miércoles, 14 de junio de 2017

PENTECOSTÉS



Etimológicamente, la palabra Pentecostés, proviene del latín Pentecoste, y ésta a su vez del griego πεντηκοστή, (pentecosté), que significa ‘quincuagésimo’ (cincuenta)
Pentecostés es una fiesta de carácter religioso, tanto para los judíos como para los cristianos.

Para la  iglesia católica: Es la conmemoración del descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles, el quincuagésimo día después de la resurrección  de Jesucristo, que marca el nacimiento de la Iglesia.

Para los judíos: Pentecostés supone la celebración de la entrega de la Ley a Moisés en el monte Sinaí, cincuenta días después del éxodo.

Sobre el suceso de Pentecostés, el evangelista Lucas o el mal llamado San Lucas, y digo mal llamado porque primero que todo y valga la aclaración, Lucas no perteneció al grupo de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret, (los íntimos) como muchas personas aún lo creen.  Lucas no conoció a Jesús personalmente, por lo tanto no fue testigo presencial de muchos acontecimientos que el narra; tanto en el evangelio de Lucas como en hechos de los apóstoles.

Sus escritos cincuenta años más tarde después de la crucifixión de Jesús, se basan en relatos contados por testigos presenciales, e influenciado por su maestro Pablo de Tarso, quien tampoco conoció   al Hijo del Hombre en vida. De ahí lo nefasto de sus escritos que no son palabras de Dios; son sus escritos adornados a su antojo.

Nuestro amado Jesús Nazaret dejó un legado a la humanidad, para el que tenga ojos que vea, y el que tenga oídos que oiga: 

“En la tierra nadie es santo, solo el Padre que está en los cielos”.

Así pues, si analizamos y entendemos las palabras del Maestro Jesús, podemos darnos cuenta que, todos los supuestos santos que hay y que son miles, son solo títulos que la iglesia católica ha otorgado a su parecer; poniendo a sus feligreses a adorarlos.  Otro engaño más de su dossier de mentiras y manipulación.  Lucas fue un hombre común y corriente como lo fueron también los apóstoles.

Quiero compartir con  ustedes amigos lectores de estas páginas,  lo que significa este acontecimiento, al que la iglesia católica llamó Pentecostés (El advenimiento del espíritu santo) que Jesús  prometió enviar tras su partida.

Primero que todo nuestro Amado Jesús de Nazaret jamás habló de enviar el Espíritu Santo. Sus palabras en la última aparición que hizo  en mayo 18 del año 30 (jueves) a las  6:30 horas fueron:

“Ahora estoy a punto de despedirme de vosotros y ascender junto al Padre. Y pronto, muy pronto, enviaremos al Espíritu de la Verdad a este mundo donde he vivido...”

Jesús lo prometió y así fue, envía en su lugar a su Espíritu de la Verdad, destinado a vivir en el hombre y, para cada nueva generación, formular de nuevo el mensaje de Jesús para que cada nuevo grupo de mortales que aparezca sobre la superficie de la tierra, tenga una versión nueva y actualizada del evangelio, un esclarecimiento personal y una guía colectiva que sea una solución eficaz a las siempre cambiantes y variadas dificultades espirituales del hombre.

 La primera misión de este espíritu es, por supuesto, fomentar y personalizar la verdad, puesto que la comprensión de la verdad es lo que constituye la forma más elevada de libertad humana.

En segundo lugar es propósito de este espíritu, destruir la sensación de orfandad del creyente. Siendo que Jesús estuvo entre los hombres, todos los creyentes experimentarían una sensación de soledad de no ser por el advenimiento del Espíritu de la Verdad, destinado a morar en el corazón de los hombres.

  El espíritu vino para ayudar a los hombres a recordar y comprender las palabras del Maestro, así como también para iluminar y volver a interpretar su vida en la tierra.

  El Espíritu de la Verdad vino para ayudar al creyente a atestiguar las realidades de las enseñanzas de Jesús y de su vida tal como la vivió en la carne, y tal como él ahora nuevamente la vive otra vez en cada creyente de cada generación de hijos de Dios llenados del espíritu.

     Así pues es evidente que el Espíritu de la Verdad viene en realidad para conducir a todos los creyentes a toda la verdad, al conocimiento cada vez más amplio de la experiencia de la conciencia espiritual viva y creciente de la realidad de la filiación con Dios eterna y ascendente.

Este otorgamiento del espíritu del Hijo preparó eficazmente la mente de todos los hombres normales para el otorgamiento universal subsiguiente del espíritu del Padre (el Ajustador) sobre toda la humanidad. En cierto sentido, este Espíritu de la Verdad es el espíritu tanto del Padre Universal como del Hijo Creador

 Pero no cometas el error de esperar que tendrás intelectualmente una poderosa conciencia del Espíritu de la Verdad derramado. El espíritu no crea nunca una conciencia de sí mismo, sino tan sólo una conciencia de MiKael, el Hijo.
Desde el principio, Jesús enseñó que el espíritu no hablaría de sí mismo. La prueba, por lo tanto, de tu asociación con el Espíritu de la Verdad no se puede encontrar en tu conciencia de este espíritu, sino más bien en tu experiencia de una asociación enaltecida con Mikael.

Como puede ver amigo lector,  el Espíritu de la Verdad no fue un acontecimiento único y exclusivo para los apóstoles en esa época. El Espíritu de la Verdad vendría a morar en todos los humanos de todas las generaciones, y a guiarnos hacia una verdad oculta, que cada día se revela más a quienes abren su mente y no tienen miedo a pensar, a quienes no pierden la capacidad de asombro y de maravillarse con lo increíble, a quienes  despiertan su consciencia y pueden ver otras realidades y  a quienes revolucionan sus espíritus.

Queda claro que Jesús de Nazaraet (Micael de Nebadón) nos envía El Espíritu de la Verdad. Más no el Santo Espíritu y en forma de paloma.

Lucas escribe lo siguiente a propósito de este suceso.

Hechos de los apóstoles capitulo 2: 1-15

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. 
2 Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; 
3 y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. 
4 Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. 
5 Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. 
6 Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. 
7 Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? 
8 ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? 
9 Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, 
10 en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, 
11 cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. 
12 Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? 
13 Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto.
14 Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les habló diciendo: Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. 
15 Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día. 

A continuación quiero que comparen con los hechos reales, tal cual los narró el Mayor Jasón, piloto de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana), quien acompañado de Eliseo piloto también de la USAF,  se embarcan en un proyecto secreto llamado (Caballo de Troya), realizado en enero de 1973.

Objetivo aparente de la misión: Seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar, con el máximo rigor, cómo fueron sus últimos días. ¿Por qué fue condenado a muerte? ¿Quién era aquel Hombre? ¿Se trataba de un Dios, como aseguran sus seguidores?

viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era, concretamente, a la provincia romana de la Judea (actual Israel). 

Jasón y Eliseo, responsables de la exploración, viven paso a paso las terroríficas horas de la llamada Pasión y Muerte del Galileo.

Jasón, en su diario, es claro y rotundo: «Los evangelistas no contaron toda la verdad.» Los hechos, al parecer, fueron tergiversados, censurados y mutilados, obedeciendo a determinados intereses. Lo que hoy se cuenta sobre los postreros momentos del Maestro es una sombra de lo que sucedió en realidad. Jasón se aventura en Nazaret y reconstruye la infancia y juventud de Jesús. Nada es como se ha contado.

Fascinados por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, los pilotos toman una decisión: Acompañarán al Maestro durante su vida pública o de predicación, dejando constancia de cuanto vean y oigan. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente por la operación Caballo de Troya. Y aunque sus vidas se hallan hipotecadas por un mal irreversible —consecuencia del propio experimento—,  los científicos  se  arriesgan  en  un  tercer  «salto»  en  el tiempo, retrocediendo al mes de agosto del año 25 de nuestra era.

Para muchas personas el Diario del Mayor (Jasón) es solo una saga, una novela de ciencia ficción y se encargan de desprestigiar la valiente  misión de JJ Benítez, escogido por este científico (Jasón) para que lo publicase y lo diera a conocer al mundo, como un derecho que tenemos todos los seres humanos de conocer la verdad de este maravilloso Ser Jesús de Nazaret  "Mikael de Nebadón".

En este blog iremos entregando poco a poco, los episodios más relevantes de la vida de Jesús, los diálogos que tuvo con Jasón tal cual los plasmó él en su diario.

Esto es lo que vivió y narró  el Mayor sobre este gran acontecimiento llamado Pentecostés

Jueves, 18 de mayo. Poco después del definitivo «adiós» del Resucitado en el monte de los Olivos.

Ignorando las disposiciones del Sanedrín contra los que pregonaran la resurrección de Jesús; Pedro firme y valiente dio una escueta orden: «Cuantos amaban a Jesús de Nazaret deberían congregarse en la casa de los Marcos». 

Y entre las horas tercia y quinta (más o menos hacia las diez y media de la mañana), alrededor de ciento veinte hombres y mujeres, todos fieles seguidores de las enseñanzas de Jesús, fueron a abarrotar el piso superior del caserón. Simón Pedro, se dirigió al grupo y con su peculiar elocuencia, habló de los recientes sucesos registrados en aquel mismo cenáculo y en el vecino monte.

El vibrante discurso -en el que fue plantada, sin querer, la semilla de una religión «en torno a la figura del Galileo» y no de su mensaje- se prolongó durante una hora. Los presentes vibraron de emoción. Sí, Jesús vivía. Jesús tenía cuerpo. Jesús había vuelto de la tumba. Jesús, en definitiva, era el triunfador. Y Pedro cargó contra la casta sacerdotal, ridiculizándola. 

Pedro tomó la iniciativa de buscar un sustituto de Judas al recordar las palabras del Maestro cuando dijo: «Judas ya no está con vosotros, porque su amor se enfrió y porque os negó su confianza.» La sugerencia fue aprobada por unanimidad. Guiados por su buena fe cometieron la torpeza de anunciarlo a los allí presentes.

Y parte del grupo, enardecidos por los fantásticos sucesos, en medio de un formidable griterío, deseaban ese puesto. Curiosamente entre esos cincuenta o sesenta brazos en alto, ni uno solo pertenecía a una mujer. Las cosas, tras la partida del rabí, no mejoraron para las sufridas y resignadas mujeres.  Así, después de no pocas discusiones, el problema quedó reducido a dos candidatos: un judío del barrio alto de Jerusalén, herrero de profesión, viudo, de unos cincuenta años, hombre de escasas palabras, y que recibía el nombre de Matías, y un badawi (árabe) conocido por el alias de «Beer-Seba» o «Berseba» o «Barsaba», veinte años más joven y que  se había destacado por su excelente labor entre los «correos» de David Zebedeo.

Pedro, finalmente, tomó de nuevo la palabra y explicó que, «dada la importancia y complejidad de la elección», sus hermanos y él se retirarían al patio de la planta baja para decidir.  Y así fue. Allí mismo, antes de que nadie acertara a pronunciar palabra alguna, Simón se adelantó y «sugirió» que no era el momento de «confiar los graves asuntos del reino a los que se acercan». «Los que se acercan» era una de las expresiones comúnmente utilizada por los judíos para designar a los prosélitos. Y el badu (árabe), como digo, era uno de ellos. Se hizo un simulacro, la suerte estaba echada... Cuando Pedro invocó el nombre de Matías, nueve manos se alzaron al unísono. Sólo Bartolomé y Simón, el Zelota, confiaron en «Berseba». Este árabe, nacido entre los nómadas del Neguev, que adoptó el nombre de José al convertirse al judaísmo, hubiera desempeñado un trabajo mil veces más fructífero que el del parco herrero. Pero -no lo olvidemos- los íntimos del Maestro vivían, y seguirían viviendo, enraizados en la fe y en las costumbres judías. (Para ellos un árabe era  pagano).

Matías fue presentado, en efecto, como el nuevo «embajador» número doce. Y se ocupó de la tesorería. Pero, que yo sepa, poco o nada tuvo que ver con las actividades de la primitiva iglesia. Sinceramente, me decepcionó. Casi no sabía hablar. Había escuchado al Maestro media docena de veces y siempre en la Ciudad Santa. No era un convencido de su Divinidad. No entendía el porqué de la encarnación del Hijo del Hombre. En realidad, su adhesión al grupo de los galileos obedecía más al odio hacia la casta sacerdotal -ridiculizada por Jesús de Nazaret- que a un sincero y ferviente deseo de participar en las ideas del rabí.

 Consumada la «elección», poco más o menos hacia la hora sexta (las doce), Pedro, asumiendo una jefatura implícita, ordenó silencio. Y convencido de la inminente llegada del Espíritu de la verdad, prometido por el Maestro, pidió calma, entonando el Oye, Israel.  La oración fue coreada con entusiasmo. Aquel grupo, al que fueron sumándose otros seguidores, estaba seguro que el Espíritu llegaría con poder. El «reino» se establecería en el mundo con fuerza y majestad. Ellos eran los embajadores. Ellos fueron elegidos. Suyo sería el poder para conducir a la nación judía a la gloria que le correspondía.

Y ocurrió lo inexplicable…Una presencia… «algo» (?) se instaló en la habitación..., y en los corazones. Nadie acertó a describirlo mejor. «Una "presencia", -repetían-. "Algo" que nos erizó el cabello... Una "presencia" que fue desmoronando la plegaria hasta dejarnos en silencio... Un silencio total...  Nos miramos asustados...  Sí, todos experimentamos lo mismo... Allí flotaba "algo" o "alguien"... ¡Una "presencia"!» Ni lenguas, ni extraños sonidos... Sólo esa irritante e imprecisa definición: Una «presencia». Lo asombroso fue el resultado de la enigmática «presencia»: Unos hombres y mujeres..., distintos. Optimistas. Confiados. Seguros de sí mismos. Entrañables...No es que el misterioso fenómeno les hiciera más sabios no; ni tampoco avanzaron gran cosa respecto a las claves del revolucionario legado de Jesús. Fue «algo» de otra naturaleza. «Algo» que disparó un dormido «motor» interior, proporcionándole lo ya dicho: Una «sensación» de seguridad y confianza en el Maestro.

Una  «presencia». Una «fuerza» superior, benéfica, incomprensible para la modesta inteligencia humana, que nos estaba transformando. Un «regalo», en definitiva, que el Resucitado llamó: Espíritu de la Verdad

El grupo atónito, sin poder dar crédito a la magnífica «sensación» que lo envolvía, continuó mudo algunos minutos. Después fueron apareciendo murmullos. Y de los cuchicheos, como una ola, saltaron a los gritos, palmas y abrazos. La asamblea enloqueció de alegría... El miedo desapareció... Era como volar.» El alborozo y la confusión se prolongaron casi media hora. Pedro tomando el control pronunció aquellas históricas palabras: -¡Hermanos, ha llegado la hora!... ¡Vayamos al Templo y hablemos claro!

Simón Pedro supo captar el fenómeno de la arrolladora «presencia». Y asociándolo con presteza al anunciado advenimiento del Espíritu puso en pie los corazones, provocando el delirio. El centenar largo de hombres y mujeres se transformó en un ciclón, lanzándose a las calles. Allí no había lógica. Al menos, lógica humana. Y coreando el nombre del Resucitado siguieron los pasos del inflamado Pedro.  Era el triunfo de un grupo que, durante cincuenta oscuros días, fue humillado, perseguido y supuestamente anulado.

Los que, en cambio, no salían de su asombro eran los cientos de peregrinos y los sacerdotes que los vieron pasar. Pero nadie se atrevió a enfrentarse a semejante huracán. Finalmente, Pedro y los suyos tomaron posesión del atrio de los Gentiles, en el concurrido Templo. Eran las dos o dos y media de la tarde. El parlamento fué calentando los ánimos. Simón, con una elocuencia envidiable, se centró en la gran noticia: Jesús de Nazaret, el crucificado, seguía vivo. Muchos de los allí presentes podían dar fe. Y explicó. Dio detalles. Invocó a los que llegaron a verlo en el yam y, esa misma mañana, en las atestadas calles de Jerusalén. Los sacerdotes, inquietos, formaron corros, murmurando. Pero el magnetismo y la audacia de aquellos hombres doblegaron a la multitud. Se escucharon voces, solicitando perdón y consejo. No era el momento para detenciones o polémicas. Y la casta sacerdotal, rabiosa y humillada, tuvo que retirarse.  El hecho no pasó desapercibido para los íntimos. Y se crecieron.

Hacia la hora «décima» (las cuatro), por iniciativa de Juan Zebedeo, los radiantes «embajadores» tiraron del gentío, invadiendo la gran piscina de Siloé, al sur de la ciudad. Allí, eufóricos, bautizaron a más de dos mil personas. Un bautismo en nombre del «Señor Jesús» ... Bien entrada la noche, agotados pero felices, se refugiaron de nuevo en el caserón de los Marcos. «El mundo -se decían unos a otros- es nuestro. Preparemos la gloriosa vuelta del Señor.»


¿LENGUAS DE FUEGO?

Aquella tarde, en el atrio de los Gentiles, se congregaba una multitud de lo más variopinto. La fiesta del «Shavuot» (Semanas) porque tenía lugar siete semanas después del ofrecimiento del omer (celebración agrícola que  consiste en la siega de una porción de las primeras cosechas del nuevo año, las que luego, en el mismo día, son ofrecidas en el Templo). Jerusalén podía reunir a más de diez mil peregrinos, entre judíos y gentiles de Lidia, la Capadocia, Babilonia, Egipto, Tracia, Palmira, la Nabatea, Numidia, Creta, Roma, Cilicia y un larguísimo etcétera.

Los oradores, los cinco discípulos, intercalaron otros idiomas en sus respectivos discursos en arameo. Naturalmente, lenguas que conocían. A saber: griego (más exactamente koiné), latín y frases en árabe, egipcio y siríaco. Los once galileos y el Iscariote (el único judío) habían acudido a las escuelas de las sinagogas y, sabían mantener una conversación de cierto rango, dominando, por supuesto, algunos idiomas. Salvo los gemelos, que presentaban mayores dificultades, el resto se defendía a la perfección en el mencionado griego «internacional». 
 En latín, la lengua de Roma, aunque macarrónico y portuario, Mateo Leví, Judas, Bartolomé, Simón el Zelota, los Zebedeo y Tomás también eran capaces de entender y hacerse entender.

Respecto al árabe, muy extendido en Palestina y alrededores, Bartolomé y el Zelota manejaban palabras y frases sueltas. Estos dos, en especial el «oso de Cana» (Bartolomé), sin duda uno de los más ilustrados, estaban en condiciones de aventurarse, incluso, en el difícil egipcio y en el siríaco, otro de los dialectos del arameo. En suma, de «Don de lenguas», nada de nada. En todo caso, un nuevo arrebato literario del evangelista Lucas.

En los días que siguieron a Pentecostés, el entusiasta líder y varios de los íntimos continuaron predicando y conversando con cuantos deseaban saber sobre la resurrección. Y fue en esos discursos y charlas donde se perfiló la idea. Los discípulos malinterpretaron las palabras del Resucitado sobre su segunda venida a la Tierra y nació el error. Si el Maestro había afirmado que regresaría -y así fue-, eso significaba que la vuelta era segura..., e inminente. 
Jesús de Nazaret acababa de marchar junto al Padre para preparar la definitiva entronización del reino en el mundo.  El asunto estaba claro. El nuevo orden universal era cuestión de días o semanas... Y la euforia se disparó. Pero la equivocación fue más allá...

Movidos por la mejor voluntad, deseosos de allanar el camino del Señor y de crear un propicio ambiente de hermandad, se lanzaron a una febril labor de ayuda y reparación de injusticias. Y no quedó mendigo, indigente o necesitado en Jerusalén que no recibiera dinero o alimentos. Fue la locura. Invocando esa próxima parusía (advenimiento), muchos de los seguidores vendieron sus tierras, casa y propiedades, repartiendo las riquezas entre los hermanos menos afortunados. Nada era de nadie y todo de todos. Si el «Señor Jesús» -como empezaban a llamar al Maestro- estaba a punto de volver, y la Tierra sería equilibrio y bienestar, ¿qué sentido tenía el dinero?

Poco sirvieron los sensatos llamamientos de gente como José de Arimatea, Bartolomé, María Marcos y la propia Señora, entre otros. Las peticiones de prudencia eran como zumbidos de moscas en los oídos de aquellos exaltados. Nadie escuchaba. La catástrofe fue inevitable. El ambiente, en fin, fue enrareciéndose y algunos de los íntimos y fieles seguidores del rabí de Galilea terminaron por despedirse, abandonando Jerusalén.  A primeros de junio, por ejemplo, los gemelos de Alfeo, la Señora y Santiago, su hijo, marchaban hacia el Yam. Juan Zebedeo los acompañó y quien esto escribe.


Para reflexiónar


¿De dónde saca el evangelista el «ruido» y las «lenguas de fuego»? Por cierto, tampoco aclara si fueron doce o ciento veinte... Puesto a repartir «fuegos artificiales», no creo que el Espíritu hiciera restricciones...

El suceso, como ya he dicho, fue más serio y profundo de lo que nos pinta Lucas. Pero, una vez más, estimó que «aquello» no era suficiente y que convenía adornarlo. Si realmente hubiera sucedido lo que afirma el escritor, el «ruido» y las «lenguas» de fuego habrían terminado por provocar un pánico generalizado y una desbandada colectiva. El «detalle», sin embargo, no fue tenido en cuenta por el «inventor».

Más confusión. A renglón seguido -versículos 4 al 14-, el evangelista, que no atranca, mezcla, inventa y deforma.

«¿Don de lenguas?» Falso.
¿Gente de Jerusalén que escuchó el impetuoso ruido y fueron congregarse ante la casa de los Marcos? Falso.

Esos discursos, tras el advenimiento del Espíritu de la Verdad, se pronunciaron en el Templo una hora y media más tarde.

Sinceramente, no logro entenderlo. No alcanzo a comprender el porqué de tanto despiste. A no ser que Lucas no consiguiera hablar con los testigos presenciales -cosa que dudo- o que su memoria fallase. Cincuenta años era demasiado...

Por supuesto, cabe también otra explicación, ya insinuada anteriormente:
que el evangelista sí hubiera tenido puntual información, pero deseoso de magnificar el lance e influenciado por las peregrinas ideas de su maestro, Pablo de Tarso, conviniera en modificar hechos y palabras «para mayor gloria de la primitiva iglesia». No era la primera vez que sucedía algo así, ni sería la última. Y he dicho bien. He hablado de «peregrinas ideas», refiriéndome a Pablo. Basta repasar una de sus epístolas (1 Cor. 14) para captar la obsesión de este, no lo dudo, bienintencionado artífice del cristianismo sobre el célebre
«don de lenguas». ¿Pudo estar ahí la «inspiración» que movió a Lucas una historia tan diferente? Como decía el Maestro, «quien tenga oídos...».

En cuanto al supuesto discurso del líder -versículos 14 al 37 del mencionado capítulo 2 de Hechos-,  poco puedo añadir. La manipulación fue igualmente feroz.

¿Quién podía burlarse de los discípulos, tachándoles de borrachos, si no existió el pretendido milagro de las lenguas?

A Lucas, sin embargo, le da igual. Es posible que necesitase una excusa. Un incidente que le permitiera cuadrar la historia y sacar a relucir la cita justa. En
este caso, del profeta Joel. ¿Y por qué la cita justa? He ahí otra sutileza que termina descubriendo los manejos del evangelista. Fue a partir de Pentecostés cuando los íntimos y seguidores del Maestro llegaron al convencimiento de que el retorno de Jesús era algo inminente. Una vuelta con gran poder y majestad, escoltada por signos celestes. Y Lucas, que escribe medio siglo después de la «ascensión», aprovecha el pasaje para deslizar una profecía que venía ni que pintada. Él, probablemente, continuaba creyendo en ese próximo retorno y no dudó en recordárselo a la iglesia primitiva, poniéndolo en boca de Pedro. El fallo, sin embargo, apenas perceptible, estuvo en la fecha. En ese jueves, 18 de mayo, nadie hablaba aún del espectacular e inmediato regreso del rabí. Eso fue posterior.
Y necesitado, como digo, de una excusa -que justificase, además, el forzado
«milagro» de los idiomas desconocidos-, el escritor no tiene otra ocurrencia que situar el arranque del discurso del líder en la hora «tercia». ¿Hora «tercia»? ¿Las nueve de la mañana?

Si Lucas conversó con Pedro, con Juan Marcos, con Pablo o con otros testigos tuvo que saber -necesariamente- que el horario fue otro. Como ya detallé en su momento, la desmaterialización (?) del Resucitado en la falda del monte de
las Aceitunas se produjo poco antes de las 8 horas. Y fue entre las 10 y las 11
cuando, obedeciendo la orden de Pedro, se congregaron en el hogar de los Marcos los ciento veinte hombres y mujeres que amaban a Jesús. 

La enigmática «presencia» -el Espíritu- inundó la sala después de la «sexta» (hacia las 13 horas). A raíz de esto, el grupo se movilizó, dirigiéndose al Templo. Y fue al filo de la «nona» (15 horas) cuando los discípulos lanzaron sus discursos. Estoy seguro de que Lucas sabía todo esto, pero, si deseaba embellecerlo, qué mejor solución que la del mosto a las nueve de la mañana...
Lo dicho: un desastre.

En lo concerniente al contenido de dicho parlamento, amén de olvidar (?) que fueron cinco los que hablaron a la multitud, el evangelista coloca en boca de Simón unos argumentos, citas y reflexiones que nunca existieron. Excepción hecha de las alusiones a la muerte y resurrección de Jesús, lo demás es irreconocible. No dudo de que el líder llegara a predicar esas y otras admoniciones en su dilatada carrera como embajador del reino (más de treinta
años), pero nunca en la mañana o en la tarde de ese jueves.

En ambas oportunidades, no me cansaré de insistir en ello, todos, absolutamente todos, se centraron en lo que, obviamente, los tenía perplejos: la deslumbrante realidad física del Resucitado. Repito: aquello era un triunfo y
los íntimos, no lo olvidemos, seres humanos...

Eso, y no otra cosa, fue lo que conmovió y dejó boquiabiertos a peregrinos y habitantes de la Ciudad Santa. Allí estaban los testigos, hombres y mujeres de fiar. Podían preguntar y lo hicieron. Ése fue el gran argumento. Si los oradores se hubieran limitado a las rimbombantes palabras que menciona Lucas -impropias, además, del tosco Pedro-, lo más probable es que el desenlace habría sido otro. Los sacerdotes, por ejemplo, no hubieran consentido semejante desafío. La normativa del Sanedrín contra los que dieran publicidad a la resurrección seguía en vigor. Si no actuaron fue, sencillamente, porque el pueblo se hallaba electrizado con la gran noticia. Pero, lamentablemente, esto no fue suficiente para algunos...

Repasando, en fin, el desafortunado texto, uno tiene la sensación de que el evangelista, obedeciendo, quizá, la «recomendación» de otros, procuró sublimar la imagen del cuerpo apostólico..., desde los primeros momentos.

 Alguien los calificó de hombres «sagrados» y hubo que mantener y defender la idea a toda costa. Parece como si el Espíritu de la Verdad sólo se hubiera derramado sobre los doce..

Esta hipótesis explicaría el porqué de unas no menos desafortunadas frases, atribuidas al líder, y que Lucas introduce en el mencionado discurso. Dudo de que Pedro llegara a afirmar en público, y menos delante de sus compañeros, que «Dios había resucitado al Maestro y que la carne del rabí no experimentaría la corrupción». Y digo que no creo en tales afirmaciones porque, como espero narrar más adelante, los once tuvieron ocasión de escuchar de labios del propio Resucitado cómo el acto de volver a la vida era, en realidad, un atributo de la naturaleza divina de este Hijo de Dios. En otras palabras: que la resurrección de Jesús no dependió de la voluntad del Padre. 

Si Pedro, en esos instantes, hubiera dicho una cosa así habría faltado gravemente a la verdad. Otra cuestión es que el evangelista no supiera -o no quisiera saber- de este singular suceso e intentara presentar a Simón Pedro como a un profeta, como a un hombre «sagrado».

¿Corrupción? He ahí otra incongruencia de Lucas. En esas fechas, ni Pedro, ni nadie, estaban en condiciones de saber lo ocurrido en la tumba. Para los seguidores del Maestro, simplemente, el cadáver desapareció. Más aún: Simón y los restantes testigos de las apariciones tuvieron la oportunidad de verificar que aquel «cuerpo glorioso», en especial durante las primeras «presencias», poco o nada tenía que ver con el antiguo soporte físico del Maestro. Nunca, que yo sepa, se aventuraron a hablar de descomposición. Esa idea, como otras, fructificó mucho después.

Por último, el evangelista vuelve a pillarse los dedos en el versículo 21 del catastrófico capítulo 2.

«Y todo el que invoque el nombre del Señor -afirma Pedro (?)- se salvará.» Lucas, como fue dicho, escribe este texto hacia el año 80 y olvida un casi insignificante «detalle» que, sin embargo, invalida el pasaje. La expresión «los que invocan el nombre del Señor» sería acuñada por los cristianos algún tiempo después de Pentecostés. Fue una especie de «marca de la casa». Una forma de definirse. En aquellos iniciales momentos -cuando Lucas sitúa el discurso de Pedro-, ni el líder ni ningún otro hablaban así. Sería años más tarde cuando nacería el eslogan. No en aquel tergiversado jueves...

Sirvan, pues, estas reflexiones como aviso a los navegantes. Dados los numerosos y graves errores -y lo escribo con todo respeto-, ¿cómo aceptar los evangelios como la palabra de Dios?

Espero y deseo que el hipotético lector de estas memorias sepa juzgar por sí mismo...Ahora lo sé. La decisión fue providencial. El Destino sabe siempre lo que hace...
                


Fuente: CABALLO DE TROYA. JJ BENÍTEZ / LIBRO DE URANTIA