lunes, 13 de febrero de 2017

MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS DE NAZARET

¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!

viernes, 7 de abril del año 30.  El fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente.
 -Ha muerto...El centurión pronunció aquellas dos palabras con cierta piedad.

Lo que vi me dejó perplejo. Por la puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Parecían nerviosos, muy excitados y, sobre todo, atemorizados.

Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Uno de los legionarios se disponía a arrojar agua sobre las llamas de la hoguera; pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el primer «tirón» del terreno le desequilibró y cayó sobre la roca.

Ésta primera onda sísmica tuvo una duración de 16 segundos, con una magnitud de 4,1 en la escala de Richter. Lo que más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a llorar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos. Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento. Y el oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles: -¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!; pero antes de descender regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló por el miedo: Un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el este y casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario.

Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir!.

Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo. Recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial. Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos.

 Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y más intenso sismo en una duración de 47 segundos con una  magnitud de 6,8 en la escala de Richter. Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse, y un silencio de muerte cayó sobre la peña y sus alrededores. Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Un sudor frío llenó mi cuerpo casi simultáneamente. Todo era  consecuencia del miedo... Longino permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como esperando una tercera sacudida. Pero el desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del segundo  sismo, el  módulo  entero  se estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían enmudecido.

¡Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue una onda expansiva! Y lo más increíble -viajando a razón de 300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: A unos 750 kilómetros al sur -sureste de Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual límite entre Jordania y Arabia y al sur de la actual población de Sakaka. Cuando se ultimaron las comprobaciones, nos vimos desbordados por los resultados: Aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea.  Sinceramente, quedamos mudos por la sorpresa...

A los diez o quince minutos del sismo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del Gólgota, reanudando la custodia de los crucificados. Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén. Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había paralizado.  Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor»,  se retirarían. ¡Qué equivocado estaba...!
 Al instante, la puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente enloquecida y vociferante, que al parecer huía de la ciudad, en busca de terreno abierto, ante la terrible posibilidad de un nuevo sismo. Muchos de ellos -cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados reforzaron la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad.

A pocos pasos de las cruces, en dirección Sur, el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy larga -de unos 25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del sísmo o  por el contrario, se acababa de abrir. Por mi parte, tampoco puedo dar fe de que la resquebrajadura en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que sí es cierto, es que la grieta no seguía la dirección de la estratificación natural del promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.

El centurión, sus hombres y yo mismo, respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de palomas gris- azuladas  hizo  un  alto  en  su  vuelo  de regreso  hacia las  murallas del templo de la ciudad  santa,  posándose  en  los  maderos transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo segundos más tarde.

Hacia las 15.35, la  calma  fue  restableciéndose  y  aquellas  gentes,  acampadas  en  los alrededores de Jerusalén, empezaron a deambular, indecisas y acosándose mutuamente preguntas. La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos -arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes- volvieron a insultar al Maestro, engrosando el número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca.  La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Traían órdenes expresas del procurador de rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la Géhenne, al sur de la ciudad. Según explicaron, poco antes del sísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: Que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, era el día de la preparación (de la pascua).  Longino no disimuló su extrañeza y advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro (Jesús) ya había muerto .

Los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero.  Un  cuarto legionario, espada en mano, completó el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del «zelota» más viejo. Los cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de la roca y, blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes sobre las piernas de los infelices.  A las 15.45, ambos dejaban de existir.

A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin pensarlo dos veces picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20 centímetros; pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma; sin embargo, la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la lanzada,  noté  que  había  entrado  entre  la  quinta  y  sexta  costillas,  con  una  trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez producido el óbito.  En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó.

En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras pulmonares. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad...Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido. Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común.

Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia; pero ninguno dijo nada. 

En esos momentos un reducido grupo de sanedritas, recién llegados a la base del Gólgota, estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...

Se trataba José, el de Arimatea, y Nicodemo, miembros del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su Maestro.  El  centurión desenrolló el  papiro y,  tras  leer  atentamente el  texto,  asintió, dando su conformidad. Pero los  miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces se movilizó de inmediato. Los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.

Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña. Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas en alto, dispuestos a masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas direcciones. Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y más numeroso cinturón de seguridad en torno a las cruces. Longino dio lectura a la orden de Poncio. A continuación, avanzando hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente: -Este cuerpo te pertenece. Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para que nadie se oponga a tu deseo.

El anciano, se arrodilló junto a la maltrecha cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el párpado derecho de Jesús. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante casi dos minutos. En este tiempo, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del Nazareno. Los dos ancianos con la ayuda del oficial, trasladaron el cadáver al lienzo que él de Arimatea había llevado. 

En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.

A las 16.30 horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del Hombre. Detrás, los tres soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma descarnada.
Nada más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso.  Casi de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que le cediera su puesto. José y Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Al contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima sensación de soledad.  Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado casi después del descendimiento por aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni siquiera podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos músicos de flauta y una plañidera.

A los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo, nos encontrábamos en el interior de la finca, frente una pared rocosa de  unos  tres  metros.  En el centro había una  diminuta  puerta cuadrangular de 90 centímetros de alto.  Una piedra redonda, muy parecida a una muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros de profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente pulida como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal manera que, para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta, bastaba con hacerla rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi matemáticamente. Mi metro y ochenta centímetros de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso como ingrato.  Al levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de 1,70 de altura aproximadamente. Me apresuré a colaborar en el definitivo y último izado del Nazareno. Los restos de Jesús reposaban finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo por 0,93 de ancho. A decir verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco Galileo. José se apresuró a destapar el cadáver. A la luz tambaleante de las teas, apareció de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del hasta hacía unas horas majestuoso Hijo del Hombre.

Cuando vi cómo Nicodemo introducía las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús comprendí sus intenciones. Si el presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de los plumones irritaba las mucosas, excitando así la respiración. El de Arimatea cada vez más nervioso ante el cercano final del viernes, se despojó del manto, comenzó a limpiar el maltrecho cuerpo del gigante,  con una serie de deficientes restregones. Seguidamente los dos ancianos prepararon una masa de mirra y aloe, embadurnando y cegando las brechas y orificios naturales del cuerpo.

 Nicodemo -más sereno que José- había soltado de su brazo derecho un largo pañuelo granate, Lo retorció hábilmente, rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.
Tal  y  como  marcaba  la  Ley  judía, Jesús fue atado  de pies y manos con vendas impregnadas de aloe; pero antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la precaución de depositarlas reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda sobre la derecha. 

Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea depositó sobre los párpados del Nazareno un par de moneditas de bronce y antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó.  Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso. Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio.

Al abandonar el huerto, las mujeres, manifestaron sus dudas a los ancianos sobre la pulcritud en aquel vertiginoso embalsamiento. Tanto Nicodemo como el anciano coincidieron en las apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que, nada más despuntar el domingo, procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo, incluso, les entregó los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían estar presentes, no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde tiempo inmemorial. 

A las seis de aquella tarde, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada.  Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. La inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y si lo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril del año 30…


Domingo 9 de abril del año 30

….Hacia la una de la madrugada ingresé a la finca de José de Arimatea. Me hallaba a unos ocho o diez metros del final del estrecho sendero, que conducía a las escalinatas del sepulcro. Con ayuda del hortelano de la finca me escondí en un palomar, y desde allí podía divisar la parte superior de la fachada del sepulcro. La guardia que custodiaba el sepulcro la formaba dos grupos: Diez legionarios romanos y diez levitas. 

Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.

Cuando vigilaba los movimientos de la guardia, noté algo raro... No sabría cómo explicarlo. Fue como una sacudida. No, quizá la palabra más exacta sería «vibración» ... Pero una vibración seca, casi instantánea, sin ruido. Cesó en cuestión de décimas de segundo. Dos o tres de los legionarios se habían levantado, pero, a excepción de esto, todo parecía tranquilo. No habían transcurrido ni dos minutos cuando una nueva sacudida o vibración o descarga - juro que no sé cómo calificarla-, azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los centinelas, el entorno del sepulcro. 
Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían encadenadas. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo peor, un zumbido agudísimo -infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me taladró los oídos, perforando mis tímpanos. Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó. Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía. Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado. A los siete u ocho minutos un silencio extraño y anormal -muy similar al que ya había sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del palomar, visiblemente asustadas. Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido. Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie. 

A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a cabeza.  Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra. Súbitamente, uno de los levitas se asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y tropezando los unos con los otros. -¡Las piedras! -gritaban en plena confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las piedras!. 

 Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas. De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable. Aquella «explosión» lumínica -no encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón.  En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero luminosa. En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados yacían por tierra, como muertos.

La hoguera continuaba flameando y de la tumba -de eso doy fe- no salió persona alguna.  Me deslicé como un loco por la portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino de palomas. Recuperé mi vara y corrí, corrí sin aliento hasta el borde de los escalones.  Los legionarios, con los ojos muy abiertos, continuaban en tierra. Y comencé a bajar los peldaños. Pero, hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico irracional que me erizó los cabellos. Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la lengua endurecida como el cartón. Pero, cuando me disponía a aventurarme por entre los árboles, sin rumbo fijo, algo me detuvo. Es posible que fuera el bamboleo de mi corazón, acelerado por encima de las 180 pulsaciones por minuto. Tomé aliento, me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté de pensar. ¡Tenía que volver! ¡Era preciso!... Pulsé la conexión auditiva y le rogué a Eliseo que no preguntara nada: -Sólo háblame, háblame sin parar hasta que yo te avisé.

 Tengo un libro entre mis manos –comentó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al oriente de tu corazón... Está saliendo un nuevo sol...

Mientras aquellos versos sonaban en mi cerebro como una mano mágica, desandé el camino, acercándome entre temblores al foso de la cripta. Uno, dos, tres, cuatro escalones... Sólo me faltaba uno. Empecé a sudar. Y colocándome en cuclillas, asomé la cabeza. Pero la oscuridad en el interior de la cripta era total; cerrada como boca de lobo. Regresé a lo alto, tomando uno de los leños llameantes de la fogata. Los soldados, aunque paralizados, vivían. Su pulso no ofrecía dudas.

Bajé las escalinatas y con el corazón al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de entrada. La luz rojiza del hacha inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco más y, al levantar la mirada, una sacudida desintegró mi alma. La tea cayó al suelo y yo quedé allí, de rodillas, con la boca abierta y los ojos fijos en aquel banco de piedra... ¡vacío! -… Y sin poder contenerme, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había desaparecido.

  ¡Jesús de Nazaret no estaba. Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi torturado corazón. Examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que Nicodemo había sujetado su maxilar inferior.

¡Era como si el cadáver hubiera sido absorbido con una jeringuilla! ¡Como si aquel cuerpo de 1,81 metros se hubiera evaporado! La posición de la sábana - «deshinchada» sobre si misma- no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado o trasladado el cadáver, los lienzos jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición.
Como anticipo puedo decir que la resurrección del Galileo -el hecho físico y milagroso de su resurrección- se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración» de sus restos mortales. Nada tuvo que ver una cosa con la otra. El cadáver se había esfumado, sí, pero ANTES, insisto, Jesús había hecho el gran prodigio…

…Eran  las 03.30 horas. Después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como mudos testigos de la más sensacional noticia: La Resurrección del Hijo del Hombre.

Y a las 05.42 horas de aquel domingo «de gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el módulo despegó con el sol. Y al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para siempre en aquel «tiempo» y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.



Fuente: CABALLO DE TROYA

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