PONCIO PILATOS LIBERA A BARRABÁS Y CONDENA A JESÚS MUERTE
A las diez de la mañana, la
escolta se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el retorno a la
fortaleza Antonia. Al igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de
hebreos siguió silencioso y vigilante a los legionarios que protegían al rabí.
En esos momentos,
inesperadamente, Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba Caifás y
me sorprendió con una pregunta...Al
principio titubeó.Miró a su alrededor con desconfianza y, finalmente, se
decidió a hablarme.
Judas
debía pensar que
mi constante presencia
cerca del Maestro
me había convertido en
uno de sus
seguidores; sin embargo,
terminó por vencer
su recelo y apartándome del pelotón de escolta, me
interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el palacio de Antipas. Le
relaté lo sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio de
Jesús, añadiendo: -¡Qué nueva oportunidad perdida...!
Le dije que no comprendía y
el Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como discípulo del
Bautista y de cómo jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en
favor de la vida de Juan.
Ahora -según el traidor-, Jesús tampoco había
hecho nada por reivindicar la memoria de su amigo y primo hermano. Aquella
confesión me sorprendió; por lo visto, el Iscariote se había unido al Nazareno
a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar que buena
parte de su
odio hacia el
rabí venía arrastrado
precisamente por aquellas circunstancias.
Me atreví a interrogarle
sobre la causa por la que se había adelantado al grupo de soldados en la noche
del prendimiento. Judas, aislado y humillado por unos y otros, sentía la
necesidad de sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias...
-Sé que nadie me cree -se
lamentó-, pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los soldados y levitas
del templo fue para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento de la
proximidad de la tropa que venía a prenderle.
Guardé silencio. Aquella
manifestación, en efecto, resultaba difícil de aceptar. Es posible que Judas, dada
su cobardía, hubiera podido maquinar semejante «arreglo». De esta forma, los discípulos quizá no habrían
llegado a desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que realmente
fueron éstas, se vieron truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en
mitad del camino que conducía al huerto.
No hubo tiempo para más.
Civilis y sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte de la Torre
Antonia, dirigiéndose hacia las escalinatas del pretorio.
Según los textos
evangélicos, «una gran muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas
del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser esto. Ningún hebreo podía traspasar el muro
o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del
cuartel general romano, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus
oficiales.»
¿Qué iba a ocurrir, por
tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas de la
residencia privada de Poncio?. Las maquinaciones de Caifás y sus hombres no
cesaban...Anás, de mutuo acuerdo con
los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro
pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno
de los sobornados, los tres tesoreros oficiales habían impartido una consigna
común:
«Clamar ante Poncio Pilato
la muerte del impostor de Galilea»
Al llegar a la terraza
donde se había celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me
desconcertó la presencia de una tarima semicircular sobre la que había sido
dispuesta una silla «curul», destinada generalmente para impartir justicia. El
centurión dejó a Jesús al cuidado de sus hombres y entró en la residencia. El resto
de los hebreos, con
el sumo sacerdote en
primera línea, aguardó, como de
costumbre, al pie de las escaleras. Esta vez, José de Arimatea si había entrado
en el recinto de la Torre. Pilato no tardó en
aparecer, y dirigiéndose a Caifás y a
los saduceos le dijo:
-Habéis traído a este
hombre a mi presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el pago del
tributo al César y de pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le
creo culpable de tales imputaciones. En realidad no veo falta alguna... Le he
enviado a Herodes, y el tetrarca ha debido llegar a las mismas conclusiones, ya
que me lo ha enviado nuevamente...
-Con toda seguridad, este hombre no ha
cometido ningún delito que justifique su muerte. Si consideráis que debe
ser castigado estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.
Juan, sin poder contener su
alegría, dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea, pero, cuando todo
parecía inclinarse a favor del Nazareno, el
patio existente entre la escalinata y el portalón de la muralla se vio
súbitamente invadido por cientos de judíos. Irrumpieron tranquila y
silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza. Aquella muchedumbre había
acudido hasta la casa del procurador, deseosa de asistir al indulto de un reo.
Y es de gran importancia resaltar que, en el
momento en que dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio
-previa autorización de
la guardia-, ninguno
de aquellos israelitas
sabía lo que
estaba ocurriendo.
Fue allí, a la vista de Jesús y de los
sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la hábil y oportuna intervención de
Caifás y los saduceos.
Si el juicio contra Jesús
se hubiera producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de
aquella turba, es posible que el Sanedrín no se hubiera salido con la suya.
Casualmente aquella misma mañana del viernes, víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de peregrinos, se hacían lenguas apostando por uno u otro candidato.
Casualmente aquella misma mañana del viernes, víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de peregrinos, se hacían lenguas apostando por uno u otro candidato.
En esta ocasión, el nombre
que sonaba con más fuerza entre los hebreos era el de «Barrabás». Según José de Arimatea, un miembro activo del
grupo revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y
sanguinario, capturado por las fuerzas romanas en una revuelta». En conclusión: La ciudad
santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de abril, sin la menor
noticia del prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo
sabían.
En segundo término, la próxima e inminente
manifestación de judíos ante la residencia de Pilato no tenía nada que ver con
el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho preso, se habría
celebrado de igual forma. Fueron, como digo, las
malas artes del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y partidarios del
Nazareno en dicha reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo,
lo que desembocó en lo que todos ya conocemos.
Y tercero, Pilato sabía de
la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla
sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la
ceremonia de la tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena
fe, cometió un grave error. Tras evacuar una serie de consultas con sus
centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz, preguntó a la multitud
el nombre del preso elegido.
«¡Barrabás!», respondió el
pueblo como un solo hombre.
Hasta ese momento, ni
Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello
significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el
pretorio con la intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista
y así lo manifestaron antes de que el procurador les pidiera silencio y les
explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su presencia y de qué le
acusaban.
En suma: aquel gentío -aun
no estando presente el rabí de Galilea-
hubiera clamado por Barrabás, el
«zelota». Pero, como ya anuncié,
la oportuna intervención de Caifás y sus
secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de judíos, mezclado
estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza
hacia el Sanedrín.
Cuando Poncio terminó de
explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel tribunal, dejando bien
claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha
sentencia», formuló una segunda pregunta:
-¿A quién queréis que
libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?
Por un instante, los
cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta fulminante.
Aquella gente, eso fue evidente, dudó. Caifás y los saduceos se
dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y, adelantándose
hacia Pilato, gritaron con fuerza:-¡Barrabás...! ¡Barrabás!
La iniciativa de los
sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio se
levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que
clamaron también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de
segundos, la masa entera imitó a los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás.
Aquella agua con sal, por tanto, constituía un
refuerzo decisivo, si es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no
muriese durante los azotes. (También existía el peligro de que la excesiva concentración
de cloruro sódico en el agua pudiera acarrear la aparición de edemas o
hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo.) Las pretensiones del
procurador eran machacar hasta el límite al reo, de tal forma que su lamentable
estado pudiera satisfacer y conmover los agresivos ánimos de los saduceos.
Una vez con las
paletillas sobre el madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro sobre
el patibulum, al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro con las
rodillas. Las palmas quedaron hacia arriba, con las puntas de los dedos
levemente flexionadas, temblorosas y -como el resto de los brazos y antebrazos-
salpicadas de sangre reseca. La pierna
izquierda, inflamada a la altura de la
rodilla, había quedado doblada. Pero el encargado de la cadena se ocupó de
estirarla, bajándola con un seco palmetazo sobre la rótula. El Galileo acusó el dolor,
abriendo la boca; pero no emitió gemido alguno. Longino, en su rutinario puesto
-junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se
preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.
Fuente: CABALLO DE TROYA
Fue inútil que Juan Zebedeo
se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro. Su voz quedó
sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez
hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio.
En los ojos de Poncio había
una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes inductores de una
masa amorfa e ignorante. Lo que le encolerizaba era, precisamente, que su
decisión de poner en libertad al Maestro se viera olímpicamente despreciada por
la casta sacerdotal. Pero el error de Pilato,
ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era
susceptible de rectificación. Y
tomando nuevamente la palabra
les recriminó su
alevosa conducta:
-¿Cómo es posible escoger
la vida de un asesino, contra la de este
galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos?
El resultado de aquellas
palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato.
Los jueces se mostraron
sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía nacional,
instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del
«zelota».
Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría
gente inculta, bataneros, cargadores, mendigos, peregrinos desocupados y, por
supuesto, levitas libres de servicio en el templo, levantaron de nuevo sus
voces, exigiendo a Barrabás. Aquella súbita explosión
popular hizo dudar al procurador, quien,
acompañado de sus oficiales, se retiró a deliberar.
Si Poncio no hubiera
mezclado al Nazareno en aquella elección, seguramente no se habría visto
comprometido ante los dignatarios sacerdotales. Jesús, entretanto,
permanecía tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera - y los
que siguieron- fueron decisivos para Caifás.
Aprovechando la momentánea ausencia del
procurador se las ingenió para que sus compañeros de complot se desparramaran
entre los allí congregados, incitándoles sin
cesar a pedir
la suelta del
popular Barrabás. Era triste
y decepcionante observar a aquellas gentes, muchos de los cuales
conocían y habían admirado las palabras y valor del Galileo «limpiando», por
ejemplo, la explanada de los Gentiles del sacrílego comercio de los cambistas e
intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio personal, se habían
vuelto contra el indefenso Jesús.
Poncio retornó a su silla y
observó al gentío, sosteniendo la cabeza sobre sus manos entrelazadas, en
actitud reflexiva. El comandante en jefe de la
legión acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si el orden se
veía amenazado tenían autorización para desenvainar sus espadas.
Durante algunos minutos, el
gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en espera de una
decisión. Y en eso estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció
en la terraza, entregando una misiva lacrada a Civilis, al tiempo que le
comunicaba algo.
El centurión inspeccionó la pequeña hoja de
pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio de sus pensamientos. El
procurador abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie.
Caifás, los jueces y todos los allí reunidos
quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Tras un par de cortos
paseos la terraza y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había
recibido una carta de su esposa, Claudia Prócula, y que deseaba leerla en
público. El viento le obligó a
sujetar el pergamino con ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su
lectura:
-Te ruego no intervengas
para nada en la condena del hombre íntegro e inocente que se llama Jesús. Esta
noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él. Tras la lectura del mensaje
de su esposa, el gobernador,
con voz temblorosa,
se dirigió nuevamente
a la multitud, preguntándole:
-¿Por qué queréis
crucificarle...? ¿Qué daño os ha causado?
Los sacerdotes percibieron
inmediatamente la creciente debilidad del representante del César y se
ensañaron con él, vociferando sin descanso:
-¡Crucifícale...!
¡Crucifícale...!
El paroxismo de los judíos
llegó a tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si fue oída:
-¿Quién quiere testimoniar
contra él?
La muchedumbre sólo sabía
repetir una única palabra: -¡Crucifícale!
En vista de aquel tumulto,
Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su casco, se dispuso
a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al
centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió
silencio. Poco a poco, aquellos
fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de
las anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta:
-Os pido una vez más que me
digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.
La respuesta fue igualmente
monolítica y contundente:
-¡Entréganos a Barrabás!
Pilato quedó silencioso y
moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió:
-Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago
con Jesús?
Aquel nuevo signo de
debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido de
violencia. Y la palabra «¡Crucifícale! » se levantó como un trueno. La turba,
con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!.
El vocerío impresionó tanto
a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el interior de
su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se
apresuró a seguir al procurador. Y al rato, mientras la
multitud, poseída por la idea de matar al Maestro, continuaba con su funesta
petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de Pilato
reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.
El centurión jefe asintió
con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó silencio. Una vez hecho el silencio,
Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron el corazón
de José y Juan:
-La orden del procurador es
ésta: El prisionero será azotado...
Y con el más absoluto de
los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus hombres para que
condujeran al reo al interior del pretorio. Sin pararme a pensarlo me
lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el «hall» de la
residencia.
Eran las diez y media de la
mañana...
Aquella vez,
Juan Zebedeo no
acompañó al Maestro. Y me
alegré profundamente. El
espectáculo que estaba a punto de presenciar hubiera terminado con su decaída
moral.
El centurión, visiblemente
disgustado por el curso que estaban tomando los acontecimientos, se lamentó de
la debilidad del procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra
aquel galileo habría concluido sin contemplaciones...Entre este visionario y un
«zelota» asesino, Roma no hubiera dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de
serpientes tiene el atrevimiento de desafiar la autoridad del César...
La noticia de la inminente
flagelación de aquel judío -que se autocalificaba como «rey» de los hebreos- se
había extendido rápidamente entre la guarnición, que, lógicamente, no quiso
perderse el acontecimiento. Varias decenas de legionarios libres de servicio
fueron aproximándose.
-Poncio quiere un
castigo... especial -añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por
Zeus que lo va a tener!
Las palabras del oficial me
hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e inmóvil.
De entre los legionarios se
habían destacado dos, especialmente fornidos. Ambos sostenían en sus manos
sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos de cuero y metal de apenas
30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de unos 40 o
50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de tabas de
carnero. El otro verdugo acariciaba
los anillos de hierro de su plumbata, del que salían dos tiras de cuero,
provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en cada punta.
A una señal del oficial en
jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a uno de los
cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban
la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías.
Uno de
los legionarios intentó soltar
las ligaduras de las
muñecas, pero habían sido dispuestas de tal forma que, tras varios
e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada, cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas
con los brazos atados a la espalda, las manos de Jesús aparecían tumefactas y
con un tinte violáceo. Una vez desatado, los
legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado Herodes Antipas
en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma
violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno
de los charcos de orín de las caballerías. Por último, le desataron las
sandalias, descalzándole.
Y acto seguido, el mismo soldado que había cortado las ligaduras
se colocó frente al prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos
de la maroma que acababa de sajar. Jesús, con una total y
absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar. Aquella
reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni
mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. A juzgar por las cada vez
más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas y por las sucesivas y
profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a
experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco. El Nazareno era
perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó como
el de cualquier individuo.
De un tirón, el legionario
le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a sujetar la
cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura
del Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a
separar las piernas, adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían
caído sobre su rostro, ocultando sus facciones por completo.
De pronto, uno de los
sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató con un
golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.
La rotura de las cintas que
sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los genitales de
Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.
Al verle desnudo, los
legionarios estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la
soldadesca fueron zanjadas por la llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el
procurador ordenó a los verdugos que procedieran.
En mitad de un silencio
expectante, el legionario más alto, situado a la derecha del Maestro, levantó
su flagrum de triple cola, lanzando un terrorífico latigazo sobre la espalda de
Jesús, al tiempo que cantaba el primero de los golpes: -¡Unus!. La descarga fue tan brutal
que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de caliza con
un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a
incorporarse, al tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe. -¡Tres...!-¡Quattour...!-iQuinque!
Jesús, totalmente
encorvado, no había dejado escapar aún un solo gemido. Los astrágalos y las
piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada retirada algunas
porciones de piel. Desde el primer latigazo,
varios regueros de sangre habían empezado
a correr por el cuerpo,
deslizándose hacia los costados
y goteando sobre
el pavimento. ¡Quadraginta! El latigazo número cuarenta
llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio. Pero, lejos
de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del
Nazareno no reaccionó.
Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo
la flagelación. Y uno de los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando
de sus cabellos. Tras comprobar que se hallaba inerme, soltó la cabeza, que
cayó desmayada entre el hueco de los brazos. El centurión apremió a sus
hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la fuente,
arrojándolo sobre la nuca del Nazareno.
Al contacto con el líquido,
la cabeza de Jesús se movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría
hasta el suelo, arrastrada por el agua. La
hemorragia, generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado
a ser preocupante. Aunque el suplicio había
sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente con la
fórmula judía de flagelación, la intención de Pilato -que seguía impasible y
silencioso el desarrollo de la tortura- era que aquella masacre continuase.
Generalmente, los romanos
designaban a sirios o samaritanos cuando
el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos contra los hebreos les
convertía en ejecutores ejemplares...
El Maestro había ido
recobrándose. Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas, tirando de
él hacia arriba. Pero el peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al
fin, lograron incorporarlo, otro soldado -con un cazo de latón entre las manos-
se situó frente al destrozado Nazareno, mientras los sayones, sin ningún tipo
de contemplaciones, jalaban de sus cabellos, obligando a Jesús a levantar el
rostro. Y así lo mantuvieron hasta
que el romano que portaba el cazo vació el contenido del mismo en la boca del
Galileo. Aquel cazo contenía agua con sal.
Por supuesto,
el ejército romano
conocía muy bien
los graves problemas que
podían derivarse de un castigo como aquél. En especial, el referido a la
deshidratación. Aunque Jesús había sido obligado en la sede
del Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus profusas
sudoraciones en el huerto de Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas
a las importantes hemorragias que llevaba experimentadas tenían que haber
mermado sus reservas o balance hídrico corporal, tanto intracelular como
extracelular.
Así que, una vez apurado el
contenido del cazo, el centurión levantó su bastón y los legionarios recogieron
los flagrum, prosiguiendo el castigo.
-¡Unus! Aquel nuevo golpe y los que
siguieron fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas, nalgas, vientre
y parte de los brazos y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al
margen. Las descargas de las
correas, enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a una
suprema contracción de los paquetes musculares, en especial de los situados en
las caras posteriores de los muslos, que quedaron así sujetos a una mayor
vulnerabilidad. Muy pronto, la piel fue abriéndose, provocando una hemorragia
mucho más intensa que la de la espalda. -iDecem!
En un titánico esfuerzo por
soportar el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla de la
columna, levantando el rostro hasta donde le era posible. Los músculos de su
cuello, tensos como la cuerda de un arco, contrastaban con las fosas
supraclaviculares inundadas por un sudor frío que chorreaba sin cesar y que iba
destiñendo el rojo encendido de la sangre.
-¡Duo-de-viginti! El verdugo cantó el golpe
número 18, lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las parejas de
huesecillos de carnero debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo
dolor provocó un vertiginoso movimiento
reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al tiempo que sus
dientes -sólidamente apretados unos contra otros- se abrían, emitiendo un
desgarrador gemido. Era el primer lamento del rabí. El tirón fue tan súbito y
potente que las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y el cuerpo
del Maestro se precipitó hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos
a los verdugos y al resto de la tropa, que retrocedieron asustados.
El Nazareno cayó
pesadamente sobre sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando un ancho
reguero de sangre. Cuando los legionarios se precipitaron sobre él,
levantándole pesadamente, la respiración de Jesús se había hecho sumamente
agitada. Los soldados habían
arrastrado al reo hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a la
argolla. Y los verdugos reanudaron los azotes, sumamente irritados por aquel
contratiempo.
Los golpes, cada vez más
implacables, fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro, que terminó
por doblar las rodillas, mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban
por el dolor. A cada latigazo, Jesús había empezado a responder con un corto y
apagado gemido.
Los legionarios
habían elegido las
zonas más dolorosas,
pero menos comprometidas, de cara
a una posible
parada cardíaca, que hubiera
fulminado quizá al Nazareno.
Eligieron principalmente las partes delanteras de los muslos, pectorales y
zonas internas de los músculos, evitando corazón, hígado, páncreas, bazo y
arterias principales, como las del cuello.
¡Quadraginta! El golpe 40, que en
realidad era el número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó sobre
un hombre prácticamente derrotado.
El Maestro, con el
cuerpo deformado por los hematomas y
materialmente bañado en sangre,
apenas si se movía. Sus
imperceptibles lamentos se habían ido apagando y sólo resonaba ya en el
patio el chasquido de los látigos al clavarse en su
carne y el cada vez
más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente agotados.
Hacía tiempo que el
Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte del
tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más
lentos y espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas
laterales de las piernas, hiriendo, incluso, las plantas de los pies. Algunos de los
legionarios, aburridos o
conmovidos por aquella salvaje
paliza, habían empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres
habituales.
Civilis, que
venía observando el
progresivo agotamiento de los
verdugos, dirigió una significativa mirada a Lucilio, el
gigantesco centurión. Este comprendió las intenciones del primus prior y,
abriéndose paso a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo
capturando al vuelo el flagrum del legionario situado a la derecha del Maestro,
cuando aquél se disponía a descargar un nuevo golpe.
La súbita presencia de
aquella torre humana, empuñando el
látigo de triple cola, fue suficiente para que ambos verdugos se
retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las losas del patio. Y la soldadesca, conocedora
de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de todos y cada
uno de los movimientos de aquel oso.
Lucilio acarició las
correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un metro del
costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso
y feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió
tocar el coxis y el afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que
llegó a incorporarse durante algunos segundos. Pero, en medio de grandes
temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas. Los legionarios acogieron
aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose a cada
latigazo: -¡Cedo alteram! Un segundo golpe, dirigido
esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo que la
soldadesca repetía entusiasmada: -¡Cedo alteram! El tercer, cuarto y quinto latigazos
cayeron sobre los riñones... -¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...! ¡Cedo
alteram..!
La violencia de Lucilio era
tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la carne, provocando
en cada golpe una copiosa hemorragia. -¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...!
Las descargas sexta y
séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de Jesús. Y casi
instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones
de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión
buscó el costado derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo.
-¡Cedo alteram!
El salvaje impacto sobre el
vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma, cortando
prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los
momentos más delicados del castigo. Durante unos segundos que me parecieron
interminables, la caja torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin,
los músculos intercostales reaccionaron, aliviando la tensión pulmonar. -¡Cedo
alteram!
El noveno latigazo,
propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y pienso que
lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar
así la congelada respiración del reo- emitió un sonido hueco: como si las tabas
hubieran golpeado directamente sobre las costillas. El ímpetu del oficial, que
había empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el cuerpo del
Nazareno se desequilibró, cayendo sobre el lado izquierdo.
Es muy posible que en
aquellos instantes, otro dolor -difuminado por el atroz calvario de la
flagelación- estuviera golpeando el organismo del Galileo. Me refiero a la
vejiga urinaria de Jesús. Su rebosamiento debía ser tal que, involuntariamente,
los esfínteres de los uréteres se abrieron, provocando una abundante micción.
La orina -aunque sumamente amarilla- no arrastraba sangre. Pero aquella descarga
involuntaria de orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los romanos y
un ataque mucho más violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un
insulto personal.
Y levantando el látigo, lo
dirigió con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas del
flagrum tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa
testicular. Jesús reaccionó ante el
lacerante golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se aceleraban y un
gemido desgarrador se confundía con el último: ¡Cedo alteram! El Maestro,
palideciendo, perdió el conocimiento.
Civilis levantó su vara
nuevamente, ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo. Después,
aproximándose al procurador, le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el
castigo?
Y antes de que Poncio
tomara una decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada la
situación del prisionero, lo mejor seria rematarle allí mismo. Pilato dirigió su mirada al
cuerpo agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial que había
ejecutado aquella última parte de la flagelación echó mano de su espada,
convencido de que el buen sentido de Poncio se inclinaría por la solución que
acababa de proponer.
Pero el agua que había sido baldeada
nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el precario estado de
Jesús, que, lentamente, fue recobrando el sentido. Aquella progresiva recuperación
del Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de retirarse del
patio porticado indicó a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su
presencia en cuanto fuera posible.
Eran las once de la mañana.
Los legionarios soltaron
las cuerdas y a duras penas apoyaron la espalda del prisionero contra la
columna que había servido para la flagelación. El gigante, con las piernas
extendidas sobre el pavimento, respiraba aún con dificultades, acusando con
esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos. Aquellos temblores fueron
haciéndose cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre hubiera
hecho presa en el Maestro. No me equivocaba...
Otro legionario, siempre
bajo la atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los labios del
rabí, obligándole a beber una nueva dosis de agua con sal.
-¡Basta ya...! Ponedle en
pie y vestidle.
Los soldados obligaron al
Nazareno a dar algunos pasos, pero, cuando apenas había arrastrado sus
pies descalzos sobre
el pavimento, las
fuerzas le abandonaron, desmoronándose. El centurión indicó a sus
hombres que le sentaran en uno de los bancos de madera del pórtico.
Los temblores febriles seguían sacudiendo el
cuerpo del Nazareno. Uno de los legionarios se acercó al prisionero, traía en
sus manos un «yelmo» trenzado a base de
zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su
base, formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras
fibras igualmente de junco.
Según pude apreciar, el
casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas muy
flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en
forma de «pico de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros
y los 6 centímetros, aproximadamente. La ocurrencia fue recibida
con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco» se inclinó,
simulando una reverencia. Después levantó la «corona» a medio metro sobre el
cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola en la cabeza del
rabí.
Un alarido de satisfacción
se escapó de las gargantas de la soldadesca, ahogando el gemido de Jesús, que,
al contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose involuntariamente
la región occipital contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco. Pero los soldados, no
contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto púrpura que
había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los
legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el
regocijo general:
-¡Salve, rey de los judíos!
Las reverencias,
imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno menudearon
entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los
soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de
Jesús se levantó la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito,
provocando nuevas e hirientes risotadas. El jolgorio de la
soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco Lucilio,
atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en
silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los
legionarios, intrigados, guardaron silencio. Y el
centurión, levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las piernas, pecho y rostro de
Jesús de Nazaret.
Aquella nueva injuria
arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se
prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su
micción.
Mi corazón se sintió
entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido hechas a
mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo
deseo: ver aparecer a Civilis. El comandante de las
fuerzas legionarias hizo su entrada en el patio central de la fortaleza
Antonia, en el momento en que uno de aquellos desalmados arrancaba la caña de
entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe sobre el «yelmo>
de espinas.
Las risotadas y los
legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis;
quien visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, ordenó a los
infantes que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de
Nazaret, algo más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a
caminar hacia el túnel, arrastrando prácticamente su pierna izquierda.
Eran las 11.15 de la
mañana...
El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al
salir del Pretorio. Al verle, la multitud que aguardaba frente a las
escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente sorprendida por el
lamentable aspecto del reo. Poncio, al ver el casco de
espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e indignado hacia
Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza
del rabí.
Jesús -encorvado y con los
dedos entrelazados, intentando dominar así la intensa tiritona que le consumía-
percibió en seguida la cálida presencia del sol. Y muy despacio, como tratando
de absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el rostro, hasta
situarlo frente al disco solar.
Durante escasos segundos,
sus profundas ojeras y la catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron
perfectamente visibles a todo el gentío; pero, al alzar la cabeza,
las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca
nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.
Juan Zebedeo, paralizado
ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y soltando el brazo
de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los
pies del rabí. Los legionarios
interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al joven amigo
del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le
dejaran. Durante algunos minutos,
tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el desconsolado
llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.
El Maestro intentó por dos
veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus temblorosas y ensangrentadas
manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos y la rigidez del
improvisado vendaje se lo impidieron. Aquel nuevo gesto de valentía del
discípulo y el derrotado semblante del Nazareno conmovieron sin duda al procurador. Y
levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el filo de la escalinata.
Después, señalando a Jesús y sin perder de
vista a Caifás y a los saduceos, exclamó, tratando de mover la piedad de los
acusadores:
¡Aquí tenéis al hombre...!
De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún crimen... Después de
castigarle, quiero darle la libertad.
Pilato, una vez más, se
equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el sumo sacerdote
y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».
Y poco a poco, la multitud
fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando sin piedad:
¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
Una vez calmada la
turba, Poncio, habló a los
hebreos, con un inconfundible tinte de desaliento en sus palabras:
-Reconozco perfectamente
que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué ha hecho para
merecer su condena...? ¿Quién quiere declarar su crimen?
Caifás, congestionado por
la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró con el
gobernador, gritándole:
-Tenemos una ley sagrada
por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el Hijo de
Dios..., ¡bendito sea su nombre! Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo
volvió a lanzarle otro salivazo.
El procurador miró a Jesús
con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente, manchando el
manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no
parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.
Caifás retornó con paso
decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, ordenó a Civilis que llevara al
galileo al interior de su residencia.
Me agaché sobre Juan,
animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto. Después, pasando mi brazo
sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al interior del
Pretorio. Al verme,
el procurador interrumpió
sus nerviosos pasos
y dirigiéndose hacia mí me
interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle:
-Jasón, ¿tú crees de verdad
que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como las divinidades
del Olimpo?
Los ojos claros del romano
chispeaban y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y cada vez más
profundo. Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de alisarse el
postizo dio media vuelta, acercándose al Maestro. Y con voz temblorosa le
formuló las siguientes preguntas:
-¿De dónde vienes...?
¿Quién eres en realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios...?
El Nazareno levantó su
rostro levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel juez débil y
acorralado por sus propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no
llegaron a articular palabra alguna.
Pilato, cada vez más
descompuesto, insistió:
-¿Es que te niegas a
responder? ¿No comprendes que todavía tengo poder suficiente para liberarte o
crucificarte?
Al escuchar aquellas
amenazantes advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz:
-No
tendrías poder sobre mí, sin el permiso de arriba...
La extrema debilidad del
Maestro hizo que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los oídos del
procurador. Y éste, aproximándose cuanto le fue posible, le pidió que
repitiese.
-¿Cómo dices?
-No puedes ejercer ninguna
autoridad sobre el Hijo del Hombre a menos que el Padre celestial te lo
consienta... -añadió Jesús haciendo un esfuerzo-
Poncio se echó atrás, con los
ojos desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no había terminado.
-Pero tú
no eres totalmente culpable, ya que
ignoras el evangelio. Aquel que
me ha traicionado y entregado a
ti ha cometido el mayor de los pecados.
El romano sabía de sobra a
quién se refería el prisionero y aquella inesperada confesión, descargando en
parte a Poncio
de su responsabilidad, pareció aliviarle
sobremanera y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la
terraza.
El Nazareno, dirigiéndose a
Juan, colocó su mano sobre la cabeza del discípulo, haciéndole un último
ruego:
-Juan, no puedes hacer nada por
mí... Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de que muera.
Civilis escuchó también
aquellas dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a Juan
Zebedeo para que cumpliera aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de
tiempo. Solté al muchacho y disimulando mi angustia asentí con la cabeza,
ratificando la noble intención del centurión.
Juan cruzó el umbral del Pretorio, perdiéndose entre la multitud.
Previamente, el oficial ordenó a uno de sus hombres que acompañara al apóstol
hasta las puertas de la muralla, ayudándole a franquear el paso. Al regresar a la terraza,
Poncio -mucho más animado por las recientes frases del reo- había empezado a
hablar a la muchedumbre. El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a
Jesús.
El rostro de José de
Arimatea volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que había sido
uno de los pocos que no se había unido a los gritos de crucifixión, pareció
aliviado por la decidida actitud del procurador.
Estoy convencido que este
hombre -anunció Pilato- ha faltado solamente a la religión, por lo que debe ser
detenido y sometido a vuestras propias leyes... ¿Por qué esperáis que le
condene a muerte, por estar en conflicto con vuestras tradiciones?
El inesperado cambio del
gobernador de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que formaron un corro,
discutiendo acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la crispación
general de los sacerdotes, se sentó en la silla transportable, haciendo un
guiño a Civilis.
Caifás, pálido y con los
ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a Poncio
con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:
-¡Si sueltas a este hombre, tú no
eres amigo del César...! Y trataré por todos los medios -de que el emperador
tenga conocimiento de ello.
Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio. El procurador conocía la oleada de delaciones, arrestos y
ejecuciones que se había cernido en aquellos últimos meses sobre el imperio, el
fulminante ultimátum de Caifás terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente,
fue un golpe bajo. Tiberio, y más concretamente el temido Sejano, ya habían
tenido noticia de las dos revueltas provocadas por la intransigente postura de
Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias del
emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del
tesoro del templo para la construcción
de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas amonestaciones.
Si el inflexible general de
la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del César, volvía a recibir
inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en aquella
provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De
hecho, poco tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador
caería en un nuevo error político que precipitó su fin.
El jefe
de los sacerdotes
sabía que el
gobernador era miembro
del «orden ecuestre», ostentando el título de aeques
illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy especial
distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su
situación, de cara a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios
para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la isla de Capri, sus quejas sobre
lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y Poncio lo sabía. Esta
astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto sentido
de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin
control se incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo
sarcásticamente:
-¡He aquí vuestro rey...!
Caifás y los jueces hebreos
sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del romano y, animando
nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato:
-¡Acaba con él...!
¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
El gobernador se dejó caer
sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:
-¿Voy a crucificar a
vuestro rey?
Uno de los saduceos se
situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del Pretorio:
-¡No tenemos más rey que a
César!
Pilato era consciente de
aquella hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a Civilis y, después
de intercambiar unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su
intención de soltar a Barrabás, el populacho aplaudió la decisión del
gobernador.
Poncio, ajeno a este
reconocimiento, pidió que le trajeran una jofaina con agua. El centurión, al
oír a Poncio, mostró su extrañeza. Pero obedeció, ordenando a uno de los
legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del procurador. Ninguno de los presentes
sabía con qué intención había solicitado el romano aquel recipiente.
Jesús, con la cabeza
inclinada y víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última parte
del debate dialéctico entre los judíos y el representante del César.
Cuando el soldado regresó a
la terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de agua, se situó
frente a Poncio y esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el
recipiente, frotándolas durante unos segundos. A continuación, ante la atónita
mirada del centurión, de sus legionarios y de la multitud, ordenó al soldado
que se retirara. Y levantando los brazos por encima de su cabeza, gritó de
forma que todos pudieran oírle con nitidez:
-¡Soy inocente de la sangre
de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien, por mi parte no le
encuentro culpable... El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que
se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:
-¡Que su sangre caiga en
nosotros y sobre nuestros hijos!
Y la multitud, coreó un
solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las gravísimas horas
que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la
sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las
legiones de Tito. La Misná, en su «Orden
Cuarto», especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la
sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso
testigo hasta el fin del mundo». Pilato secó sus manos con
la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la muchedumbre,
saludó al Nazareno con el brazo en alto, era consciente que acababa de cometer
un atropello. Volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole: Ocupaos de él. Urgió
a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la
ejecución.
El centurión cambió
impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado Longino,
un veterano soldado que, a juzgar por sus modales, era un hombre parco en
palabras, de mirada cálida y directa y buen conocedor de aquellas gentes y de
la tierra. En aquellos momentos
-gracias a su valor y probada honestidad- había alcanzado el grado de quartus
prínceps. Por su edad posiblemente rondaría los 55 o 60 años debía estar a
punto de cesar en el servicio. En total
fueron nombrados cuatro
legionarios y un
optio, o suboficial
como patrulla encargada de la
custodia y posterior ejecución.
Mi sorpresa fue
considerable al comprobar que el optio o lugarteniente de Longino era
precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el apresamiento del
Nazareno en la falda del Olivete.
Longino encomendó a uno de
sus hombres que procediera a la medición de la envergadura del reo. Pilato estaba ya a punto de
retirarse, cuando Civilis le sugirió algo que, en principio, no estaba
previsto: ¿por qué no aprovechar
aquella oportunidad para
crucificar también a
los dos terroristas, compañeros de Barrabás? El procurador dudó. Al
parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada inicialmente para
los días siguientes a la celebración de la Pascua. Poncio hizo un mohín de
desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y como
estaban las cosas-, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles
riesgos que arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas».
El procurador escuchó en
silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las manos
displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que
actuara con rapidez. Con un simple movimiento de
cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del traslado de los
«zelotas». En ese momento, Pilato reparó
en mi presencia y, mientras los oficiales esperaban la llegada de los nuevos
reos, el voluminoso procurador me tomó aparte, diciéndome:
-Jasón, ¿qué dice tu
ciencia de todo esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con detenimiento
sobre ese augurio que pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo
ordeno!
Irrumpió en el patio, el
legionario que había medido la envergadura de Jesús, cargando un pesado madero;
un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un orificio en su mitad, de unos
10 centímetros de diámetro, su longitud era casi de 1,90 mts. Su espesor,
calculo que rondaría los 25 centímetros. Era, en definitiva, un sólido leño,
con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos.
El optio y los legionarios
habían conducido a los dos Zelotas, maniatados, hasta el procurador. Civilis
ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el obligado
castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se
hicieron con otros tantos flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno
de ellos, casi un muchacho, se clavó de rodillas frente a Poncio, gimiendo e
implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar media vuelta,
alejándose del prisionero. En ese instante, mientras los látigos
chasqueaban nuevamente en mitad del recinto, Uno de los legionarios regresó a la carrera, entregando
a Longino una tablilla de madera de unos 60 x 20 centímetros, totalmente
blanqueada a base de yeso o albayalde. El centurión tomó la
tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera
dos nuevas planchas. A continuación llamó la
atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de carbón,
recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de
cada uno de los condenados y la naturaleza de sus crímenes.
La emoción volvió a
sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI». También
en este asunto, los cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes.
¿Cuál de ellos había acertado en el texto?
Marcos había dicho: «El Rey
de los Judíos» (Mc. 15,26).
Mateo, por su parte, añade:
«Este es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37).
Lucas, su «INRI» dice así:
«Este es el Rey de los Judíos» (Lc. 23,38).
Por último, Juan Zebedeo,
llamado «El Evangelista», reprodujo el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey
de los Judíos» (Jn. 19,19).
¿Quién tenía la razón?
Discretamente me asomé por
encima del hombro del procurador y noté cómo su mano temblaba. Me di cuenta que
miraba a Jesús de reojo. El Maestro, que no despegó
los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su ritmo
respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en
menor proporción, seguía goteando por los bajos de su túnica, formando un cerco
alrededor de sus pies.
Uno de los guerrilleros -el
más adulto- se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo. El más joven, con las
vestiduras igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo, tratando de
cubrir la cabeza entre sus piernas.
De pronto, Pilato -cada vez
más nervioso- comenzó a escribir con su característica letra cuadrada...«Jesús
de Nazaret...»
Aquellas primeras palabras
fueron trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos 30 milímetros de
altura y ocupaban toda la parte superior de la tablilla. Poncio volvió a dudar.
Parecía no saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la falsedad de
aquellas acusaciones y, lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.
El «zelota» más joven
levantó la cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a Jesús.
Después, a pesar de los tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas
hasta el rabí. Y al llegar a sus pies, en medio de una lluvia
de furiosos latigazos, hundió la cara en los goterones de sangre que se
escapaban por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre
sollozos:
-¡Maestro...! ¡Ten misericordia de nosotros...! ¡No nos dejes morir!
Jesús entreabrió sus
inflamados y amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una infinita
ternura. Pero, antes de que pudiera responderle, el soldado que sujetaba la
cuerda de este reo, propinó al Maestro un violento empujón, haciéndole
retroceder y tambalearse. Uno de los sayones dirigió
entonces su flagrum hacia el nazareno, dispuesto a herirle, pero Civilis,
se interpuso, sosteniendo al Nazareno
por las axilas
y evitando que se
desplomase. A continuación se volvió
hacia el pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los judíos». -Este
ha recibido ya su castigo -manifestó.
Los verdugos
prosiguieron su despiadado
ataque, abriendo nuevas
heridas sobre las espaldas, piernas y costados de los
«zelotas». Poncio, de espaldas a
aquella sanguinaria escena, volvió a escribir: Rey de los Judíos en arameo, e
inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús
de Nazaret, Rey de los Judíos» en griego (idioma universal) y, por último, en
latín lengua natal de Poncio.
Juan, por
tanto, era el
único evangelista que
había sido absolutamente
fiel en la transcripción del INRI («Jesus Nazarenus
Rex Judaeorum »)
Y devolviendo la tablilla a
Longino se sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de
repugnancia. Y tras preguntar los
nombres de los zelotas condenados, escribió sobre los otros dos tableros: «Gistas. Bandido» y
«Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas de uso común en
aquellos tiempos en Palestina.
Los soldados se dirigieron
al Maestro. Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los legionarios le
golpearan o tiraran de sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia
adelante, ofreciendo sus destrozados hombros. Pero la estatura del rabí
rebasaba con mucho la de los verdugos y su voluntaria inclinación del tórax no
fue suficiente. Así que uno de los
infantes, ante la imposibilidad de empujar su cabeza, agarró sus barbas,
tirando de ellas hacia el suelo. Y así lo
mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el patibulum
sobre sus espaldas.
Otros dos legionarios
extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se hicieron con
el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la
nuca del Galileo. Pero las múltiples
ramificaciones del casco de espinas constituyeron un obstáculo: El espeso
cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos trapecios,
rodando por la espalda. Por tres veces, los romanos
-cada vez más sofocados- golpearon el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa
de nuevos dolores, el propio reo se inclinó aún más, facilitando el depósito
del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. Las púas situadas en la
nuca y región occipital se clavaron un poco más en cada empeño, desgarrando el
cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el periostio craneal (lámina
que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué clase de
dolor produce la perforación de dicha lámina.)
Comprendiendo que todo
esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció resignado.
Su respiración se había
hecho nuevamente agitada y
temí que, en
cualquier momento, aquel esfuerzo
desembocara en un
nuevo desfallecimiento.
Los evangelistas, lógicamente, ya que ninguno se
encontraba presente en aquel dramático momento de la carga del patibulum, no
reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante. En cuestión de tres a cinco
minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus
brazos-, su corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto,
elevándose la tensión arterial máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel
fue un golpe que consumió las escasas energías que aún podían quedarle. Pero un
nuevo hecho estaba a punto de
provocar otro desgarrador sufrimiento en
el organismo del gigante de Galilea.
Mientras Arsenius procedía
a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de los Pilum,
otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y
éste, en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado
que le calzara. El infante se situó en
cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie
izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del
Nazareno se desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa
caída de Jesús. El incidente fue tan rápido
como inesperado. El Galileo, con los brazos
amarrados, no pudo evitar que el patibulum se venciera y, tras golpear las
losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de bruces contra el pavimento,
quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz. Los soldados se apresuraron a
levantarle observé que, afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado
como protector, evitando que los huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la
frente, sienes y mejillas habían perforado un poco más la carne, dejando al
descubierto en algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar
a nuevas e intensas hemorragias.
A pesar de la violencia de
la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos izaron el
patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario
terminaba de calzar a Jesús. Una vez concluida la
desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió a
acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que
pudiera echar atrás la cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo
prácticamente al terreno que pisaba. En varias ocasiones, mientras duró aquella
corta pero accidentada caminata hasta el Calvario, observé cómo el Maestro
forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas
desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.
Hacia la hora sexta,
Longino dio la orden de emprender la marcha. A cada reo, por tanto, le había
sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados
de su
vigilancia y posterior
crucifixión. Cuatro de los infantes
situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus látigos,
reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por
costumbre antes de la ejecución. El Nazareno ocupaba el
tercer y último lugar.
Los cuatro legionarios que
cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de preocupación,
confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no
estaba en condiciones de llegar al Gólgota.
Los reos salvaron los 25
primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la puerta Oeste; de
la fortaleza Antonia. Gistas aprovechando la
penumbra y lo angosto del pasadizo, lanzó un salivazo sobre el romano más
próximo. Y antes de que sus verdugos pudieran ponerle la mano encima arremetió
con el filo del patibulum contra el legionario que caminaba a su derecha,
dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia
atrás, precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo
empedrado del túnel. En esta ocasión,
el impacto hizo que el Galileo se
desplomara de espaldas. El revuelo fue indescriptible. Varios miembros
del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se ensañaron con el
guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y
dientes del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.
Jesús permanecía inmóvil,
boca arriba e impotente para levantarse. Las espinas habían vuelto a herir la
nuca y el Maestro, con un rictus de dolor, intentaba adelantar la cabeza,
evitando así el contacto con la madera. Algunos de los legionarios
que portaban los flagrum, cegados por la ira, se revolvieron también hacia el
rabí y comenzaron a golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase.
En un desesperado intento
por obedecer, el Nazareno llegó a doblar las piernas, tensando sus músculos; pero,
a los pocos segundos, vencido y agotado, desistió. Otro de los romanos se
inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba comenzó a tirar de él, en
medio de un torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del verdugo era
tal que, en uno de aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del
legionario se despegaron del rostro de Jesús, llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la
barba, el soldado arrancó también parte de la epidermis y del corión o capa
interna de la piel, dejando al descubierto -entre borbotones de sangre- las
bandas fibrosas del músculo cuadrado (en su zona derecha). Con un fuerte
lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el patibulum, presa del
insoportable dolor que suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas
nerviosas.
El optio, con más sentido
común que sus hombres, dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió
su marcha, con dos revolucionarios masacrados a latigazos y golpes y con un
Jesús de Nazaret irreconocible, consumido por la fiebre y con una debilidad
galopante. La sorpresa o el susto del centinela fue tal que no volvió a agredir
a Jesús.
Al pisar la cubierta
metálica del puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la
figura del Maestro. Las caídas habían abierto algunas de sus heridas, empapando
nuevamente la túnica, que había perdido su color original. Varios regueros de
sangre corrían sin descanso por sus tendones de Aquiles, encharcando las
sandalias.
Arrastrando los pies, el
Maestro fue aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia. Su
respiración era cada vez más fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose
centímetro a centímetro. Nada más abandonar la fortaleza fuimos sorprendidos
por un viento racheado, procedente del este, llegaba cargado de polvo y arena.
José de Arimatea me enteró,
que una vez logrado el pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los
sacerdotes salieron de la fortaleza, discutiendo y preparando su
próxima acción: El apresamiento y
aniquilación de los discípulos de Jesús.
Los dirigentes judíos, al
leer el «INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del optio y del pelotón
y, airadamente, protestaron por la inscripción. Longino trató de calmar los exaltados ánimos
de los hebreos, haciéndoles ver que aquellas tablillas habían sido escritas de
puño y letra por el propio procurador. Fue inútil. Los saduceos exigieron que
el centurión cambiase el texto, retirando la expresión: «rey de los judíos». La tensión llegó al máximo
cuando algunos de aquellos desarrapados tomaron piedras, arrojándolas contra
los soldados. El centurión, sin perder
los nervios, señalando el tercer tablero -el
correspondiente a Jesús Nazareno- recordó a los sanedritas que, si deseaban cambiar la inscripción, volvieran a
Antonia y discutieran el asunto con Poncio. Aquellas palabras de Longino
apaciguaron la cólera
de los judíos
y tres de
los jueces se
retiraron apresuradamente en dirección al Pretorio, dispuestos a
negociar lo que consideraban un insulto a su nacionalismo.
Civilis me relató tiempo
después aquel encuentro con los «despreciables sacerdotes. Al parecer, cuando
los saduceos se convencieron de la dura e intransigente postura del romano, le
sugirieron que, al menos, modificase el texto, cambiándolo por otro que dijese:
«Ha dicho: soy el Rey de los Judíos. » La respuesta de Poncio fue idéntica a las
anteriores: « Lo que he escrito, escrito está por mí.» Y la representación del Sanedrín no tuvo más
remedio que retirarse, no sin antes amenazar al gobernador con un sinfín de
maldiciones y castigos divinos...
Los ajusticiados eran
paseados por las intrincadas callejuelas de la ciudad alta de Jerusalén,
tratando así de ejemplarizar a las masas. Longino, hombre de gran
experiencia, varió el camino con el fin de evitar complicaciones para sus
hombres y para él. En esta ocasión, el centurión se decidió por un camino mucho
más corto.
"Siento defraudar a cuantos han creído y creen
en una « vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada
de eso. El centurión y los soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el
polvoriento camino que conducía a Cesarea y que discurría casi paralelamente al
valle del Tyropeón".
Fue precisamente al bajar
por aquella corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos, cuando
el renqueante y humillado cuerpo del Nazareno perdió nuevamente el equilibrio, cayendo en tierra entre una nube
de polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que fueron a
estrellarse entre las piedras.
La tercera
caída del prisionero
obligó a detener
la comitiva. Dos de los
verdugos retrocedieron y, a latigazos, intentaron que el Maestro se
incorporase. Con la boca abierta, resoplando y en mitad de una nueva elevación
del ritmo cardíaco, el gigante -que había quedado de rodillas- logró al fin
elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el flagrum, no
respondió. El Hijo del Hombre apretó
los dientes con todas sus fuerzas. Los músculos
del cuello volvieron
a tensarse, produciéndose
una peligrosa contractura
del esternocleidomastoideo. Sus ojos cerrados reflejaban un firme deseo
de vencer el peso del madero, pero el agotamiento, la sed y el cada vez más
preocupante descenso de la volemia (en aquellos momentos era muy posible que el
rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre), pudieron más que su
voluntad y, a pesar de
los latigazos, el cuerpo del
reo, lejos de recuperarse, fue inclinándose más y más,
hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha.
En ese crítico instante, la
voz del centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por
otros dos soldados, se encargó de empujar el patibulum, aliviando así la
recuperación del prisionero. Una vez en pie, la comitiva
continuó, y partir de allí, hasta el Gólgota, el camino fue mucho más
dramático; en continua pendiente...El Nazareno tambaleándose y respirando por
la boca, consiguió cubrir otro centenar de metros. Aquello sumaba alrededor de
250 desde nuestra salida de Antonia. De pronto se detuvo. El leño osciló
nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus rodillas, presa de
convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente
para él, la comitiva apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el
avance, arrastrando las rodillas sobre la áspera pendiente.
No pude evitar un
sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era capaz de
continuar -del modo que fuera- hacia su propio fin...El agotamiento físico, y
estimo que mental, estaba rozando nuevamente el estado de shock. Las puntas de
sus dedos habían empezado a teñirse con una tonalidad violácea, señal
inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores, fruto del
agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible
verificarlo en aquellos angustiosos momentos, era más que seguro que sus brazos
y hombros hubieran iniciado una tetanización, sumando con ello un nuevo y
punzante dolor, (Este proceso de tetanización sería uno de los más arduos
suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros minutos de
la crucifixión.)
Con la cabeza y el tronco
flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno, envuelto en oleadas
de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas de
polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus
cabellos, barba y rostro.
La respiración fue
haciéndose más y más rápida y, cuando había ganado otros cincuenta escasos
metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús avanzaba ya con
movimientos muy bruscos,
casi a sacudidas,
con una típica
marcha «espástica», consecuencia de la rigidez muscular. De pronto le vi levantar el
rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin que nadie
pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.
Antes de que el centurión
tuviera tiempo de intervenir, los soldados la emprendieron a patadas con el
inerme cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de «5» de las
suelas, fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas
las áreas donde descargaron los puntapiés: Riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había
quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó
por dos veces. En el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.
Allí, cuando faltaban
escasos metros para coronar la pendiente, las fuerzas habían abandonado
definitivamente al reo. El Maestro había perdido el conocimiento. La llegada de Longino zanjó
aquella estéril paliza. Reprochó a los soldados aquel absurdo comportamiento.
Se agachó y colocando sus dedos en la arteria carótida comprobó el pulso. -Aún
vive -exclamó aliviado. Los cuatro guardianes que
le habían sido adjudicados procedieron a levantar el patibulum. Pero Jesús
quedó materialmente colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho. Dos de los verdugos depositaron
los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así con el cuerpo
desmayado prisionero. El pelotón reanudó la
marcha. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100 metros, fueron
arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas,
ulcerando aún más los tejidos. Una vez junto a la muralla,
los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del alto muro.
Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a
Jesús. Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados y su cabeza quedó
inclinada sobre el tórax. Los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban
igualmente.
El tropel de curiosos no
tardó en asomar, el tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso.
Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y la mayor parte, tras
echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos llegaron a
reconocer al Nazareno.
El centurión
y su lugarteniente
volvieron a examinar
a Jesús. Ambos
se mostraban seriamente
preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello
les hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el
legionario que había cargado el saco de cuero extrajo de éste un cántaro de
barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas y, protegiéndolo del
polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto color
verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el
recipiente a los labios de Jesús que, al contacto con lo que en un principio
identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al fijarme aprecié cómo los
labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en sus
bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el
brebaje. Al terminar, su boca quedó entreabierta, con
el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente sensación de frío. Entonces, al reparar en su boca, comprobé con
espanto que la hermosa dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas,
al lado de Longino y tocando con mis dedos el labio inferior descubrí la
dentadura. Uno de los incisivos
inferiores había desaparecido y el segundo presentaba sólo una parte de la
corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber ocurrido en alguna de las cuatro
caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.
Al notar la suave presión
de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo sus ojos. El
izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la
ceja. Mi mirada debió ser tan
intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en aquella pupila.
La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en
la gravísima deshidratación que padecía. La temperatura del labio
era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el delicado estado
del reo.
Longino se incorporó y con
un gesto de preocupación se dirigió al camino, observando a los transeúntes. Al
principio me extrañó aquella reacción del capitán de la escolta. Después
comprendí por qué se había alejado del pelotón.
Mientras observaba cómo el
Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta mujeres
apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro
porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y,
cuando se hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con
su lanza. Las mujeres rompieron a
llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas. El Galileo giró entonces su
cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente. Después, ante
la sorpresa general, exclamó con una voz ronca:
-¡Hijas de Jerusalén...! No
lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los vuestros...
El viento golpeaba los
mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una breve
pausa, añadió:
-Mi misión está casi
cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles males
para Jerusalén no ha hecho más que empezar...
Los escalofríos arreciaron
y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:
-Veréis llegar días en los
que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no amamantaron a sus
pequeños...» En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras para
libraros del terror de vuestras tribulaciones.
Aquellas mujeres habían
sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro. A excepción
de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría
pocos minutos después-; el resto no había tenido el coraje suficiente para
seguir a su Maestro, ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su
turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por ello dirigió aquellas palabras al
puñado de seguidoras.
El soldado, sujetando el
pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una de ellas, en
lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda.
Después susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras
comprobar lo que encerraba la mujer en su otra mano la dejó pasar.
La hebrea, a quien yo había visto en las
faenas domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando
sus rodillas en el suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los
labios del Nazareno. ¡Eran pasas! ¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos
preferidos de Jesús...La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la
boca del Maestro.
No hubo tiempo para más. El
mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió
sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar.
Conmovido por aquel postrer
gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino. Junto a él se hallaba un hombre corpulento,
de unos 50 años y de piel blanca, aunque ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y
sus ropajes se diferenciaban del común de los hebreos, por unos pantalones de
color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad de la pierna. Por
lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del centurión
cargó el patibulum de Jesús y los
legionarios se incorporaron, reanudando sus latigazos sobre las espaldas de los
«zelotas».
Longino ordenó a dos de sus
hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes colgaron sus
escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.
La
comitiva con Arsenius abriendo el cortejo, detrás, a cosa de cinco o diez
metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos, sosteniendo al rabí. E
inmediatamente, cerrando el pelotón, el
llamado Simón, natural de Cirene, un país situado entonces en el norte de
África, entre Egipto y Tripolitania.
Aquel cireneo, fue elegido
por el centurión por su fuerza física. Había acudido a la fiesta de la Pascua
y, al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de
las murallas. De ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del
campo». Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos,
se dirigía por la ruta de Jaffa, hacia el Templo. Por supuesto, en aquel
tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo
había oído, sí,
sobre sus prodigios
y curaciones, pero,
al menos en
aquellos históricos momentos, la
tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le
habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces
por pura curiosidad.
Años más tarde, sin
embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en eficaces
propagadores del evangelio en el norte de África.
Los hombres que ayudaban al
Nazareno habían pasado los brazos de éste por encima de sus respectivos
hombros, sujetando al reo por la cintura y por ambas muñecas. Y así, inválido, arqueando
la pierna derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada, aquel
despojo humano fue socorrido y trasladado hasta el pie del Gólgota.
De acuerdo con mi cómputo, la «vía
dolorosa» -nunca mejor empleado el
calificativo- había supuesto un total de 480 metros, aproximadamente.
Eran las 12.30 horas del
viernes, 7 de abril.
Me encontraba ya al pie del
«Rás» o «Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota. Las ráfagas de
viento, más que silbar, ululaban. Sólo había seis «árboles» mutilados,
desnudos, mostrando aquí y allá las «cicatrices», firmemente hundidos en las
fisuras de la roca. ¡Eran los stipes, palus o staticulum. Durante unos minutos que me
parecieron interminables, tanto los «bandidos» como Jesús permanecieron con la
vista fija en aquellos troncos. El silencio, quebrado por la tempestad, fue
dramáticamente significativo.
Gistas, el zelota mas viejo
fue el primero en crucificar, y antes de izar el patibulum con Dismas surgió la
duda ¿En cuál de
los dos maderos libres debían
crucificarlo? Los legionarios preguntaron al oficial y éste se encogió
de hombros. Fue el encargado de los clavos quien aportó una solución, bien
recibida por todos.
-Dejemos al «rey» en el
centro...-comentó divertido. Y así se hizo. Fue ésta la razón por la que los
llamados «ladrones» quedaron a derecha e izquierda del Maestro.
Eran las 13 horas...
Concluida la
crucifixión de los dos zelotas, los soldados
clavaron sus ojos en Jesús de Nazaret. Mi corazón volvió a estremecerse
al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de los rostros de los
romanos. El Maestro fue levantado sin más dilaciones. Le fue retirado el manto
púrpura que aún conservaba sobre los hombros, amarrado a la altura del cuello,
tocándole después el turno al ropón.
Cuando uno de los soldados
se disponía a retirar la túnica, otro de los guardianes reparó en el trenzado
de púas, haciendo notar que, o desgarraban la prenda o había que retirar
primero el yelmo. El optio, al apreciar que
se trataba de una túnica sin costura, ordenó a los verdugos que le despojaran
de la «corona. Al parecer era costumbre
«no oficial » que los verdugos se repartieran la ropa del ajusticiado. Así que uno de los romanos
se situó frente a Jesús, introduciendo lentamente sus dedos por dos de los
huecos del casco. Cuando las manos habían agarrado el haz de juncos a la altura
de las orejas dio un violento tirón hacia arriba. El Galileo se estremeció.
Pero el yelmo de espinas no terminó de desprenderse. Algunas de las largas y
afiladas púas estaban sólidamente incrustadas en la carne y aquel primer
intento sólo consiguió desgarrar aún más los tejidos, provocando el nacimiento
de nuevos hilos de sangre.
El Nazareno apretó los
labios y esperó el segundo tirón. Al jalar hacia los lados, en efecto, muchas
de las espinas de las áreas parietales y frontal se desprendieron. Y el verdugo
repitió la maniobra. El empuje vertical fue tan violento que el yelmo saltó,
pero las púas ubicadas sobre las mejillas y nuca arañaron la piel y dos de las
espinas -clavadas en el tumefacto pómulo derecho y en el músculo elevador
izquierdo- se partieron, quedando alojadas en ambas regiones del rostro. Un gemido
acompañó aquella brutal retirada
y los saduceos, pendientes del Maestro, acogieron la maniobra con aplausos y
aclamaciones. Antes de que el rabí
tuviera ocasión de recuperarse de los nuevos y agudos dolores, dos de los
soldados levantaron sus brazos, mientras un tercero procedía a desnudarle,
recogiendo la túnica desde el filo inferior. Al descubrir las piernas sentí
cómo mi corazón aceleraba su ritmo.
Se hallaban cruzadas y
recorridas en todos los sentidos por regueros de sangre, coágulos, hematomas
azulados o reventados y una miríada de pequeños círculos, la mayoría abiertos
por los clavos de las sandalias romanas.
En cuanto a
las rodillas, la
izquierda presentaba una
considerable hinchazón. La derecha, aunque menos deformada, se hallaba abierta
en la cara anterior de la rótula, con desgarros múltiples y pérdida del tejido
celular subcutáneo, pudiendo apreciarse incluso, parte del periostio del
hueso. El legionario, al comprobar que el tejido se hallaba pegado a las
brechas, no lo dudó. Giró la cabeza y, sonriendo maliciosamente a sus
compañeros, fue elevando la túnica con lentitud. El lino fue desgajándose de las heridas,
arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira.
Al fin, cuando la túnica
estuvo replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados bajaron los
brazos y la cabeza del rabí, retirando su última vestimenta. Y el Hijo del
Hombre quedó totalmente desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas
hemorragias. Al ver aquella espalda, Longino quedó perplejo. El madero había
erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas de la paletilla
derecha y la piel situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». Los
codos se hallaban también prácticamente destruidos por los golpes y caídas.
En cuanto al antebrazo izquierdo, la fricción
con la corteza del patibulum había deshilachado el plano muscular, con pérdida
de sustancia y amplias áreas amoratadas. Pero la visión más terrorífica la
ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos de los hematomas y
masacrado muchas de las fibras musculares vitales en la función respiratoria.
Los curiosos y transeúntes
que habían ido engordando el grupo inicial de testigos rompieron aquellos
dramáticos momentos, burlándose y acogiendo con largas risotadas la desnudez
del Galileo. Los sacerdotes, sobre todo, fueron los más corrosivos. Algunos,
incluso, llegaron a saltar sobre las peñas inferiores del Gólgota, gesticulando
e imitando a Jesús, quien, humillado y con la cabeza baja, ocultaba con ambas
manos su región pubiana.
Libres de la
tenaza del yelmo de espinas, sus cabellos empezaron a flotar al
viento, descubriendo las huellas de los latigazos de Lucilio sobre sus
orejas.
El Maestro
seguía temblando de frío. La fiebre, en lugar de ceder, seguía
acosándole. Como era costumbre, Longino se dirigió al grupo de mujeres y les
invitó a que repitieran con el rabí el suministro del brebaje (Consistía
básicamente en un vino aguardentoso al que se le añadía el contenido de una o
varías vejigas biliares de buey recién sacrificado). “Libro de los Proverbios -dad bebidas fuertes
al que va a perecer y vino al alma amargada-”
Cuando aquella piadosa «
asociación »de mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto
de hiel de buey en un vino o aguardiente de elevada graduación alcohólica. La fulminante acción metabólica de la bilis
«liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida y notable
embriaguez que embotaba su cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos
y enervando o debilitando sobre todo su consciencia.
Las hebreas, con paso
presuroso, se dirigieron hacia el Maestro, ofreciendo a Jesús el apestoso
líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas
por el silencio del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco,
animándole para que bebiera; Pero el encorvado gigante no
se decidía. Sus manos
no se habían
movido de sus
genitales. Y respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje
lo situó entre sus labios, inclinando el recipiente de forma que pudiera
apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro entreabrió la boca. Nada más gustarlo y percatarse de su naturaleza, retiró la cara, negando con la cabeza. La
actitud del prisionero dejó atónitas a las hebreas y al centurión. Aquéllas
miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros, dando por finalizado el
asunto. -Es la hora -advirtió el centurión- Y sumiso, con sus manos
ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más que caminar- en
dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por
los brazos. De espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron hacia
tierra, al tiempo que un tercer legionario repetía la zancadilla. En esta
ocasión, la extrema debilidad del reo fue más que suficiente para acelerar su
caída. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar seguía aullando,
convulsionándose a ratos. Pero
los soldados no
le prestaban la
menor atención.
Los ayudantes del verdugo
principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta izquierda del
tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos
del Maestro. Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la
labor de fijación de la extremidad superior al
patibulum. Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al
filo se hubiera cortado irremisiblemente. El grado de crueldad y pericia de aquellos
legionarios parecía no tener límites...El soldado que se disponía
a martillear el clavo - sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los
judíos»- miró a sus compañeros, rubricando su sorpresa con un significativo
levantamiento de cejas. Los otros, igualmente atónitos, respondieron con
idéntica mueca.
Longino, cansado de
sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe con otro
leve movimiento de cabeza. Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente
perpendicular en el centro de la muñeca (a la altura del conglomerado de
huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La punta, algo
roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba
el metal estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de
sangre.
La punta del clavo, al
abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio mediano,
uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil
de comprender. Instantáneamente, los
brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto,
permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados
durante escasos segundos, se abrieron, y el reo, cuando todos esperábamos un
lógico y agudo chillido, se limitó a inhalar aire con una respiración corta y
anhelante. Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de
su asombro.
Al fin, derrotado por el
dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la roca.
Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos,
abrió su ojo derecho, acelerando el ritmo respiratorio. Jesús sólo tomaba aire
por la boca. El verdugo cambió de
posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta segunda
perforación iba a presentar complicaciones... Arsenius y el
oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico
de todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo,
lejos de ocasionar problemas, había empezado a despertar una profunda
admiración en Longino y en su lugarteniente.
El segundo mazazo fue tan
preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente, apuntando con su
cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera del
patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco. En este segundo
enclavamiento, el rabí no levantó siquiera la cabeza. Se limitó a abrir la boca
al máximo, emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.
-¿Qué sucede? -preguntó el
centurión al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros por encima de
la muñeca derecha. El verdugo despegó el brazo
y examinó la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de los dedos sobre
la corteza movió la cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que
había dado con un nudo. Sentí cómo me ardían las entrañas. Sin perder la
calma, el legionario depositó
nuevamente la taladrada muñeca sobre el
patibulum y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y pulgar se
dispuso a vencer la resistencia del inoportuno obstáculo con un nuevo golpe. El impacto fue tan terrorífico que la sección piramidal del clavo se quebró a escasos centímetros de la
ensangrentada piel del reo. El nuevo contratiempo llegó
aparejado con una soez imprecación del legionario.
Arrojó el mazo a un lado y
ordenó a sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después, aprisionando como
pudo el extremo del metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del
clavo. Fue en vano. La punta había conseguido perforar el nudo y el metal se
resistió. Entre nuevas maldiciones, el enojado infante se incorporó. Pisó la
zona cúbito-radial de Jesús con su sandalia izquierda y comenzó a remover el
clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro. Hasta Longino palideció a
la vista de aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo, buscando la
liberación del metal, ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos
e inundando de sangre sus propios dedos, el patibulum y la roca.
A cada movimiento pendular
del soldado, en su afán por extraer la pieza, Jesús de Nazaret respondió con un
lamento. Cinco, seis..., ocho sacudidas y otros tantos gemidos, acompañados de
algunos resoplidos y de varios movimientos de cabeza. Pero aquel gigante no
estalló; no protestó... Al fin, después de una eternidad, el verdugo
separó la punta del tronco. Y tras sacar la enrojecida y goteante barrita
metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su interior. Al
volver junto al Nazareno observé que traía una especie de barrena corta, con
una manija de madera. Retiró el brazo del Galileo
y tras escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero, limpió con la
mano la zona donde se ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca
en espiral en el orificio practicado por el clavo. Y apoyando todo el peso de
su cuerpo sobre la manija, hizo girar el vástago de hierro, taladrando la casi
pétrea rugosidad con movimientos lentos pero firmes.
Cuando el soldado consideró
que había barrenado el patibulum suficientemente, buscó en su cinto y se hizo
con otro clavo. Antes examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el
antebrazo del reo a la posición inicial. Sin embargo, en contra de lo que
suponía, antes de tomar el mazo, atravesó la muñeca por el holgado orificio.
Cuando la punta amaneció por la cara dorsal, el verdugo la introdujo en el
agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió el martillazo. Salvado el
nudo, el clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe, el brazo
derecho del Maestro quedó definitivamente fijado.
Ayudados por el optio,
izaron el patibulum. Las fuertes ráfagas de viento, acuchillando el cuerpo del
Nazareno con sucesivas cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades
el levantamiento. El centurión reclamó a
gritos la presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad del Gólgota,
distribuyéndolos al pie de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba
desde lo alto. En uno de aquellos tirones,
tras inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó fugazmente la cabeza y
dirigiendo la mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:
-¡Padre!...,
¡perdónales!... ¡No saben lo que hacen!
Los infantes, al escuchar
la quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en arameo.
Creo que, salvo uno o dos legionarios, el
resto no le entendió. La pareja que sí había
comprendido se miró, y antes de traducir las frases del reo, uno de los
soldados cruzó el rostro de Jesús con una bofetada.
-¡Maldito hebreo! -masculló
el que le había abofeteado-... ¡Ni muertos ni vivos son dignos de piedad! La
versión del traductor fue correcta, pero los incultos legionarios interpretaron
sus frases erróneamente.
-Así que no sabemos lo que
hacemos... -le gritó el que había practicado las perforaciones-. ¡Pues espera y
verás! Y dirigiéndose al centro del Calvario recogió del suelo el yelmo de espinas,
regresando en el acto ante el Galileo. El verdugo separó el cráneo
del Maestro del patibulum y de un golpe le encasquetó el capacete de púas en la
cabeza. La
multitud, que en aquellos momentos debía oscilar alrededor de las 2.000 o 3.000
personas, aulló de placer al ver el gesto del romano. El Maestro permaneció con
la cabeza baja y sus torturadores continuaron con el izado del tronco.
El gentío -cada vez más
excitado- se unió a las interjecciones de los legionarios. animándoles con sus
«¡ey!» «¡Ey!... ¡ey!...»
El cuerpo del Galileo se
despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora «cuenta atrás»
hacia una escalofriante agonía.
En varias ocasiones,
acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y, sobre
todo, un punto de apoyo. Esos puntos sólo podían ser los clavos que le
atravesaban los carpos. Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban
más y más en la región occipital, haciendo desistir al Maestro.
Estas sucesivas derrotas
por ganar unos gramos de oxígeno fueron transformando su respiración en un
desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada vez menos efectivo. El fantasma de la asfixia había empezado a
planear sobre el Hijo del Hombre... Treinta y cinco cortísimas
inspiraciones por minuto!.
Mientras remataba el ajuste del palo transversal,
otro de los romanos tiró con fuerza de la pierna derecha de Jesús, forzando el
abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón,
inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las nalgas del madero. Su
rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se disponía a
clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo, hasta que ésta -completamente
plana- tocó la stipe. Y un tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando
en el dorso por un punto próximo al pliegue de flexión.
A pesar de los horribles
dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo! Aquella
inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente,
el cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una
nueva y angustiosa fase de progresiva asfixia. Sus inhalaciones, siempre por la boca, se
hicieron vertiginosas, cortas y a todas luces insuficientes para llenar y
ventilar los pulmones.
El verdugo situó el cuarto
clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo. La dobló violentamente,
haciendo chasquear las masas óseas.
Al ver consumada la
crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando la
macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los
sacerdotes, sobre todo, mostraban una especial satisfacción.
Eran las 13.30 horas de aquel viernes, 7 de abril.
Algunos de los saduceos
comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:
-¡Ha salvado a los demás,
pero no puede salvarse a sí mismo!
-Si eres el Hijo de Dios,
¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz? Tú, que querías
destruir el Templo y reconstruirlo en tres días..., ¡sálvate a ti mismo!
-Si tú eres el Rey de los
Judíos -interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos...
-Se ha confiado a Dios
-bendito sea- para que le liberara y ha llegado a pretender ser su Hijo... ¡Miradle ahora!:
crucificado entre dos bandidos.
El oficial hizo inventario,
repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio».
A uno le correspondía la capa
de púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par de
sandalias y el último se vio recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba
la túnica.
¿Qué hacer con ella?
Algunos insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se
opuso. A pesar de su deplorable aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el
agua y la orina de Lucilio, sucia del polvo del camino y con algunos
deshilachados a la altura de las rodillas-, aquella prenda, tejida a mano,
merecía un final más honorable que el de romperla en tiras y fajar las piernas de los romanos, para protegersen de la tormenta de arena. La
solución fueron los dados. Formaron un cerrado círculo y, uno tras otro, fueron
arrojando los pequeños cubos de madera: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para el segundo
jugador); 1-3-5- (en el tercero) y 1-5-3 en la última jugada. El ganador plegó
cuidadosamente «su» túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban frases
hirientes contra el Maestro.
De pronto, entre berrido y
berrido, Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su cabeza hacia
la izquierda, gritándole al Maestro:
-Si eres el Hijo de Dios...
¿por qué no aseguras tu salvación y la nuestra?
Pero el Maestro no
respondió. Si lo hizo en cambio el otro guerrillero. Y con voz balbuceante le
reprochó a su amigo:
-¿No temes tú mismo a
Dios?... ¿No ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros actos?...Dismas
hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó: ¡Pero... este hombre sufre
injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de nuestros
pecados... y la salvación... de nuestras... almas?.
Y la boca del Nazareno se
abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la inspiración del aire
polvoriento que nos azotaba. Al observar el
titánico esfuerzo de Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a hablarle:
-iSeñor! -le dijo con voz
suplicante-. ¡Acuérdate de mí... cuando entres en tu reino!
Y al tiempo que expulsaba
parte del aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las arterias del
cuello tensas como tablas, acertó a responderle:
-De verdad... hoy te
digo... que algún día estarás junto a mi... en el paraíso...
y a las 14.05 horas, tras
finalizar aquel terrible “siroco” (tormenta de arena), los guerrilleros y Jesús de Nazaret que se
encontraban ya sin conocimiento; sucedió algo que nos dejó perplejos.
Al principio como un punto
brillante. Después, conforme fue aproximándose, perdió luminosidad,
convirtiéndose en una especie de «luna llena», de un color mate. Los soldados no tardaron
mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan perplejo como yo. Aquella
«cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la
vertical de Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos.
Sus dimensiones: ¡Casi un
kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente superior a
la de toda la ciudad santa... Un pánico
irracional se había enroscado entre los soldados y el medio centenar de
curiosos que permanecía junto al Gólgota.
A las 14 horas y 8 minutos,
el objeto osciló ligeramente - como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso
que me atrevería a calificar de majestuoso, se dirigió hacia el sol. Al
alcanzar el nivel (18000 pies) volvió a hacer estacionario. En segundos, con
una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente
circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén.
Esta interposición con el
sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes gobernaban aquel
inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al
recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación
quisieron que el «eclipse» pudiera ser observado paso a paso.
A los pocos minutos de
iniciarse las «tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se destacó una
veintena de personas. Eran el joven Juan, Le acompañaba Judas hermano de Jesús
y unas 18 mujeres, todas ellas semiocultas por sus ropones.
Con voz temblorosa el
joven dirigió a Longino, suplicándole
que, aunque sólo fuera un instante, permitiera a la madre de Jesús de Nazaret
aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo primogénito. Longino
autorizó con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de que la
permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible. A los pocos segundos
tuve ante mi a la madre terrenal de aquel Gigante...
Aquella hebrea de rostro
extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba
clavado su hijo. Juan rompió
a llorar, aferrándose
al brazo de
la Señora. Sin embargo, ante mi
sorpresa, María no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de manos,
reflejaba su aflicción.
El oficial, en otro gesto
que decía mucho en su favor, aproximó una improvisada antorcha al cuerpo del
Maestro, con el fin de que su madre pudiera contemplarle mejor, el Galileo,
alertado quizá por el resplandor rojizo del fuego, despegó la barbilla del
pecho, descubriendo a su familia.
Su respiración volvió a agitarse y su ojo
derecho se abrió al máximo. La mujer, al igual que Juan y Judas o Jude el hermano carnal de Jesús,
no despegaron ya sus miradas del rostro del crucificado. El Nazareno, en un titánico
esfuerzo por hablar, contrajo los músculos abdominales y, casi al unísono, la
agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar, buscando la
energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo. María, al
contemplar el desesperado
esfuerzo de su hijo,
bajó la cara
y sus piernas flaquearon. Pero Juan y Judas la
sostuvieron.
-¡Mujer...!
La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos
los demás levantaran el rostro. Y el semblante de aquella hebrea se iluminó.
-¡Mujer -repitió Jesús-, he
aquí a tu hijo!
Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha,
mirando a su Maestro sin acertar a comprender. Después, desviando el
rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas:
-¡Hijo mío..., he aquí a tu
madre!
La menguada inhalación del
crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y apurando sus
últimas posibilidades, ordenó entre jadeos:
-Deseo..., que abandonéis
este... lugar.
Los hombres hicieron
intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en silencio,
avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la
rodilla derecha de Jesús. Después, ocultando su rostro
entre las manos, abandonó el peñasco, prácticamente sostenida por Juan y
su hijo.
Juan y Judas la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén; pero
el resto de las mujeres continuó a corta distancia, pendiente del agonizante
crucificado. Allí estaban, entre otras
seguidoras y creyentes, Ruth, su hermana carnal. Salomé, la madre de Juan;
Mirián, esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca y María, la de
Magdala.
Algunos de los infantes,
tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba, empezaron a
gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el
resto, se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:
-¡Salud y suerte al rey de
los judíos! La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca»
hacia la cruz del Galileo. Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración,
exclamó:
-¡Tengo sed!
El optio consultó al
centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que cerraba la
cántara con el agua avinagrada. Jesús abrió la boca, mordiendo ansiosamente el
corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido
hirió nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza.
-14.40 horas...
El Maestro, con las
costillas tensas como ballestas y las arterias pulsando sin descanso, despegó
la barbilla del tórax. Su ojo derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o
desviación divergente. Frunció las cejas y con un gemido suplicante exclamó:
-¡Tengo sed!
Longino repitió la maniobra
pero, en esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron el cierre
esponjoso de la cántara. El centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de
la cara del Galileo, con lentos movimientos de derecha a izquierda. Pero la
pupila, muy dilatada, no llegó a moverse. ¡Jesús había empezado a perder
visión!
El oficial examinó
detenidamente el rostro del rabí. Éste -comentó Longino con cierto desaliento-
está listo.
-14.45 horas...
Izándose de nuevo sobre los
clavos de las muñecas aspiró la que sería su penúltima bocanada de aire. A
partir de esos instantes, presa de una taquicardia mucho más agresiva, el
Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar lo que me
parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios
legionarios se aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi
ininteligible. El Maestro no trataba de decirnos nada. Simplemente, ¡estaba
rezando!
Así pude escuchar, por
ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano descubrirá a todos
mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?» Este último (salmo 22,2) dice exactamente: «¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la salvación mis
rugidos.»
Con el ojo y la boca muy
abiertos, el Maestro parecía querer atrapar la vida, que ya se le iba...La caja torácica, a punto
de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con una
potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:
-¡He terminado! ¡Padre,
pongo en tus manos mi espíritu!
Hacia las 14.55 horas, el
cerebro de Jesús ingresó en coma. El fallecimiento de Jesús
de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del
viernes, 7 de abril del año 30.
-Ha muerto...El centurión
pronunció aquellas dos palabras con cierta piedad.
y con una sincronización que
aún me aterra, aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la misma
lentitud con que había cubierto el sol, así fue desplazándose hacia el Este,
devolviéndonos la transparente luminosidad de aquel viernes. Fue entonces,
cuando el centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro,
golpeó la coraza que protegía su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta
actitud de saludo, sentenció:
-¡Ciertamente era un hombre integro...! Realmente
ha debido ser el Hijo de Dios...
Fuente: CABALLO DE TROYA
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