicieron alusión alguna al decisivo gesto
del rabí cuando,
al tiempo que
pronunciaba aquellas proféticas
palabras, señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si
no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron
ponerse de acuerdo.
Antes
de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los sacerdotes jefes fue general,
turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e
incredulidad. Caifás
levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en
su rostro. Y el silencio se restableció poco a poco.
En
esos momentos, Anás hizo una señal a su yerno. Este se inclinó y el ex sumo
sacerdote le comentó algo al oído. Al
terminar, ambos tenían los ojos fijos en Jesús.
Jesús
seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había logrado alterar su
ánimo. -¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás,
con aquella voz chillona y desagradable.
Los
jueces, testigos, levitas y el resto de
105 asistentes, incluido Judas, esperaron la respuesta del Galileo. Fue inútil.
El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus labios. Aquel
silencio del acusado, unido a su gran entereza hizo enrojecer a Caifás. Sus
párpados empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente presa de un «tic»
nervioso.
Lo
que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de
que hacía constante gala el Maestro.
Cuando
todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó.
Extrajo un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras
procedía a desplegarlo, anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de
destruir el Templo, era razón más que suficiente como para considerar las
siguientes acusaciones...» Y
con voz premiosa y vacilante, dio lectura a los cargos que, obviamente, habían
sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«...
El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»…
El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el
Templo sagrado y, además, puede destruirlo.
»...
El acusado enseña y practica la magia y la astrología. La prueba de que prometa
edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es
concluyente.»
Juan,
estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz: la redacción de
semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con los
falsos testigos. Pero
las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar. Anás
volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin
embargo, Jesús no movió un solo músculo. El anciano,
visiblemente contrariado, se
dejó caer sobre
el banco y
aquel denso y amenazante silencio inundó de nuevo la
cámara.
En
un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le
conminó con el dedo, gritándole:
-En
nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el
liberador, el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!-
Esta
vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí
dejó oír su potente voz:
“Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales”.
“Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales”.
Y
fuera de sí, exclamó -¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la
blasfemia de este hombre...! ¿Qué creen y cómo hemos de proceder con este
violador?
La
treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie, vociferando a coro: -¡Merece
la muerte...! ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!-
La
acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás, demostraban que su
organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la
misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras, volvió a
encararse con el Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de
Jesús, que hirieron el pómulo. Pero
el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a
levantarlos hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había
visto congregados a los testigos.
El
yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía
vociferando: «¡Muerte...! ¡Muerte...!»
Juan
se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y
desesperación. Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en
defensa de Jesús.
Anás
que permaneció sentado y en silencio, solicitó calma y dirigiéndose al alterado Consejo, sugirió que
se buscaran nuevas acusaciones; especialmente, cargos que pudieran comprometer
al Nazareno frente a la autoridad romana. Les dio a entender que aquellas
alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero
los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un
buen rato discutieron acaloradamente. No deseaban demorar el proceso por dos
razones básicas:
Primera,
porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los
trabajos debían concluir antes del mediodía.
Segunda,
porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador
dejara Jerusalém, regresando a Cesárea.
Anás
no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se
levantaron, abandonando la sala; pero antes, uno tras otro, pasaron por delante
del Maestro, escupiéndole en el rostro. Si
no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos,
quizá a partes iguales.
Cuando
el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar
una de las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada; el joven discípulo volvió su cara, impresionado por las repugnantes expectoraciones que
ocultaban casi el rostro y barba del dócil Jesús. Juan
fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los
rincones de la sala.
De
esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera
parte de aquel «juicio». Eran las seis y
media de la madrugada... Aquel
alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret, iba a ser en realidad una nueva y
grotesca caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. De
mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal,
reduciendo las 24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión
definitiva de la sentencia, a 30 escasos minutos.
Sin
dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras
Juan, muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro,
salía al exterior, tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y
emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la
sala donde los levitas habían conducido a Jesús. Y
esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín central
del edificio.
Nos
encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío,
desnudo de muebles y sin ventilación alguna. Dos de
los domésticos del Sanedrín sostenían sendas antorchas que,
juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de
ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El
Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras
los policías y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones,
bien recostándose sobre las paredes o sentándose en el duro suelo. Cuando apenas
habían transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había
acompañado al Consejo se asomó a la puerta, llamando por señas a uno de los que
portaban una tea.
Después
de un breve cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio
unos pasos hacia sus compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que,
sin duda, acababa de traer aquel policía.
Los
criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo
continuas ojeadas al preso. Algo tramaban...En
esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la
mirada. Al fin, se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin
pronunciar una sola palabra le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole que
saliera de la habitación.
Aquella señal fue tajante. Pero el discípulo
dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez,
echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta.
En los ojos del Nazareno había una fuerza y
una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar. El
legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con
su mirada. Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía
entender por qué Jesús de Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que
nos abandonase. Lamentablemente, no tardaría en averiguarlo...Una
vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos
segundos.
En
aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-,
adiviné una mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el
gigante bajó nuevamente la cabeza, hundiéndose en sus pensamientos.
Aquella
tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al
Maestro. Los
de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el
criado que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto,
arrojándolo a un extremo de la cámara. A
continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y
comenzó a interrogarle:
-Di,
«príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?
Pero Jesús no levantó
siquiera el rostro.
-Conocemos
a Judas, también a Simón el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son
los demás...? ¡Contesta!
El
Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba
ausente.
-…
Así que te niegas a responder.
Y
el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente,
se volvió, abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como
inesperado. Y el cuerpo entero de Jesús se tambaleó. Los
restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la
palma de la mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus
dedos una y otra vez, tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente
aproximó su mano al manto del Nazareno, restregándola sobre la tela.
Cuando
el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los
guardianes del Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó
una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese y que repartiese
aquellas monedas conmigo. El soborno volvió mudo y sordo al soldado,
quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los ángulos de la
sala. Y
desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el
cuerpo del Maestro.
De
vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a
interrogarle...
-¡Responde...!
¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el
mando...?
Jesús,
con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos
habían ido a estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante
hinchazón.
En
medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y
fortaleza física de aquel galileo. Muchos
de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan delicados y
vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un
hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias
ocasiones- no dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.
El
hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron
en sus agresiones. Sudorosos,
jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos
con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una
cántara de agua, sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que
haya podido inventar el ser humano. Uno
de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus
cabellos. Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo
policía procedió a abrir los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba
el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en la boca del Nazareno. El liquido fue
penetrando a borbotones durante varios e interminables segundos, hasta que,
finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que puso
punto final a la tortura.
Sin
saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué forma!- el
castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el
huerto de Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un
grave y determinante proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente
incrementado después de los azotes.)
El
doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el
levita seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna
izquierda, lanzando un puntapié contra el bajo vientre del indefenso
prisionero. Fue
una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo
que ser tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y
la cabeza del Galileo se enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que
sus rodillas se doblaban. Y en décimas de segundo, el Cristo cayó sobre el
piso, golpeándose el rostro contra las losas.
-¡Estúpidos!- intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-.
¿Es que pretendéis acabar con él...?
El
policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que
había quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó
el contenido sobre la nuca del Nazareno.
Sinceramente,
y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me temía-
había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda,
tuvieron que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela
romano, le incorporasen.
Cuando,
al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús
había palidecido en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto,
posiblemente como consecuencia del
encontronazo con el
suelo. Su nariz,
aunque con algunos
hematomas, no parecía gravemente lastimada por la
caída. La
sangre, sin embargo, había empezado a manar en abundancia, cubriendo en seguida
la mitad izquierda de la cara.
Instintivamente,
el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue
recuperándose, aunque su
rostro no guardaba
semejanza alguna con
aquel semblante majestuoso y
sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín. La
sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la
túnica. Los
secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de
la estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había
desembarazado de su ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del
rabí. Una vez cubierto, otro de los levitas se aproximó a Jesús, gritándole
entre fuertes risotadas:
-¡Profetiza,
liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?
Y
blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano
izquierda descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso
Maestro. Este retrocedió unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de
que pudiera desplomarse, otro de los criados lo abrazó por la espalda,
sosteniéndole. Las
carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue
participando en aquel juego despiadado.
Las
bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada
golpe, el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:
-¡Profetiza...!
¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!.
Hacia
las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de
los muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios
levitas, ordenando a sus colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando
aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro, la sangre se me
heló en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que
no hubiera podido reconocerle. El
bastonazo -supongo que
el primero-, y
a pesar de
que el tejido
había «acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte
de la nariz, provocando la hinchazón de ambas zonas. Este
garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían ocasionado una
aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas
fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba. Los
hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos. Aquel
rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a
algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había
sido brutal.
Y ante mi sorpresa, varios de los levitas,
nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia de lavar y adecentar un
poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por temor a
posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los
seguidores del Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara,
empapando un extremo del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En
un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté
hacia el policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera
proceder al lavado del rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las
posibles fracturas. Hubo «algo» interno que me empujo a tomar semejante
decisión...Los policías
accedieron un tanto
aliviados, pero sugirieron
que fuera diligente
en el «arreglo». El Consejo
esperaba.
Al
tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado
una amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. En
cuanto a la nariz, me dejo con la duda de si aquel impacto había fracturado los
huesecillos «propios» o nasales. Estos dos huesos, son frágiles, pudiendo ser
hundidos con un puñetazo. Al palpar el área del cartílago nasal, el rabí
retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido
con aquel punto de su nariz multiplicó su dolor. Hubo
un especial detalle que, con la debida reserva, me inclinó a creer desde el
primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse hundidos.
(Entiendo,
además, que la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos
del Mesías sería fracturado» bien pudo referirse a los huesos «largos).
En
ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos,
fijando su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto
podía darle. Jesús captó mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios
se estremecieron. Y, de pronto, ante mi desconsuelo, una lágrima resbaló por su
ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la impotencia...
El
sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con
un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los
brazos le empujó hacia la salida.
El
Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta
de sueño, el dolor y el
cansancio después de
aquella paliza habían
empezado a hacer
mella en su organismo.
Los
jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el
legionario y otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al
semicírculo.
Su aspecto, a pesar del rápido lavado de su
rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir la
sorpresa.
Durante
algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando el
suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el
súbito cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Cuando
los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la
palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió
nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de aquella
reunión.
Para el ex sumo sacerdote, la acusación de
blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió
en la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí
de Galilea con la justicia que representaba Pilato.
Al
escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión
debía contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la
curiosidad, le pregunté a Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación
de los jueces. Y
con los ojos húmedos me explicó que, durante la improvisada reunión de los
saduceos y fariseos en el patio central del edificio, «aquellos indignos
sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: Ejecutar a Jesús».
Juan,
a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el
texto de la sentencia, redactado por el propio Caifás. El sacerdote nunca leyó
las acusaciones.
Después
de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, ante el
récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel «simulacro» de
juicio, tres de los fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a
seguir en aquel «proceso»; Los sanedritas habían infringido, al menos, doce de
las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados
con la pena capital.
Aunque
se mostraron conformes con dar
muerte al rabí,
su tradicional sentido
de la «pureza»
les aconsejaba según manifestaron
públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad, «a menos que el
Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué había
sido condenado».
Fuente: CABALLO DE TROYA
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