martes, 24 de enero de 2017

JESÚS ANTE CAIFÁS

JUICIO A JESÚS DE NAZARET

Poco antes de las seis de la mañana, el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un caserón   muy   rústico,   situado   a   escasa   distancia   del   gran   rectángulo  del   Templo.

Aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor», formado única y exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y, en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial. Frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo, se hallaban dos escribas «judiciales».

Jesús,  siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus muñecas, fue obligado a situarse de cara a los jueces. En los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban alrededor de los 60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una honda impresión.  Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus cuchicheos. Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo. 



Aquellos «testigos» comenzaron a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de las leyes mosaicas que -según ellos- había cometido Jesús y su «grupo de desarrapados galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa.  El desfile de falsos testigos llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se revolvían nerviosos y violentos en sus asientos. El  Maestro,  que  en  esta  ocasión    había  levantado  su  rostro,  permanecía impasible, sobresaliendo sobre sus acusadores, no  sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte majestuoso.

 Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.

Este profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la multiplicación de los panes y peces. De acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo con sus actos. Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban...Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.

-Según el Levítico -argumentó otro de los hebreos-el reo adquirió impureza por contacto con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro...Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo.  La momentánea tensión entre los jueces se vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar».

-Aquel dato me hizo pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó hasta que aquél volvió a la vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos-.

La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -cada vez más descompuesto-  apremió a los siguientes testigos para que continuaran; pero las siguientes alegaciones no fueron más brillantes...Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al tribunal otro de los «delitos» de Jesús: «No haber comido el obligado cordero pascual...»

Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de testigos, aunque  en  ningún  momento llegó  a  testificar. (Las  normas de  aquellas gentes prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo.)
 La ley mosaica, establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo IV suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el  lugar donde no sea costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores, aludiendo a otra de las leyes judías, llegó a acusar al Nazareno de «homicidio frustrado».  Su endeble e irrisorio argumento, se basaba en otra norma que decretaba la culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase muerto.
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de los saduceos, el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala. Se trataba de Anás. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal, era en realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia de Parkinson.

Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos», ocupó el asiento ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de los jueces volvió a acomodarse y Caifás indicó a los testigos que prosiguieran. A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás conservaba  unos  ojos  de  rapaz  nocturna,  grandes  y  vertiginosos.  Nada  más  sentarse recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó. Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno, pareció olvidarse del Galileo.

Este hombre –proclamó el testigo- afirmó que destruiría el templo y que en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los  jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo suficientemente sólido.  Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al decisivo  gesto  del  rabí  cuando,  al  tiempo  que  pronunciaba  aquellas  proféticas  palabras, señalaba hacia su cuerpo con el dedo.

Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de acuerdo.
Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los sacerdotes jefes fue general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad. Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su rostro. Y el silencio se restableció poco a poco.
En esos momentos, Anás hizo una señal a su yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído.  Al terminar, ambos tenían los ojos fijos en Jesús.
Jesús seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había logrado alterar su ánimo. -¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el  resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus labios. Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente presa de un «tic» nervioso.

Lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de que hacía constante gala el Maestro.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo, anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo, era razón más que suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...» Y con voz premiosa y vacilante, dio lectura a los cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.

»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo sagrado y, además, puede destruirlo.

»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología. La prueba de que prometa edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»

Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz: la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con los falsos testigos. Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar. Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo, Jesús no movió un solo músculo. El  anciano,  visiblemente  contrariado,  se  dejó  caer  sobre  el  banco  y  aquel  denso  y amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.

En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!-

Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír su potente voz: 

“Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales”.

Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados de sangre, al igual que su cara y cuello.
Y fuera de sí, exclamó -¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué creen y cómo hemos de proceder con este violador?

La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie, vociferando a coro: -¡Merece la muerte...!  ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!-

La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás, demostraban que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras, volvió a encararse con el Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús, que hirieron el pómulo. Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los testigos.

El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando: «¡Muerte...! ¡Muerte...!»

Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación. Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.

Anás que permaneció sentado y en silencio, solicitó calma y  dirigiéndose al alterado Consejo, sugirió que se buscaran nuevas acusaciones; especialmente, cargos que pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Les dio a entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen rato discutieron acaloradamente. No deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:

Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los trabajos debían concluir antes del mediodía.

Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara Jerusalém, regresando a Cesárea.

Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron, abandonando la sala; pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá a partes iguales.

Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada; el joven discípulo volvió su cara, impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los rincones de la sala.

De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de aquel «juicio».  Eran las seis y media de la madrugada... Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret, iba a ser en realidad una nueva y grotesca caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las 24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30 escasos minutos.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan, muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior, tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.

 Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín central del edificio.

Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de muebles y  sin  ventilación alguna. Dos  de  los  domésticos del  Sanedrín sostenían sendas antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre las paredes o sentándose en el duro suelo. Cuando  apenas  habían transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea.
Después de un breve cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel policía.

Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas ojeadas al preso. Algo tramaban...En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin, se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación.
 Aquella señal fue tajante. Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez, echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta.
 En los ojos del Nazareno había una fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar. El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada. Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no tardaría en averiguarlo...Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.

En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza, hundiéndose en sus pensamientos.

Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y comenzó a interrogarle:

-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?

 Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.

-Conocemos a Judas, también a Simón el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!

El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.

-… Así que te niegas a responder.

Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió, abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de Jesús se tambaleó. Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez, tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del Nazareno, restregándola sobre la tela.

Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los ángulos de la sala. Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del Maestro.

De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...

-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el mando...?

Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.

En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.

El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus agresiones. Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua, sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser humano. Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos. Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que puso punto final a la tortura.

Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)

El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero. Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.

-¡Estúpidos!- intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es que pretendéis acabar con él...?

El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre la nuca del Nazareno.

Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.

Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia del  encontronazo  con  el  suelo.  Su  nariz,  aunque  con  algunos  hematomas,  no  parecía gravemente lastimada por  la  caída. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.

Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue recuperándose,  aunque  su  rostro  no  guardaba  semejanza  alguna  con  aquel  semblante majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín. La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la túnica. Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:

-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?

Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole. Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando en aquel juego despiadado.

Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe, el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:

-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!.

Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro, la sangre se me heló en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido reconocerle.  El  bastonazo  -supongo  que  el  primero-,  y  a  pesar  de  que  el  tejido  había «acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba. Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos. Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal.

 Y ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas. Hubo «algo» interno que me empujo a tomar semejante decisión...Los  policías  accedieron  un  tanto  aliviados,  pero  sugirieron  que  fuera  diligente  en  el «arreglo». El Consejo esperaba.
Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. En cuanto a la nariz, me dejo con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos huesos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo. Al palpar el área del cartílago nasal, el rabí retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel punto de su nariz multiplicó su dolor. Hubo un especial detalle que, con la debida reserva, me inclinó a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse hundidos.

(Entiendo, además, que la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado» bien pudo referirse a los huesos «largos).

En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia la salida.

El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el dolor  y  el  cansancio  después  de  aquella  paliza  habían  empezado  a  hacer  mella  en  su organismo.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo.

 Su aspecto, a pesar del rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir la sorpresa.
Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión.
 Para el ex sumo sacerdote, la acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces. Y con los ojos húmedos me explicó que, durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio, «aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: Ejecutar a Jesús».

Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de la sentencia, redactado por el propio Caifás. El sacerdote nunca leyó las acusaciones.
Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel «simulacro» de juicio, tres de los fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso»; Los sanedritas habían infringido, al menos, doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la pena capital.

Aunque se mostraron  conformes con  dar  muerte  al  rabí,  su  tradicional  sentido  de  la  «pureza»  les aconsejaba  según manifestaron públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad, «a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué había sido condenado».






Fuente: CABALLO DE TROYA

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