¡He terminado! ¡Padre, pongo en
tus manos mi espíritu!
viernes, 7 de abril del año 30.
El fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30
segundos, aproximadamente.
-Ha muerto...El centurión pronunció aquellas dos
palabras con cierta piedad.
Lo que vi me dejó perplejo. Por la puerta de Efraím había empezado a
salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Parecían nerviosos, muy
excitados y, sobre todo, atemorizados.
Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera
sacudida. Uno de los legionarios se disponía a arrojar agua sobre las llamas de
la hoguera; pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el
primer «tirón» del terreno le desequilibró y cayó sobre la roca.
Ésta primera onda sísmica tuvo una duración de
16 segundos, con una magnitud de 4,1 en la escala de Richter. Lo que más me
consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a
experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a
llorar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos. Pero, súbitamente,
de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento. Y el
oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles:
-¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!; pero antes de descender regresó hasta la
hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló
por el miedo: Un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el este y casi simultáneamente se dejó sentir la segunda
y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro
de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí
violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario.
Desde el suelo, impotente para levantarme,
distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban
aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo
estremecer los cuerpos de los judíos. El pánico y el sofocante mareo fueron tales
que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude gritar ni pronunciar palabra
alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la roca, sólo
fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir!.
Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo. Recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial. Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos.
Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo. Recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial. Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos.
Los
científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron
este segundo y más intenso sismo en una duración de 47 segundos con una magnitud de 6,8 en la escala de Richter. Al
cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse, y un silencio de muerte cayó sobre
la peña y sus alrededores. Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la
«vara de Moisés». Un sudor frío llenó mi cuerpo casi simultáneamente. Todo
era consecuencia del miedo... Longino
permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la
roca, como esperando una tercera sacudida. Pero el desconcierto de los hombres
de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del segundo sismo, el
módulo entero se estremeció y crujió por tercera vez. En
esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían enmudecido.
¡Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos
del instrumental de a bordo- fue una onda expansiva! Y lo más increíble
-viajando a razón de 300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma
área donde los expertos en sismología habían ubicado el epicentro del
terremoto: A unos 750 kilómetros al sur -sureste de Jerusalén, en pleno
desierto, muy cerca del actual límite entre Jordania y Arabia y al sur de la
actual población de Sakaka. Cuando se ultimaron las comprobaciones, nos vimos
desbordados por los resultados: Aquel tipo de onda expansiva y parte de las
ondas sísmicas obedecían a los efectos de una explosión nuclear
subterránea. Sinceramente, quedamos
mudos por la sorpresa...
A los diez o quince minutos del sismo, Longino
y los soldados regresaron a lo alto del Gólgota, reanudando la custodia de los
crucificados. Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco
hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén. Mientras ascendía nuevamente a
lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había
paralizado. Pensé que, una vez consumada
la muerte del «odiado impostor», se
retirarían. ¡Qué equivocado estaba...!
Al instante, la puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente enloquecida y vociferante, que al parecer huía de la ciudad, en busca de terreno abierto, ante la terrible posibilidad de un nuevo sismo. Muchos de ellos -cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados reforzaron la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad.
Al instante, la puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente enloquecida y vociferante, que al parecer huía de la ciudad, en busca de terreno abierto, ante la terrible posibilidad de un nuevo sismo. Muchos de ellos -cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados reforzaron la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad.
A pocos pasos de las cruces, en dirección Sur,
el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy larga -de unos
25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No
obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí
antes del sísmo o por el contrario, se
acababa de abrir. Por mi parte, tampoco puedo dar fe de que la resquebrajadura
en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que sí es cierto, es
que la grieta no seguía la dirección de la estratificación natural del
promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.
El centurión, sus hombres y yo mismo,
respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de palomas gris-
azuladas hizo un
alto en su
vuelo de regreso hacia las
murallas del templo de la ciudad
santa, posándose en
los maderos transversales de las
cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro
pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando
el vuelo segundos más tarde.
Hacia las 15.35, la calma
fue restableciéndose y
aquellas gentes, acampadas
en los alrededores de Jerusalén, empezaron
a deambular, indecisas y acosándose mutuamente preguntas. La mayoría no prestó
demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos -arrastrados por la
vehemencia de los sacerdotes- volvieron a insultar al Maestro, engrosando el
número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca. La atención del oficial y de los legionarios
se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados
procedentes de la fortaleza Antonia. Traían órdenes expresas del procurador de
rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el
valle de la Géhenne, al sur de la ciudad. Según explicaron, poco antes del
sísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador,
exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a
saber: Que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída
del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, era el día de la preparación (de la pascua). Longino no disimuló su extrañeza
y advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro (Jesús) ya había muerto .
Los tres legionarios, que venían provistos de
sendos bastones tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la
derecha del segundo guerrillero. Un cuarto legionario, espada en mano, completó
el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del «zelota» más viejo. Los
cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de la roca y,
blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos
golpes sobre las piernas de los infelices. A las 15.45, ambos dejaban de
existir.
A pesar de la advertencia del centurión, uno
de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el
cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni
el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. Supongo
que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin
pensarlo dos veces picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza
entre 15 y 20 centímetros; pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no
experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo,
trató de retirar el arma; sin embargo, la punta en flecha del pilum tropezó o
se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió
y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro
centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros
cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso.
Al aproximarme y examinar la lanzada,
noté que había
entrado entre la
quinta y sexta
costillas, con una
trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había
traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el
pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del
corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez
producido el óbito. En mi opinión, ésa
fue la sangre que se derramó.
En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan
el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es
muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la
cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas
pleuras pulmonares. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad...Pero las
afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido. Era sencillamente asombroso.
En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o
amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del
centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los
cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común.
Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz
de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida
en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar
gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al
momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a
sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia; pero ninguno dijo nada.
En esos momentos un reducido grupo de sanedritas, recién llegados a la base del Gólgota, estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...
En esos momentos un reducido grupo de sanedritas, recién llegados a la base del Gólgota, estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...
Se trataba José, el de Arimatea, y Nicodemo,
miembros del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén.
Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido
nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio,
autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José,
conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos
eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne-
se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su
Maestro. El centurión desenrolló el papiro y,
tras leer atentamente el texto,
asintió, dando su conformidad. Pero los
miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces se movilizó
de inmediato. Los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del
Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres
ajusticiados.
Longino hizo una señal a sus hombres y los 15
legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña.
Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas en alto, dispuestos a
masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas
direcciones. Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la
roca, formando un nuevo y más numeroso cinturón de seguridad en torno a las
cruces. Longino dio lectura a la orden de Poncio. A continuación, avanzando
hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente: -Este cuerpo te pertenece.
Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para que nadie se
oponga a tu deseo.
El anciano, se arrodilló junto a la maltrecha
cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el
párpado derecho de Jesús. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los
dedos, pero el ojo del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano
sobre el párpado, sujetándolo durante casi dos minutos. En este tiempo, una
solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del Nazareno. Los dos
ancianos con la ayuda del oficial, trasladaron el cadáver al lienzo que él de
Arimatea había llevado.
En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.
En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.
A las 16.30 horas el propio centurión, otro
legionario y los dos amigos de Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del
patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del Hombre. Detrás, los tres
soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma descarnada.
Nada más bajar del macizo rocoso, el joven
Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso.
Casi de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de
los extremos de la sábana que le cediera su puesto. José y Nicodemo lo sabían
y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al
Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Al contemplar aquel
silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima sensación
de soledad. Abandonado de la mayoría de sus amigos y
fieles seguidores, ultrajado casi después del descendimiento por aquella turba
de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni siquiera podía recibir
enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y
miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un
sepelio con dos músicos de flauta y una plañidera.
A los diez o quince minutos de haber
abandonado el patíbulo, nos encontrábamos en el interior de la finca, frente
una pared rocosa de unos tres
metros. En el centro había
una diminuta puerta cuadrangular de 90 centímetros de alto. Una piedra redonda, muy parecida a
una muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la
boca de entrada al sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado
un canalillo de unos 20 centímetros de profundidad por otros 30 de anchura que
corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente pulida como la fachada, cuyo
peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal manera que,
para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta, bastaba con
hacerla rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi
matemáticamente. Mi metro y ochenta centímetros de talla me obligaron a doblar
el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso como ingrato. Al
levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de
lado y de 1,70 de altura aproximadamente. Me apresuré a colaborar en el
definitivo y último izado del Nazareno. Los restos de Jesús reposaban finalmente
sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo por 0,93 de ancho. A decir
verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco Galileo. José
se apresuró a destapar el cadáver. A la luz tambaleante de las teas, apareció
de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del hasta hacía
unas horas majestuoso Hijo del Hombre.
Cuando vi cómo Nicodemo introducía las
pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús comprendí sus intenciones. Si el
presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de los plumones
irritaba las mucosas, excitando así la respiración. El de Arimatea cada vez más
nervioso ante el cercano final del viernes, se despojó del manto, comenzó a
limpiar el maltrecho cuerpo del gigante,
con una serie de deficientes restregones. Seguidamente los dos ancianos
prepararon una masa de mirra y aloe, embadurnando y cegando las brechas y
orificios naturales del cuerpo.
Nicodemo -más sereno que José- había
soltado de su brazo derecho un largo pañuelo granate, Lo retorció hábilmente,
rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la
coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.
Tal
y como marcaba
la Ley judía, Jesús fue atado de pies y manos con vendas impregnadas de
aloe; pero antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la precaución de
depositarlas reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda
sobre la derecha.
Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea depositó sobre los párpados del Nazareno un par de moneditas de bronce y antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó. Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso. Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio.
Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea depositó sobre los párpados del Nazareno un par de moneditas de bronce y antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó. Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso. Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio.
Al abandonar el huerto, las mujeres,
manifestaron sus dudas a los ancianos sobre la pulcritud en aquel vertiginoso
embalsamiento. Tanto Nicodemo como el anciano coincidieron en las apreciaciones
de las hebreas, autorizando a éstas para que, nada más despuntar el domingo,
procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo, incluso, les entregó
los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían estar presentes,
no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y
colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como
se hacía desde tiempo inmemorial.
A las seis de aquella tarde, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada. Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. La inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y si lo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril del año 30…
A las seis de aquella tarde, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada. Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. La inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y si lo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril del año 30…
Domingo 9 de abril del año
30
….Hacia la una de la
madrugada ingresé a la finca de José de Arimatea. Me hallaba a unos ocho o diez
metros del final del estrecho sendero, que conducía a las escalinatas del
sepulcro. Con ayuda del hortelano de la finca me escondí en un palomar, y desde
allí podía divisar la parte superior de la fachada del sepulcro. La guardia que
custodiaba el sepulcro la formaba dos grupos: Diez legionarios romanos y diez
levitas.
Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.
Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.
Cuando vigilaba los
movimientos de la guardia, noté algo raro... No sabría cómo explicarlo. Fue
como una sacudida. No, quizá la palabra más exacta sería «vibración» ... Pero
una vibración seca, casi instantánea, sin ruido. Cesó en cuestión de décimas de
segundo. Dos o tres de los legionarios se habían levantado, pero, a excepción
de esto, todo parecía tranquilo. No habían transcurrido ni
dos minutos cuando una nueva sacudida o vibración o descarga - juro que no sé
cómo calificarla-, azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los
centinelas, el entorno del sepulcro.
Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían encadenadas. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo peor, un zumbido agudísimo -infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me taladró los oídos, perforando mis tímpanos. Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó. Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía. Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado. A los siete u ocho minutos un silencio extraño y anormal -muy similar al que ya había sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del palomar, visiblemente asustadas. Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido. Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie.
A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a cabeza. Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra. Súbitamente, uno de los levitas se asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y tropezando los unos con los otros. -¡Las piedras! -gritaban en plena confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las piedras!.
Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas. De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable. Aquella «explosión» lumínica -no encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón. En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero luminosa. En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados yacían por tierra, como muertos.
Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían encadenadas. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo peor, un zumbido agudísimo -infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me taladró los oídos, perforando mis tímpanos. Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó. Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía. Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado. A los siete u ocho minutos un silencio extraño y anormal -muy similar al que ya había sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del palomar, visiblemente asustadas. Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido. Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie.
A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a cabeza. Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra. Súbitamente, uno de los levitas se asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y tropezando los unos con los otros. -¡Las piedras! -gritaban en plena confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las piedras!.
Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas. De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable. Aquella «explosión» lumínica -no encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón. En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero luminosa. En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados yacían por tierra, como muertos.
La hoguera continuaba
flameando y de la tumba -de eso doy fe- no salió persona alguna. Me deslicé
como un loco por la portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino
de palomas. Recuperé mi vara y corrí, corrí sin aliento hasta el borde de los
escalones. Los legionarios, con los ojos
muy abiertos, continuaban en tierra. Y comencé a bajar los peldaños. Pero,
hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico irracional que me erizó los
cabellos. Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la lengua
endurecida como el cartón. Pero, cuando me disponía a aventurarme por entre los
árboles, sin rumbo fijo, algo me detuvo. Es posible que fuera el bamboleo de mi
corazón, acelerado por encima de las 180 pulsaciones por minuto. Tomé aliento,
me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté de pensar. ¡Tenía que
volver! ¡Era preciso!... Pulsé la conexión auditiva y le rogué a Eliseo que no
preguntara nada: -Sólo háblame, háblame sin parar hasta que yo te avisé.
Tengo un libro entre mis manos –comentó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al oriente de tu corazón... Está saliendo un nuevo sol...
Tengo un libro entre mis manos –comentó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al oriente de tu corazón... Está saliendo un nuevo sol...
Mientras aquellos versos
sonaban en mi cerebro como una mano mágica, desandé el camino, acercándome
entre temblores al foso de la cripta. Uno, dos, tres, cuatro escalones... Sólo
me faltaba uno. Empecé a sudar. Y colocándome en cuclillas, asomé la cabeza.
Pero la oscuridad en el interior de la cripta era total; cerrada como boca de
lobo. Regresé a lo alto, tomando uno de los leños llameantes de la fogata. Los
soldados, aunque paralizados, vivían. Su pulso no ofrecía dudas.
Bajé las escalinatas y con
el corazón al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de entrada.
La luz rojiza del hacha inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco
más y, al levantar la mirada, una sacudida desintegró mi alma. La tea cayó al
suelo y yo quedé allí, de rodillas, con la boca abierta y los ojos fijos en
aquel banco de piedra... ¡vacío! -… Y sin poder contenerme, las lágrimas
empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había desaparecido.
¡Jesús de Nazaret no estaba. Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi torturado corazón. Examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que Nicodemo había sujetado su maxilar inferior.
¡Jesús de Nazaret no estaba. Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi torturado corazón. Examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que Nicodemo había sujetado su maxilar inferior.
¡Era como si el cadáver
hubiera sido absorbido con una jeringuilla! ¡Como si aquel cuerpo de 1,81
metros se hubiera evaporado! La posición de la sábana - «deshinchada» sobre si
misma- no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado o trasladado el
cadáver, los lienzos jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición.
Como anticipo puedo decir
que la resurrección del Galileo -el hecho físico y milagroso de su
resurrección- se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración» de sus
restos mortales. Nada tuvo que ver una cosa con la otra. El cadáver se había
esfumado, sí, pero ANTES, insisto, Jesús había hecho el gran prodigio…
…Eran
las 03.30 horas. Después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné
el huerto de José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban
allí, desmayados, como mudos testigos de la más sensacional noticia: La
Resurrección del Hijo del Hombre.
Y a las 05.42 horas de aquel domingo «de
gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el módulo despegó con el sol. Y
al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para siempre en
aquel «tiempo» y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.
Fuente: CABALLO DE TROYA
Fuente: CABALLO DE TROYA
No hay comentarios:
Publicar un comentario